Las esposas felices se suicidan a las seis
A veces me entretengo en el supermercado observando a las amas de casa que vacilan frente a los estantes mientras deciden qu¨¦ comprar, las veo vagar con su carrito por los laberintos de art¨ªculos expuestos a su curiosidad, y siempre me pregunto, al final del examen, cu¨¢l de ellas es la que se va a suicidar ese d¨ªa a las seis de la tarde. Esta mala costumbre me viene de un estudio m¨¦dico del cual me habl¨® hace algunos a?os una buena amiga, y seg¨²n el cual las mujeres m¨¢s felices de las democracias occidentales, al cabo de una vida fecunda de matriarcas evang¨¦licas, despu¨¦s de haber ayudado a sus maridos a salir del pantano y de formar a sus hijos con pulso duro y coraz¨®n tierno, terminan por suicidarse cuando todas las dificultades parec¨ªan superadas y deber¨ªan navegar en las ci¨¦nagas apacibles de su oto?o. La mayor¨ªa de ellas, seg¨²n las estad¨ªsticas, se suicidan al atardecer.Se ha escrito desde siempre sobre la condici¨®n de la mujer, sobre el misterio de su naturaleza, y es dif¨ªcil saber cu¨¢les han sido los juicios m¨¢s certero. Recuerdo uno feroz, a cuyo autor no quiero denunciar aqu¨ª porque es alguien a quien admiro mucho y temo librarlo a las furias de las lectoras eventuales de esta nota. Dice as¨ª la frase: "Las mujeres no desean m¨¢s que el calor de un hogar y el amparo de un techo. Viven en el temor de la cat¨¢strofe y ninguna seguridad es bastante segura para ellas y a sus ojos el porvenir no es s¨®lo inseguro, sino catastr¨®fico. Para luchas por adelantado contra esos males desconocidos no hay enga?o al que no recurran, no hay rapacidad de la que no se sirvan, y no hay ning¨²n placer ni ilusi¨®n que no combatan. Si la civilizaci¨®n hubiera estado en manos de las mujeres, seguir¨ªamos viviendo en las cuevas de los montes, y la inventiva de los hombres habr¨ªa cesado con la conquista del fuego. Todo lo que piden a la caverna, m¨¢s all¨¢ del abrigo, es que sea un grado m¨¢s ostentosa que la del vecino. Todo lo que piden para la seguridad de los hijos es que est¨¦n seguros en una cueva semejante a la suya". Por los tiempos en que conoc¨ª esta frase, declar¨¦ en una entrevista: "Todos los hombres son impotentes". Muchos amigos y, sobre todo, algunos que no lo eran, no pudieron reprimir sus ¨ªmpetus machistas y me replicaron con denuestos p¨²blicos y privados que podr¨¢n resumirse en uno solo: "El ladr¨®n juzga por su condici¨®n". Pienso ahora que, tanto en la frase sobre las mujeres como en la m¨ªa sobre los hombres, lo ¨²nico reprochable es la exageraci¨®n. No hay duda: todos los hombres somos impotentes cuando menos lo esperamos y, sobre todo, cuando menos lo queremos, porque nos han ense?ado que las mujeres esperan de nosotros mucho m¨¢s de lo que somos capaces, y ese fantasma, a la hora de la verdad, inhibe a los humildes y conturba a los arrogantes. En la frase sobre las mujeres, que en realidad fue atribuida a las del imperio romano, falta se?alar el horror de esa condici¨®n que en nuestros tiempos conduce a tantas amas de casa a tomarse el frasco de somn¨ªferos, uno detr¨¢s del otro, y mejor si es con un vaso de alcohol, a las seis de la tarde.
No hay nada m¨¢s dif¨ªcil, m¨¢s est¨¦ril y empobrecedor que la log¨ªstica de la casa. Una de las cosas que mas me intrigan, y que m¨¢s admiro en est¨¦ mundo, es c¨®mo hacen las mujeres para que nunca falte el papel, en los ba?os. Calcular por metros enrollados una necesidad cotidiana que es la m¨¢s ¨ªntima, la menos previsible y la m¨¢s inveterada de cada miembro de la familia, requiere no s¨®lo un instinto especial, sino un talento administrativo digno de mejor causa. Si no las admirara tanto por tantos motivos, como creo haberlo establecido en mis libros, me bastar¨ªa con esa virtud para admirar tanto a las mujeres. Creo que muy pocos hombres ser¨ªan capaces de mantener el orden de la casa con tanta naturalidad y eficacia, y yo no lo har¨ªa por ning¨²n dinero ni ninguna raz¨®n de este mundo.
