Retrato de un ecologista
Comenc¨¦ a interesarme por la naturaleza vegetal aquel d¨ªa en que mi amigo se tir¨® por la ventana de un sexto piso llev¨¢ndose por delante las sucesivas coladas de la vecindad hasta caer, sano y salvo, de nalgas contra una carbonera del patio interior. Algunas horas despu¨¦s el suicida frustrado, mientras pon¨ªa un tobillo a remojo en un lebrillo, me cont¨® una bella historia. Dijo que en el trayecto de bajada, a la altura de la tercera planta, hab¨ªa tenido un calambre luminoso en la nuca, en cuyo seno hab¨ªa divisado, durante una micra de viaje, el ej¨¦rcito de Atila acampado bajo unos olmos, comiendo habas secas, germen de trigo y pasas de moscatel al pie de los caballos, a las puertas de Roma. Fue un rel¨¢mpago.-Los vi felices, desnudos, con la dentadura resplandeciente, en una extensi¨®n de flores.
-?Era Atila de verdad?
-A tres segundos de la muerte uno no se equivoca. De ni?o le¨ª que los soldados de Atila eran vegetarianos.
La visi¨®n de un suicida en el aire puede ser m¨¢s cient¨ªfica que la de un erudito. Resulta que Atila era un ecologista y bajo sus pies la hierba se convert¨ªa en pienso compuesto para la caballer¨ªa. Ante aquella imagen de guerreros nudistas en un prado de dalias mi amigo sinti¨® un vah¨ªdo de est¨¦tica y entonces cay¨® sentado en la carbonera envuelto en cuerdas de tendedero. Hoy este
sujeto est¨¢ de predicador al frente de un herbolario, piensa montar una granja biol¨®gica, aunque de momento vende galletas de r¨¦gimen, pan alem¨¢n y cualquier clase de hierba salvaje, como cardo santo, corazoncillo, centauro mayor, yemas de pino, tr¨¦bol de agua, ajedrea y valeriana. Tiene un rernedio para cada caso. El c¨¢ncer se va con un choque de cebolla, el infarto se disuelve con zumo de ajo, y as¨ª todo seguido hasta el insomnio, el reuma, el estre?imiento y las quebraduras. Pero su especialidad es la dieta. de Atila: habas secas, germen de trigo y pasas de moscatel en cucuruchos de papel de estraza que regala con un pliego de consejos a cuantos sienten la tentaci¨®n de saltar la tapia desde el sexto piso.
Bigote de remero del Volga, panfleto en el forro...
A este herbolario acuden ahora j¨®venes muy espirituales que hacen tertulia acerca del caldo de amapolas, de las propiedades de la fr¨¢ngula para el ri?¨®n o del inter¨¦s del salvado en el intestino grueso. Son charlas religiosas en las que la m¨ªstica se mezcla con la fisiolog¨ªa, Dios y la funci¨®n del h¨ªgado, el amor y la grasa, la belleza en s¨ª misma y el m¨¦todo para defecar que usan los bramanes de la India. El herbolario del ex suicida es como una sacrist¨ªa con olor a forraje, donde se expende una santidad huertana en bolsas, a precios casi prohibitivos. Este amigo no ha sido siempre as¨ª.
Lo conoc¨ª hacia la mitad de los a?os sesenta, cuando gastaba un bigote de remero del Volga que era sobradamente familiar para la Brigada Social, y entonces siempre andaba con un panfleto en el forro de la chaqueta, una pastoral censurada, un manifiesto de los metal¨²rgicos o un mazo de octavillas con el anuncio de la huelga. En la universidad era de los que arrojaban tazas de retrete desde el aula de Qu¨ªmica Org¨¢nica contra los cascos de la polic¨ªa. En aquel tiempo los turistas comenzaban a mear dentro del Mediterr¨¢neo, vert¨ªan ya los posos de sangr¨ªa en la arena y los excrementos del neocapitalismo estaban diezmando playas, r¨ªos, vaguadas y suaves alcores. Pero ¨¦l no reparaba en eso. M¨¢s bien viv¨ªa pendiente de la hora exacta en que se iba a producir el salto en la calle, el encierro en una iglesia o la sentada en clase. Te llamaba por tel¨¦fono para darte la consigna siempre en el instante preciso.
