La fiesta de la Hispanidad
Bautizada a?os atr¨¢s como D¨ªa de la Raza, la fecha que recuerda el descubrimiento del continente americano, est¨¢ cargada de connotaciones contradictorias, todav¨ªa sin despejar, a uno y otro lado del Atl¨¢ntico. Los cuatro textos, muy dispares, que aqu¨ª se ofrecen sobre la fiesta de la Hispanidad corresponden a esas sugerencias, -unas veces divergentes y otras encontradas, que se desprenden de esa gran historia abierta tras el 12 de octubre de 1492 y palpablemente inscrita en nuestro d¨ªas sobre m¨¢s de trescientos millones de habitantes.
Col¨®n y el pecho sublevado
Seg¨²n ese grabado de Galv¨¢n, todo es oscuro o negro en este hombre, excepto la blancura de las mejillas y la frente, una blancura misteriosa que parece que arde y que agrega a los rostros de la especie una indecible palidez de fuego. Su pelo en retroceso fosco, sus cejas terminantes, su mirada cansada y su nariz impetuosa en la cara redonda le dan a esa cabeza un aire de majestad y de humildad. Morir en la pobreza y el olvido tras haber dilatado el mundo, conocer la exacta humillaci¨®n del arresto y de las cadenas en una tierra que ¨¦l mismo a?adiera a Occidente son hechos que parecen probar que en esa vida cohabitaban la majestad y la modestia. Ambas formas de la grandeza dan sencillez y sobresalto al estilo de su diario de navegaci¨®n. Son p¨¢rrafos que nunca pretendieron confundirse con la poes¨ªa, pero que, sin embargo, articulan una epopeya y a menudo la sobrepasan. Esas apuntaciones, maravilladas y a la vez descosidas, distra¨ªdamente informan de que la hermosura del mundo no concluye en el Finisterre, de que al planeta se le disuelven las fronteras, de que retrocede el vac¨ªo mientras se abre, feIiz, la vieja y solitaria sonrisa del espacio.El era un buscador de espacio. Simul¨® que quer¨ªa demostrar no recordamos ya qu¨¦ asuntos de geometr¨ªa de la casa de los humanos; simul¨® que sab¨ªa que era posible abreviar los viajes a China, Jap¨®n y la India; simul¨® que buscaba especias, piedras preciosas, oro; pero mir¨® las selvas s¨²bitas, las mujeres desnudas "como su madre las pariera", los p¨¢jaros inesperados y, en general, el Nuevo Mundo, no con la desmesura del hombre cuyo coraz¨®n se le amortigua en la avaricia, no con la peque?ez de quien se petrifica en la soberbia, sino con la alegr¨ªa de quien sabe que la sed est¨¢ llena de alas, y descubre, por fin, que las alas han multiplicado a la Tierra. Veintisiete a?os llevaba ya siendo marino, emparentado con lo inmenso, averigu¨¢ndole a los mares su abecedario de infinito; hab¨ªa trepado hasta las costas de Inglaterra, de Islandia; hab¨ªa aprendido ya esa canci¨®n tumultuosa y secreta que susurra el oc¨¦ano; s¨®lo pod¨ªa ya ser dichoso acorralando las fronteras ilusorias -inexistentes- que levantan la pereza y el miedo de los hombres. Por eso era obstinado. Lo son todos aquellos que persiguen su propia: dicha. Y la dicha de ¨¦l necesitaba tanto espacio en donde florecer que se hizo terco como los h¨¦roes y como las monta?as. Una vez y otra vez intent¨® que los poderosos le financiaran su viaje. Desde?aba el fracaso y prosegu¨ªa intent¨¢ndolo con meticulosa paciencia. Y se dorm¨ªa pensando a qui¨¦n y de qu¨¦ modo lograr¨ªa interesar ma?ana, al despertar.
