El crimen del Domingo de Ramos Hell¨ªn, obra de los 'fantasmas de la guerra'
El psiquiatra del Tel¨¦fono de la Esperanza recibi¨® a los hijos de Francisco Armillas, el pac¨ªfico vecino de Hell¨ªn que hab¨ªa tratado de matar a toda su familia en un arrebato de locura, y les explic¨® las claves de la tragedia. Al parecer, en el interior de la mente del parricida conviv¨ªan dos personas completamente distintas: una era Quico el Palomista, un hombre sencillo, apacible y prudente. La otra era un ser agobiado por una profund¨ªsima, obsesi¨®n destructiva: seg¨²n este segundo hombre, el mundo iba irremediablemente hacia la guerra, hacia la cat¨¢strofe y, en esas condiciones, la muerte era, m¨¢s que una desgracia, una soluci¨®n. "Ha sido como si oyera unas voces en su interior; como si un desconocido le hubiese dado una orden". Este segundo hombre hab¨ªa sido el verdadero autor del crimen.
Parec¨ªa ser el grito de un ni?o. Eran las 9,10 de la ma?ana; quer¨ªa decirse que faltaban cincuenta minutos para la procesi¨®n del domingo de Ramos, mucho tiempo para pensar que alguien se hubiese adelantado a escenificar la pasi¨®n y muerte. El s¨¢bado, Miguel Angel Armillas, de seis a?os, y todos los otros alumnos de Primero de Educaci¨®n General B¨¢sica del colegio estatal Mart¨ªnez Parras hab¨ªan preparado sus palmas, palmas secas y ¨¢giles, tra¨ªdas desde los palmerales de Elche. S¨®lo quedaba esperar a ma?ana y salir a buscar a la iglesia el paso de la burrica o, como sol¨ªa decir don Francisco Sanjos¨¦, el p¨¢rroco-arcipreste, la representaci¨®n de la entrada de Jes¨²s en Jesusal¨¦n.
Aquejado de la impaciencia de las grandes noches, Miguel Angel anunci¨® a su abuela materna que la despertar¨ªa muy pronto, "A las ocho y media de la ma?ana, ag¨¹ela", para llegar con tiempo a la parroquia. Mal que bien, la abuela pudo negociar media hora de retraso con su nieto, "Antes de las nueve, de ninguna manera, ni?o", y a las nueve y pico los dos sal¨ªan de sus alcobas de la planta primera o planta alta, de la casita blancaazulada-gris¨¢cea de la calle de N¨²?ez, 2, casi esquina a Correos.
Movido por una extra?a disciplina ceremonial desconocida hasta entonces, el padre de familia, Francisco, de 48 a?os, tambi¨¦n hab¨ªa despertado a sus dos hijos mayores, Benigno, de dieciocho, y Paco, de diecis¨¦is, a las nueve de la ma?ana, y estaba en la planta baja o, mejor dicho, en la cocina. Mar¨ªa Engracia, de once a?os, ya iba y ven¨ªa por la casa como de costumbre, y Mar¨ªa Alicia, de once meses, la m¨¢s peque?a, estar¨ªa despert¨¢ndose a su aire. Casi a las 9,10, Miguel Angel y su abuela bajaban las escaleras.
Vuelven los fantasmas
Entr¨® el ni?o en la cocina; su padre descolg¨® de la tabla un cuchillo de cortar jam¨®n y, bajo el arco que separa la despensa de la cocina, le dio dos pu?aladas, una de ellas en el coraz¨®n; entr¨® Mar¨ªa Engracia, se encontr¨® con todo aquello y en seguida escap¨® hacia la calle corriendo y gritando; entr¨® la abuela, y Francisco no logr¨® clavarle el cuchillo; entr¨® Mar¨ªa, su mujer, y en el forcejeo Francisco le cort¨® los los nervios y tendones de la mano derecha; entr¨® Paco y consigui¨® arrinconarle por un momento; entr¨® Benigno, el hijo mayor, y le dijo a su hermano "P¨¦gale con algo, con una silla o con lo que sea, que va a matarnos a todos" pero Paco no se atrevi¨®; entraron cinco vecinos que hab¨ªan o¨ªdo gritar a un ni?o y apenas pudieron sujetar a Francisco, que se debat¨ªa y golpeaba como un endemoniado A las 9,15, todo hab¨ªa concluido: Miguel Angel estaba muerto, las paredes estaban manchadas de sangre, Francisco segu¨ªa diciendo "Tengo que mataros a todos", la gente abandonaba en cualquier parte sus palmas secas de Elche, y Hell¨ªn se poblaba r¨¢pidamente de los fantasmas innumerables que hab¨ªan salido de la mente de Francisco.
