A don Ram¨®n del Valle-Incl¨¢n
Don Ram¨®n:Usted muri¨® casi en v¨ªsperas de la ¨²ltima guerra civil de las Espa?etas, la que luego llamaron cruzada triunfal y hoy se exhibe en un museo tapizado de carteles, a un tiro de piedra de mi casa, en Barcelona, y a espaldas de mos¨¦n Cinto Verdaguer, quien, en lo alto de su columna y un s¨ª es no es corcovado bajo la sotana, medita en la Atl¨¢ntida sumergida, donde nunca se pone el sol.
Aunque la fecha de su muerte ande por los manuales del BUP y del COU y conocidas sean sus pen¨²ltimas palabras, ante las demoras de la eternidad, "?Cu¨¢nto tarda esto!", el editor Lara Hern¨¢ndez dijo en mi presencia, en 1973, haber hablado con usted en el Ateneo de Madrid, a poco de concluida la guerra o cruzada con el consabido triunfo de la patria, del pan y de la justicia. Un escalofr¨ªo me escarabaje¨® el ¨¢nima y eriz¨® la pelusa de la espalda.
Rafael Borras, quien era y es director literario de la empresa Lara, vi¨®se obligado a cumplir con su deber como si fu¨¦semos ingleses en Trafalgar, dici¨¦ndole al patr¨®n que no, vaya que no, que por aquello no pasaba, pues usted hab¨ªa fallecido en 1936. Cedi¨® casi al punto el se?or Lara, echando al saco roto de la desmemoria, donde caben todos los malentendus de Par¨ªs, tan raro incidente. Desde entonces, no ceso de darle vueltas y tal vez para exorcizarla, pues mucho de espectral tiene la circunstancia, me decid¨ª a escribirle a la lista de correos de la inmortalidad.
No me sorprender¨ªa que el se?or Lara, don Jos¨¦ Manuel, padre, hubiese dicho la verdad m¨¢s lisa y llana. La supervivencia de su obra, don Ram¨®n, no s¨®lo parece interminable, sino resulta mucho m¨¢s ancha que la de cuanto crearon sus contempor¨¢neos, Pongamos por caso los libros de Unamuno, cada vez m¨¢s reducidos a motivos de tesis y tesinas en las Indias de Reagan, y aun all¨ª en declive a la hora de inspirarlas porque el sentimiento tr¨¢gico de la vida no conmueve a los semi¨®ticos estructuralistas. En cambio, el teatro de usted, que en sus tiempos supusieron para ser le¨ªdo, triunfa en las tablas como si fuera reci¨¦n escrito. Y no digamos sus Sonatas, las del primer marqu¨¦s de Bradom¨ªn, que ya tradujeron al cine y Enrique Llovet lleva a la televisi¨®n.
A la vista de tan gloriosas y muy justas circunstancias, su propia presencia de aparecido en la cacharrer¨ªa del Ateneo no pasar¨ªa de prodigio menor, casi tan evidente como inevitable, junto a la de su obra. Hasta aqu¨ª todos de acuerdo y tan amigos, los se?ores Borr¨¢s, Lara Hern¨¢ndez y un servidor de ustedes. Ahora bien, lo importante no es existir o no existir, sino saber con certeza qui¨¦n demonios es uno. En otras palabras, mi carta entera es una larga per¨ªfrasis, un laberinto de oraciones subordinadas, en la cual me pregunto cu¨¢l ser¨ªa la verdadera identidad de don Ram¨®n del Valle-Incl¨¢n, como siempre le llama su hijo, el doctor don Carlos, segundo marqu¨¦s de Bradom¨ªn.