-Esta tarde, a las siete en punto, a la salida del metro de Noviciado.
-Vale.
-No te fies de los barbudos que llevan Triunfo debajo del brazo. Son polic¨ªas.
Conservo todav¨ªa su imagen iluminada por los gases lacrim¨®genos. El tipo se bat¨ªa bien, ten¨ªa reflejos y en el ¨²ltimo momento lograba escabullirse del fregado de vergas cuando la caballer¨ªa rusticana cargaba contra la manifestaci¨®n. Pero un d¨ªa fue cazado en la alcantarilla junto con diecinueve conspiradores m¨¢s y se vio con los huesos en los s¨®tanos de la Direcci¨®n General de Seguridad, donde permaneci¨® tres d¨ªas sin cantar, aunque le ense?¨® a silbar La Internacional en la celda a un proxeneta. Eso era exactamente entonces: un proselitista del partido, que presum¨ªa de que su hijo de veinte meses ya sab¨ªa levantar el pu?ito sonrosado.
-Cuchi, cuchi, ?y t¨² qu¨¦ ser¨¢s de mayor?
-A fu fa, ba ba.
-?Lo hab¨¦is o¨ªdo? Ha dicho rojo. Ha dicho rojo.
Mientras tanto, las ballenas eran pescadas a ca?onazos, a las focas se las degollaba con garfios, los pol¨ªticos del sistema abat¨ªan ciervos junto al pesebre, y en las cacer¨ªas de negocios se disparaba por igual contra todo lo que se moviera: perdices, conejos y ampliaciones de capital. El Mediterr¨¢neo comenzaba a dar se?ales de ser un mar muerto. Pieles de pl¨¢stico flotaban en el caldo f¨²nebre y una luz de harina lo pon¨ªa todo en evidencia: envases con residuos de pollo, peces con la tripa llena de petr¨®leo, espumosos orines que fueron refrescos multinacionales, preservativos inflados como globos de cumplea?os, diarreas de veraneante endurecidas por el salitre; todo partido por el rugido de las canoas.
La silla de enea, la rueca de bisabuela
Mi amigo com¨ªa jam¨®n, salchichas con coca-cola y le¨ªa Mundo Obrero amenizado con copazos de cazalla de noventa grados. Odiaba m¨¢s que nada a los hippies. Sencillamente, no era l¨ªcito que los obreros se jugaran la piel luchando contra la dictadura de Franco al tiempo que unos se?oritos llenos de piojos se dedicaban a tocar el caramillo bajo las higueras, vestidos de apache, con barbita de Coraz¨®n de Jes¨²s y cola de caballo. Si un d¨ªa llegara la revoluci¨®n, esa chusma tambi¨¦n ir¨ªa al caldero.
Cuando la vida de Franco a¨²n no hab¨ªa entrado en agujas, la moda de los intelectuales m¨¢s finos consist¨ªa en sentarse en sillas de enea y en, adornar el recibidor con una rueca de bisabuela, con una plancha de carb¨®n llena de cardos secos y con un molinillo de caf¨¦. Esos eran entonces los detalles ecol¨®gicos, que los audaces llevaban al extremo de alquilar una casa de pueblo a cien kil¨®metros de la Puerta del Sol para poner el fondo de Seix Barral en el establo del pollino. All¨ª hac¨ªan intimidad con un viejo sentencioso que ten¨ªa la espalda contra una solana rom¨¢nica y fumaba calique?o bajo la boina. La pared encalada comenzaba a llevarse mucho y los intelectuales del tiempo le encargaban a un alba?il represaliado por el sindicato vertical una biblioteca de mamposter¨ªa donde se pod¨ªa ver el Anti-D¨¹hring, de Engels, y la Est¨¦tica, de Luk¨¢cs, separados por un porr¨®n de vidrio.
-?Quieres un whisky?
-Gracias.