Esa testarudez lo condujo en, un d¨ªa memorable a iluminar a un monje en el que hasta el nombre era an¨®nimo: Juan P¨¦rez. Los astros, la fortuna, los dioses (quiz¨¢ todos los dioses de la historia del hombre) quisieron que el guardi¨¢n de aquel convento de La R¨¢bida le fuera dado aproximarlo a reyes poderosos, y que esos reyes tuvieran en el instante aquel el ¨¢nimo feliz por la victoria contra el ¨¢rabe, por la visi¨®n de las banderas de Castilla en la Alhambra. Habl¨®, obstinado. Desparram¨® razones, mapas, hip¨®tesis, vehemencia. Y por fin su testarudez obtuvo la recompensa de convertirse en su destino. Sigui¨® siendo obstinado: los calafates perpetraron chapuzas en las naves, pero ¨¦l se hizo a la mar sabiendo ya que alguna vez habr¨ªa de consignar en su diario que aquellas carabelas mal calafateadas "hac¨ªan agua mucha por la quilla". Al reclutar los navegantes retroced¨ªan la prudencia, el desd¨¦n: obstinado, reclut¨® desesperados, forajidos de la justicia, camorristas, "jud¨ªos disimulados" o simples codiciosos. Se hizo a la mar, y en ella continu¨® tejiendo su aventura con la hebra interminable de su testarudez: invisibles ya las Canarias, frente a frente con el espacio, algunos reclutados "emparedados en la eternidad" sintieron el terror del vac¨ªo; un portugu¨¦s y un espa?ol descompusieron el gobernalle deuna carabela para certificar su espanto; otros miraban a los horizontes, acobardados, al pensar que Europa, para siempre tal vez, quedaba atr¨¢s; entonces ¨¦l, psic¨®logo profundo, como lo es todo aquel que ha renunciado a la calma de lo ordinario, urdi¨® un sosiego cotidiano para los asustados, manipulando el libro de derrota: para que imaginasen continuar no demasiado lejos de la Europa, para que "no se espantase ni desmayase la gente, acord¨® contar menos de lo que andaba": un d¨ªa inform¨® de que hab¨ªan avanzado 584 leguas, pero eran 707.
As¨ª, apaciguando el miedo de los otros por no poder apaciguar su sed y su coraje, prosigui¨® conversando con sus mares, y con su terquedad, y con su coraz¨®n extraordinario, hasta que un d¨ªa al cielo caudaloso le brot¨® la admirable cicatriz de los p¨¢jaros. Poco despu¨¦s vieron flotar sobre las aguas un maravilloso palito cubierto por los escaramujos. Aquella misma noche, Rodrigo de Triana vio una lumbre y grit¨®. Con ese grito obtuvo 10.000 maraved¨ªes, que los reyes hab¨ªan prometido obsequiar a quien primero oteara tierra. Era la madrugada del d¨ªa 12 de octubre del a?o 1492. Don Crist¨®bal Col¨®n, el almirante, debi¨® pensar, debi¨® sentir, de manera vertiginosa, universal y sollozante. Debi¨® sentir calor en el pelo, en las u?as. Se sublev¨® en su pecho su pasado, espoleado por la felicidad. Supo tal vez que ver¨ªa cosas, tierras, bestias y gentes ante los cuales la adinivaci¨®n ilimitada resultar¨ªa enojosamente peque?a. Supo tal vez que sufrir¨ªa la intriga, la envidia, la prisi¨®n. Supo tal vez que morir¨ªa olvidado y en la pobreza. Apart¨® con un gesto a todos esos emisarios prematuros de su desdicha, se entreg¨® a la felicidad y a la virilidad de la congoja, llam¨® a Rodrigo de Triana, le dio un abrazo y enseguida, con humildad majestuosa, le regal¨® un jub¨®n de seda.
F¨¦lix Grande es narrador y poeta. Premio Nacional de Poes¨ªa, subdirector de la revista Cuadernos Hispanoamericanos.
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