El pecado original y la democracia
Baudelaire defin¨ªa la civilizaci¨®n como la distancia que nos separa del pecado original. Dicho en otros t¨¦rminos: la civilizaci¨®n es el proceso por el que se borran los restos de una naturaleza humana esencialmente corrompida. Se borran los restos y, paralelamente, se esfuman los rasgos conceptuales que la definen como tal; la proposici¨®n se invierte: la naturaleza humana es inocente. La corrupci¨®n o el angelismo son cualificaciones nuestras, debidas a la ignorancia de la que vamos saliendo a lo largo de un trayecto de siglos en el que las ideas van pasando de confusas a adecuadas, como dir¨ªa Spinoza. El dogma del pecado original -como todo dogma- es un producto de la pereza intelectual, y a su vez genera pereza: en el cielo, en el para¨ªso, en la ciudad de Dios -siempre en un topos exterior- se lograr¨¢ la reconciliaci¨®n del hombre consigo mismo y con la naturaleza, comprender¨¢ las leyes de ¨¦sta, "veremos como somos vistos", el orden social se corresponder¨¢ con la ciudad ideal. En tal exteriorizaci¨®n de su esencia el hombre se vac¨ªa -como vio Feuerbach-, pero, lo que es peor, el hombre abdica: sobre una esencia corrupta no pueden fundarse valores morales ni puede asentarse un orden social valedero. Tal orden se establecer¨¢ -paralelamente- sobre el recurso a una instancia transcendente -Dios, el Estado- y ser¨¢ decidido y vigilado por sus representantes. Con ello la corrupci¨®n presupuesta en el principio se materializa en el fin: todo orden transcendente -cielo, estado, representantes, valores- se trueca en figuras de la corrupci¨®n; los representantes se hacen jerarcas, y los valores, dict¨¢menes; formas, al fin, de la dominaci¨®n. Donde se da una naturaleza corrupta no falta nunca el iluminado que quiera sojuzgarla para salvarla.Por otro lado, si la naturaleza est¨¢ corrompida, su redenci¨®n de alg¨²n modo ha de venir de fuera, y no en forma de m¨¦rito -con el que la naturaleza no guarda proporci¨®n-, sino de gracia, y entonces la instancia transcendente toma los atributos del padre: ?se ha visto alguna vez que el m¨¢s cruel de los dioses -o de los Estados- no adopte formas paternalistas? Pero, adem¨¢s, una naturaleza corrupta genera necesariamente una conciencia culpable -por subrogaci¨®n de los ancestros o de los primeros padres-, conciencia que te?ir¨¢ de culpa todos los actos que de ella procedan. El c¨ªrculo se cierra: la naturaleza corrupta se siente culpable y segrega un orden transcenderite que toma la figura del padre, quien dictamina un orden moral cuyo acatamiento libera de la culpa en forma graciosa, y vuelta a empezar.
La democracia es un rastrillo que intenta borrar las huellas del pecado original. Ni demoniaca ni angelical, la naturaleza es inocente. Que el hombre tienda a devorar al hombre no implica menos inocencia que el que la ara?a devore a la mosca ca¨ªda en la tela. Como ser natural, esta violencia le es impuesta: le es exterior. Pero el lobo humano puede a?adir una ferocidad suplementaria -interior- a la ferocidad natural. La constataci¨®n hist¨®rica de tal suplemento de ferocidad potencial toma la forma mitol¨®gica de pecado original, que -aparte su aceptaci¨®n dentro de un sistema de fe- no es sino una idea confusa, no sometida al tribunal de la raz¨®n, y, al mismo tiempo, sirve de coartada para una voluntad pol¨ªtica d¨¦bil.
Escribe S¨¢bato: "La democracia parte abierta y francamente de la triste idea del hombre como lobo del hombre, y, para colmo, de lobo corrompible; pero sus principios est¨¢n de tal modo pensados, a trav¨¦s de una penosa experiencia de milenios, que la m¨¢s perversa de las criaturas vivientes pueda hacer el menor da?o posible".