En esa log¨ªstica dom¨¦stica est¨¢ el lado oculto de la historia que no suelen ver los historiadores. Para no ir muy lejos, he cre¨ªdo siempre que las guerras civiles de Colombia en el siglo pasado no hubieran sido posibles sin la disponibilidad de: las mujeres para quedarse sosteniendo el mundo en la casa. Los hombres se echaban la escopeta al hombro, sin m¨¢s vueltas, y se iban a la aventura. No tomaban ninguna providencia para la vida de la familia mientras ellos estuvieran ausentes, y menos ante la posibilidad de su muerte. Mi abuela me contaba que mi abuelo, siendo muy joven, se fue con las tropas del general Rafael Uribe Uribe, y no volvi¨® a saber de ¨¦l durante casi un a?o. Una madrugada tocaron a la ventana de su dormitorio, y una voz que nunca identific¨®, le dijo: "Tranquilina, si quieres ver a Nicol¨¢s, as¨®mate ahora mismo". Ella, que entonces era joven y muy bella, abri¨® la ventana en el instante y s¨®lo alcanz¨® a ver el polvo de la cabalgata que acababa de pasar y en la cual, en efecto, iba el marido, que ni siquiera alcanz¨® a distinguir. Mujeres como ella criaban solas a sus hijos, los hac¨ªan hombres para otras mujeres que ser¨ªan tambi¨¦n hero¨ªnas invisibles de otras guerras futuras, y hac¨ªan mujeres a las hijas para otros maridos guerreros que ni siquiera estaban escritos en las l¨ªneas de sus manos, y sosten¨ªan la casa en hombros hasta que el hombre volv¨ªa. C¨®mo lo hicieron, con qu¨¦ ideales y con qu¨¦ recursos, es algo que no se encuentra en nuestros textos de historia escritos por los hombres. En realidad, en toda la historia de la polvorienta y mojigata Academia de la Historia de Colombia s¨®lo ha habido una mujer. Est¨¢ all¨ª desde hace apenas poco m¨¢s de un a?o, y tengo motivos para creer que vive intimidada por la gazmo?er¨ªa de sus compa?eros de gloria.
La explicaci¨®n de que las mujeres sometidas a su condici¨®n actual de amas de casa terminen por suicidarse a las seis de la tarde, no es tan misteriosa como podr¨ªa parecer. Ellas, que en otros tiempos fueron bellas, se hab¨ªan casado muy j¨®venes con hombres emprendedores y capaces que apenas empezaban su carrera. Eran laboriosas, tenaces, leales, y empe?aron lo mejor de ellas mismas en sacar adelante al marido con una mano, mientras que con la otra criaban a los hijos con una devoci¨®n que ni ellas mismas apreciaron como un milagro de cada d¨ªa. "Llevaban", como tantas veces he o¨ªdo decir a mi madre, "todo el peso de la casa encima". Tal como lo hac¨ªan sus abuelas en otras tantas guerra s olvidadas. Sin embargo, aquel hero¨ªsmo secreto, por agotador e ingrato que fuera, era para ellas una justificaci¨®n de sus vidas. Lo fue menos muchos a?os despu¨¦s, cuando el marido que acabaron de criar logr¨® una posici¨®n profesional y empez¨® a cosechar solo los frutos del esfuerzo com¨²n, y lo fue mucho menos cuando los hijos acabaron de crecer y se fueron de la casa. Aqu¨¦l fue el principio de un gran vac¨ªo, que no era todav¨ªa irremediable porque dejaba una grieta de alivio en el trabajo m¨¢s aburrido del mundo: los oficios de la casa, con los cuales las perfectas casadas solitarias sobrellevaban las horas de la ma?ana. Todav¨ªa no com¨ªan solas si el marido llamaba en el ¨²ltimo momento para decir que no lo esperaran a almorzar: algunas amigas en iguales condiciones estaban ansiosas de acompa?arlas. No obstante, despu¨¦s de la siesta est¨¦ril, de la peluquer¨ªa obsesiva, de las novelas de televisi¨®n o los telefonemas interminables, s¨®lo quedaba en el porvenir el abismo de las seis de la tarde. A esa hora, o bien se consegu¨ªan un amante de entrada por salida, de aquellos que ni siquiera tienen tiempo de quitarse los zapatos, o se tomaban de un golpe todo el frasco de somn¨ªferos. Muchas, las que hab¨ªan sido m¨¢s dignas, hac¨ªan ambas cosas.
El comentario de los amigos ser¨ªa siempre el mismo: "?Qu¨¦ raro!, si ten¨ªa todo para ser feliz". Mi impresi¨®n personal es que esas esposas felices s¨®lo lo fueron, en realidad, cuando ten¨ªan muy poco para serlo.
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