Pensar, pienso ahora en Antonio Machado, muy cerca, por cierto, de donde le escribo, que es en lo alto de los Pirineos, y muy lejos en el tiempo, pues me refiero al invierno de 1939. Andaba entonces Machado huido hacia Francia, donde a poco morir¨ªa dici¨¦ndole "Merci, madame. Merci, madame" a su hotelera, cuando Corpus Barga se lo tropez¨® en una mas¨ªa perdida, entre Gerona y Figueras. A la vera del fuego y en mitad del caos de la retirada republicana de Catalu?a, el poeta beb¨ªa un bol de leche de cabra y hablaba acerca de usted, de don Ram¨®n del Valle-Incl¨¢n, muy sereno y sonriente . Dijo que deb¨ªamos esforzarnos en comprenderle y en trascender su cr¨®nica anecd¨®tica, aquella que en vida y en parte en muerte parece seguirle como el esc¨¢ndalo al Tenorio. De todo ello creo deducir pasada por el hombre de forma obligatoria la leg¨ªtima aproximaci¨®n a su obra, como tambi¨¦n ocurre en el caso de Miguel de Unamuno. Por el contrario, cabe estudiar las novelas de Gabriel Mir¨®, ignor¨¢ndolo todo o casi todo, como de hecho lo ignoramos, acerca de su autor.
Su leyenda es tan sonada como contradictoria. El Valle-Incl¨¢n menudo, ceceante y miope podr¨ªa atribuir su manquedad a cualquier f¨¢bula disparatada, para no denunciar al amigo que la causara de un bastonazo y a quien hab¨ªa perdonado de buena gana. El Valle-Incl¨¢n de las barbas de chivo, o de las barbas floridas y patriarcales, pod¨ªa insultar impensada y groseramente a Joaqu¨ªn Montaner o al hijo de Echegaray, por un qu¨ªtame all¨¢ esas pajas literarias. Tambi¨¦n pod¨ªa disfrazarse de alpinista, cuando iba detenido a la comisar¨ªa, como, seg¨²n me contaba Manolo San Miguel, atavi¨® Torrente Ballester a sus hijos para llevarlos a las Am¨¦ricas. Ser¨¢ un s¨ªndrome montaraz del sentimiento dram¨¢tico del alma gallega.
De tantas m¨¢scaras y disfraces derivase un hombre siempre en busca de s¨ª mismo. Un ser que hiciera de la propia vida m¨¢s que la vida, lo cual es el precepto fundamental de la humanidad, al decir de Ortega, aunque la mayor parte de nosotros distemos de practicarlo. Dicho en otros t¨¦rminos, tambi¨¦n orteguianos, un verdadero arist¨®crata en oposici¨®n al hombre masa, perezosamente enquistado en su cerrada identidad, como la perla en la ostra.
Por su propio patr¨®n valleinclanesco est¨¢n cortados sus mejores personajes. No hay t¨ªtulo m¨¢s preciado ni m¨¢s precioso que el de marqu¨¦s de Bradom¨ªn, ahora concedido a su hijo don Carlos, porque el Bradom¨ªn de sus libros fue otro ser en persecuci¨®n incansable de s¨ª propio. Precisamente por eso pudo responderle a un pretendiente a Rey de Espa?a que ¨¦l hab¨ªa nacido muy alto para buf¨®n, cuando le suplicaba una salida ingeniosa para distraerle la tristura. El otro don Ram¨®n del Valle-Incl¨¢n, el que ped¨ªa a los pobres a trav¨¦s de don Juan Manuel Montenegro quemar las siembras y envenenar los manantiales en nombre de la gran justicia, me convence mucho menos. A la postre, como usted lo supo mejor que nadie, la verdadera y aut¨¦ntica revoluci¨®n empieza todos los d¨ªas por uno mismo.
Poco despu¨¦s de su muerte, en el a?o de gracia de 1936, pobres y ricos se dedicaron a abrasar los campos, las ciudades y los hombres, con una crueldad desconocida por los cinco lobos de su romance. Al cabo, todo sigui¨® igual, pues seis a?os de desconcierto coronaron otros cuarenta de despotismo, aunque la guerra ande ahora por los museos. Mucho me temo, don Ram¨®n, que desde aquel entonces manen envenenadas las fuentes de esta tierra, donde usted terminar¨¢ por sobrevivirnos a todos nosotros. En sus garbeos de espectro alpinista por el Ateneo, a pasos contados del ¨²ltimo golpe de Estado, que fue el de este a?o el 23 de febrero en el Parlamento, no dejar¨¢ de comprobarlo melanc¨®licamente.
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