-S¨ªrvete t¨² mismo. La botella est¨¢ en el sagrario. Tira del angelito.
-Es curioso.
-Este sagrario se lo compr¨¦ a un anticuario de Ar¨¦valo. Quince mil pesetas. Es del siglo XVII. El hielo lo tienes ah¨ª.
-?D¨®nde?
-En ese yelmo de tercio de Flandes. Es del siglo XVI.
El no era as¨ª. Mi amigo trabajaba de qu¨ªmico en unos laboratorios y los domingos regalaba medicinas en aquel hotelito de la sierra donde acud¨ªa a pasar el fin de semana una pandilla de progresistas dentro de las normas de consumo peque?o burgu¨¦s, en los estertores del franquismo. Era el reinado del Simca. Y los papeles de crocanti, las pieles de pl¨¢tano y los huesos de chuleta
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a¨²n se pod¨ªan dejar sobre la hierba despu¨¦s del almuerzo campestre sin que nadie te recordara la consigna de televisi¨®n, esa bobada de que el campo es de todos.
Aquellos progresistas de pantal¨®n de pana los domingos de Miraflores no recog¨ªan los desperdicios de la sobremesa, pero lavaban el Simca a conciencia con agua pur¨ªsima de monta?a. El coche era el t¨®tem. All¨ª se hablaba mucho de cilindros y de obreros torturados, de platinos, delcos, carburadores y de registros polic¨ªacos a domicilio. Y de paso se iniciaba t¨ªmidamente el intercambio de parejas. En el grupo hab¨ªa socialistas de v¨ªa chilerta, trotskistas er¨®ticos, eurocomunistas salidos, socialdem¨®cratas ligones, estalinistas mis¨®ginos y otros que cre¨ªan que la reconciliaci¨®n nacional consist¨ªa en meter mano. Pero mi amigo era un rojo puro, no color campari con quisquillas, sino de una tonalidad sangre de toro. Se molestaba mucho cuando ve¨ªa a un camarada d¨¢ndose el pico con la legitima de otro al comp¨¢s de una cosa de Adamo.
Escenas de celo ib¨¦rico
Aquel intercambio de parejas no era nada ecologista. Era m¨¢s bien una moda industrial, importada de o¨ªdas desde California, algo que sal¨ªa en las revistas serias en ingl¨¦s con una connotaci¨®n sociol¨®gica. Pero aqu¨ª suced¨ªa que entre ellos se enamoriscaban, se sent¨ªan modernos y a la vez desarrollaban escenas de celo ib¨¦rico, y al final la fea y el t¨ªo plasta se quedaban sin catar nada, como siempre.
-Oye, no se¨¢is as¨ª. Dadle al menos un beso a la dentona.
-Qu¨¦ horror.
-La chica est¨¢ liberada. No escurr¨¢is e bulto.
-A ¨¦sa, que se la beneficie un pez.
En aquellas sesiones er¨®ticas se ve¨ªa en un rinc¨®n a un marido desahuciado, muy manazas para el amor, leyendo un libro sobre las cruzadas, ya la casada dentona bostezando en otro sof¨¢, mientras los dem¨¢s coqueteaban con la mujer de otro y los m¨¢s rudos comet¨ªan medio adulterio detr¨¢s de una cortina. Entonces llegaba mi amigo con el panfleto caliente, recompon¨ªa aquella frivolidad californiana y se empe?aba en hablar de la realidad objetiva.
-Ma?ana hay encierro en San Gin¨¦s.
-?De qu¨¦ se trata ahora?
-De los represaliados de la Perkins.
-?Hay que llevar merienda?
-Nada. C¨®ctel molotov y misal.