Definici¨®n
La democracia s¨®lo es definible negativamente: marco institucional y legal m¨ªnimo para no devorarse; el menos malo de los sistemas pol¨ªticos conocidos, etc... En ella, la libertad se define no por contenidos, sino por l¨ªmites: ingoro que sea mi libertad, s¨®lo s¨¦ que termina donde empieza la de los dem¨¢s. D¨ªgase lo mismo de la moral: no cuelga sus normas de conducta de cielos ontol¨®gicos ni de para¨ªsos perdidos o prometidos; en una palabra, no reconoce vinculaciones exteriores a ella misma. Valores y normas no toman jam¨¢s la forma de contenidos o dict¨¢menes de poderes exteriores, sino que se definen de modo inmanente a ella misma, y de una manera minimista y negativa: como elementos contractuales suficientes para neutralizar la corrupci¨®n o el devoramiento. Lucidez en la b¨²squeda racional de tales mecanismos y valent¨ªa en la acci¨®n definen la actuaci¨®n de la democracia como sistema adulto que se ha desprendido del infantil recurso a instancias paternales. La ¨¦tica democr¨¢tica es una ¨¦tica minimista que, al mismo tiempo, no quiere descargarse de la responsabilidad de buscar sus propias normas arroj¨¢ndola en ajenas espaldas; tampoco quiere correr el riesgo de regirse por normas y valores transcendentes, densos de contenido imaginario y fr¨¢giles por ausencia de control social o por su f¨¢cil complicidad con sentimientos corrosivos como el de culpabilidad que fe
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cunda el humus dial¨¦ctico del amo y el esclavo. Desconf¨ªa de los valores gruesos y de las sonoras palabras que los, designan; a lo m¨¢s, los traduce -los reduce- a su prosa de andar por casa, hecha de pocas y ajustadas palabras: respeto, convivencia, juego limpio. Toda ¨¦tica maximalista esconde bajo sus hopalandas el l¨¢tigo (le un potencial tirano.
En la democracia, la instancia normativa no es ni siquiera un et¨¦reo preferidor nacional, sino su propia racionalidad ejercida como di¨¢logo, acuerdos, estipulaciones legales, y contrastada por su operatividad en la praxis social. "El voto de la mayor¨ªa", se dice, "jam¨¢s podr¨¢ hacer buena una acci¨®n intr¨ªnsecamente mala". Esta afirmaci¨®n ser¨ªa incontestable si lo fuera la presuposici¨®n en que se funda: que la naturaleza humana est¨¢ lo suficientemente corrompida como para aprobar semejante acci¨®n: no es f¨¢cil borrar la sombra del pecado original. Por eso, la democracia es un acto de fe en lo que Agnes Heller denomina 1a sustancia inconmovible del hombre", y que Malraux gustaba denominar "la condici¨®n humana": la del prisionero de guerra que da su propia c¨¢psula de cianuro al compa?ero, aterrado ante la inminencia de ser arrojado por el enemigo como combustible a la m¨¢quina del tren, asumiendo ¨¦l este tr¨¢gico fin.
Pero la democracia jam¨¢s ser¨¢ un mecanismo tan perfecto que evite la corrupci¨®n. Ese resto inevitable ser¨¢ suficiente para que la sombra del pecado original reaparezca a los ojos de los nost¨¢lgicos: las "corruptas democracias" ser¨¢n el pretexto para pretender fundar un orden autoritario sobre la corrupci¨®n de la naturaleza. ?Curiosa inversi¨®n ling¨¹¨ªstica! S¨®lo sobre una naturaleza humillada conceptualmente puede instaurarse un sistema de dominaci¨®n, y viceversa: un sistema de dominaci¨®n del hombre por el hombre.necesita la justificaci¨®n conceptual de una naturaleza corrompida.
Una democracia, de por s¨ª, no admite en su seno sacerdotes, porque no hay sentimientos que deban ser absueltos ni mediaciones que establecer con lo transcendente. En una democracia hay faltas, transgresiones que un juez sanciona. La ley infringida no es un mandato, sino un acuerdo roto.
La democracia cobija al enemigo en propia casa, porque sus fugas de corrupci¨®n pueden ser universalizadas por los d¨¦biles: toda democracia es corrupta para quien la naturaleza humana es corrupta; la sombra del gran inquisidor, de Dostoiewsky sobrevuela sus predios. El cansancio de la responsabilidad largamente mantenida; la debilidad, que abandona la capacidad de decisi¨®n y de acci¨®n en una instancia siempre paternal y tir¨¢nica; la melancol¨ªa que todo ordenamiento racional concita con su derribo de mitos, rituales y s¨ªmbolos que falsamente arropaban la vida; el nunca expurgado sentimiento de orfandad que los hermanos experimentan ante la ley -espectro sin rostro del padre ausente-; la nostalgia de ¨¦ste, en una palabra: he aqu¨ª el enemigo dom¨¦stico de la democracia y de la ilustraci¨®n.
Se dice que la democracia exige un largo aprendizaje; esto no es cierto si de la democracia formal se trata: no se necesita mucho aprendizaje para cubrir el camino que va de la casa a la urna, a la asamblea de barrio o la reuni¨®n sindical; s¨ª lo es, si se trata de llenar las articulaciones con valores morales colectivamente sancionados, con mitos, rituales y fiestas ordinariamente rescatados a una tradici¨®n largamente sepultada. Todo ello se lleva su tiempo, su largo tiempo, durante el cual la democracia es fr¨¢gil y corre peligro. Sin olvidar que esa fragilidad es la del ni?o que nunca dejamos de ser, al que no nos acostumbramos a ver nacido sin pecado e invocando el nombre del padre.
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