All¨ª mismo el camarada comenzaba a pedir limosna para los presos pol¨ªticos. El objetivo era llevarle una ensaimada a Marceli no Camacho a la c¨¢rcel de Carabanchel unos turrones a S¨¢nchez Montero y sobrasadas para la tropa. As¨ª estaban las cosas. Cuando el general Franco hizo la primera flebitis y mi amigo escond¨ªa a clandestinos del exilio franc¨¦s en las buhardillas, una nueva juventud se hab¨ªa instalado en las plazoletas. Aparecieron los primeros pasotas, los primeros profetas orientales, se estrenaban otras vibraciones, llegaban las tribus adolecentes con la onda ecologista Ven¨ªan con macutos de ap¨¢trida, con chalecos de vaquero, tocando una flauta de indio peruano. Ellas tra¨ªan polvo de estrellas en los p¨®mulos, batas de seda transparente y medias de lana con franjas de colorines. Compraban virutas de incienso en el Rastro, se perfumaban con pachul¨ª y cantaban baladas acerca de la bondad universal. Las f¨¢bricas vert¨ªan residuos venenosos en r¨ªos trucheros, las centrales at¨®micas elevaban los mazacotes sobre el paisaje con una sombra de cemento, donde la ovejita Lucera del t¨ªo Felipe com¨ªa tomillo radiactivo. Pero los obreros estaban m¨¢s contaminados a¨²n por el cabreo y a la revoluci¨®n se la ve¨ªa asomada a una ventana de Vallecas. Ma?ana hab¨ªa jornada de lucha. Mi amigo se pon¨ªa una zamarra acolchada y acud¨ªa a la obra.
As¨ª fue c¨®mo muri¨® Franco. En el coraz¨®n de la nueva juventud hab¨ªa valles h¨²medos, r¨ªos navegables, llanuras de esmeralda donde pastaban vacas rubias de ojos verdes. La espiritualidad m¨¢s avanzada consist¨ªa en sentir la animaci¨®n de los insectos, ensimismarse con las lagartijas, contemplar las mariposas destelladas de lumbre, las moscas hermanas volando, oler el espliego abrasado por el primer sol. Pero en Atocha hab¨ªa refriega con la polic¨ªa. Era el ensayo general con todo. Y mi amigo estaba all¨ª, bajo los botes de humo. La punta de la est¨¦tica se alimentaba con miel de romero. Por las calles de la ciudad se ve¨ªan ya los primeros gimnastas con ch¨¢ndal, que corr¨ªan, cosa extra?a, sin que les persiguiera nadie; los artistas cotizados se hab¨ªan refugiado en un molino y los evangelistas m¨¢s pobres com¨ªan higos chumbos en taparrabos, trepaban como ardillas hasta la ¨²ltima almendra del almendro y dorm¨ªan en chozos de pastor o en alquer¨ªas derruidas con aljibe, le¨ªan a Krisnamurti a la luz de un carburo que abrasaba pesta?as y mosquitos.
Y as¨ª pas¨® lo que pas¨®. El rinoceronte del franquismo, malherido, emprendi¨® la huida hacia adelante y se refugi¨® en la espesura de la democracia. Mi amigo qued¨® desmarcado. No as¨ª sus camaradas de c¨¦lula ni los componentes de aquella feliz camada progresista de Miraflores. Unos han sido concejales comunistas, otros han salido diputados socialistas, unos son directores generales centristas, otros est¨¢n de catedr¨¢ticos en la universidad, o ejercen la medicina con ¨¦xito, o rigen un bufete famoso, o se sientan en el despacho principal de una empresa. En cambio, a aquel luchador rojo un expediente de crisis lo dej¨® sulfatado a la puerta del laboratorio farmac¨¦utico. De pronto, se vio en la calle, y desde la acera asisti¨® a las primeras festividades de la libertad, con un gozo ¨ªntimo, pero con la mosca en la oreja. Y llegado el momento vot¨®.
La felicidad estaba abajo
Un d¨ªa de democracia lo encontr¨¦ en una esquina, pr¨¢cticamente ya sin culo, arrastrando los mocasines, con un malet¨ªn de muestras en la mano. El tipo era corredor de productos farmac¨¦uticos y su gracia consist¨ªa en visitar cada jornada cuatro sanatorios y veinte consultas de una tacada, para ofrecer p¨ªldoras, grageas, polvos, jarabes, a comisi¨®n sobre pedido. Me habl¨® del desencanto, del consenso, de una jaqueca, de que no ve¨ªa a ninguno de los viejos camaradas A¨²n tuvo humor para burlarse de un sujeto que pas¨® por delante, en calzones, jadeando, uno de esos atletas de asfalto. Luego desapareci¨® con el muestrario, hasta que, una tarde, son¨® el tel¨¦fono:
-Que Anto?ito se ha tirado desde un sexto piso.
-?Se ha matado?
-No del todo.
Fui a casa a verle. Me lo encontr¨¦ sentado en una mecedora con un tobillo a remojo dentro de un lebrillo con agua salada. Y en seguida me hizo part¨ªcipe de su conversi¨®n. Se hab¨ªa asomado a la ventana y, de pronto, el patio interior le pareci¨® sumamente atractivo. Una especie de voz aqu¨ª, en el cogote, le dijo que la felicidad estaba abajo. No lo pens¨® m¨¢s. Dej¨® el cigarrillo a medias en el alf¨¦izar y se arroj¨® en plancha. Saulo tuvo que caerse del caballo. El necesit¨® la altura de una sexta planta. Y en el trayecto de bajada tuvo la visi¨®n.
-Te juro que vi a Atila desnudo.
-?C¨®mo era?
-Rubio. Estaba comiendo habas secas, germen de trigo y pasas de moscatel en un prado de flores. Me sonri¨® con una dentadura muy blanca.
-Has tenido suerte.
-Me han salvado las cuerdas del tendedero. A mitad de camino estaba arrepentido. Pens¨¦ que, si me libraba de la muerte, me har¨ªa vegetariano, ecologista, como Atila.
Nuevo apostolado
Anto?ito cumpli¨® la promesa, y despu¨¦s de cuarenta d¨ªas de meditaci¨®n ventral con el tobillo azul, se dedic¨® al nuevo apostolado. Se compr¨® un ch¨¢ndal y comenz¨® a correr entre la cementera de Azca a la hora m¨¢s procaz del d¨ªa. Dej¨® de fumar, alquil¨® una bicicleta y sigui¨® una novena de purificaci¨®n en el parque del Retiro. La qu¨ªmica, la medicina cient¨ªfica, la carne y la pol¨ªtica le. arquean el diafragma. Cogi¨® el traspaso de un herbolario y all¨ª ha instaurado la nueva religi¨®n. Ya no sabe qui¨¦n es Carrillo.
Se levanta a las nueve de la ma?ana, y antes que nada, despierta el alma con una sesi¨®n de yoga t¨¢ntrico. Se pone cara a la ventana de su antiguo suicidio y aspira con un m¨¦todo del Tibet el prana matinal que Dios le env¨ªa por el aire del patio interior. Despu¨¦s toma una infusi¨®n de hierbas salvajes, bardana, hiedra trepadora, zarzaparrilla y salvia. Se pone el ch¨¢ndal y sale despepitado, dando cuatro kil¨®metros de zancadas hasta la tienda. All¨ª come galletas de trigo duro con granos de an¨ªs y predica la armon¨ªa pante¨ªsta a los clientes. Ense?a a defecar en cuclilIas, seg¨²n las reglas de los bramanes; da consejos de semillas, recomienda que la gente se emparede con arcilla ante cualquier dolor y ¨¦l mismo se ofrece de cobayo para cualquier nuevo potingue. La espiritualidad le ha dejado la cara de bambi feliz a los cuarenta a?os. Por la tarde pasea en bicicleta por el parque, y a cada hora de reloj se detiene, abre el zurr¨®n, pega un boca do de frutos secos y respira profundamente, despu¨¦s de masticar cincuenta veces justas. Ni una m¨¢s ni una menos.
Pero ¨¦l sue?a con montar una granja biol¨®gica, donde todo sea natural o hecho a mano, para compartir con Atila una silla de enea, el zumbido solar de las moscas, el perfume silvestre que te lija el fondo de la nariz y una buena sopa de amapolas. Habr¨¢ que ver a Atila, recostado contra el horizonte, comiendo un filete de espinacas.
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