En el entierro, los allegados a la familia Mart¨ªnez-S¨¢nchez no pudieron evitar una asociaci¨®n de hechos: en realidad, la vida de Francisco y la de Miguel Angel, a quien todos consideraban su hijo predilecto, hab¨ªan estado predestinadas a la tragedia desde muy pronto. Al padre de Francisco, que era guardia civil, le mataron en la guerra. Aquellos que durante m¨¢s de cuarenta a?os hab¨ªan estado en posesi¨®n del secreto comenzaban ahora a divulgarlo; unos, evitando los detalles macabros; otros, deteni¨¦ndose precisamente en ellos. El lunes, en el cementerio de Hell¨ªn, se corri¨® la voz de que, en la guerra del 36, al padre de Francisco le hab¨ªan cortado las manos y le hab¨ªan sometido a otras horribles torturas antes de asesinarle. Justamente en aquel instante los desastres de la guerra comenzaron a removerse en el subsuelo: al atardecer, el pueblo volvi¨® a casa encogido, como si los invasores hubiesen profanado algo muerto, pero peligroso, que per manec¨ªa oculto a una profundidad de m¨¢s de cuarenta a?os y, bueno ahora reaparec¨ªa de pronto: el padre, Francisco, se hab¨ªa quedado tr¨¢gicamente hu¨¦rfano y, casi a la misma edad, Miguel Angel, su hijo, hab¨ªa muerto tr¨¢gicamente.
El caso es, dec¨ªan los vecinos que Francisco Mart¨ªnez fue un ni?o perfectamente normal. No era ni expansivo ni violento. Sus amigos y compa?eros de colegio le recuerdan dibujando animales en el aula de don Juan Espinosa, que hasta hace poco hab¨ªa sido una dependencia de Auxilio Social. Sol¨ªa jugar a las bolas con los otros ni?os en la plaza de San Roque y, a?os despu¨¦s, en el equipo de f¨²tbol del barrio junto a Zamorano, El Trompi, Franco y Antenor. Su club favorito era el Athletic de Bilbao. Todos dicen que, dentro de su camiseta verde, nunca dej¨® de sentirse un poco Zarra, un poco Venancio y un poco Ga¨ªnza, en un ben¨¦volo ataque de esquizofrenia.
Sin embargo, el deporte m¨¢s popular en Hell¨ªn no era el f¨²tbol, sino la colombofilia. El d¨ªa de la competici¨®n, los colomb¨®filos sueltan una paloma hembra y, detr¨¢s, los pachones con mejor nota. De terraza en terraza, con ayuda de viseras, prism¨¢ticos y catalejos, los entendidos siguen p¨¢jaramente desde el aire las alternativas de la carrera hasta que el mejor palomo consigue ahuyentar a los competidores y emparejarse con la hembra. Francisco siempre tuvo media docena de buenos pachones, as¨ª que en el pueblo acabaron llam¨¢ndole Quico, El Palomista.
Hace veintisiete anos, se emple¨® como contable en la f¨¢brica de turrones de Jacobo Requena, una de las cuatro grandes industrias locales especializadas en la elaboraci¨®n de dulces y caramelos. Al cabo del tiempo, su hijo Benigno se emplear¨ªa en la misma f¨¢brica como supervisor de una m¨¢quina giratoria para ba?ar anises y peladillas. Todo iba bien.
Hace algo m¨¢s de un a?o, Quico comenz¨® a padecer dolores imaginarios y, por si fuera poco, a sentirse perseguido. Las guerras de Centroam¨¦rica, las grandes cat¨¢strofes y los genocidios le inspiraban una atracci¨®n enfermiza que se transformaba sucesivamente en recelo, en miedo y en p¨¢nico. Seg¨²n en qu¨¦ d¨ªa, se quejaba de dolor de h¨ªgado o se sent¨ªa vigilado por agentes que le acosaban, a trav¨¦s de las esquinas infinitamente pr¨®ximas de Hell¨ªn, hasta la calle de N¨²?ez, 2, llena de z¨®calos brillantes, de canarios y de ni?os junto al arco que separaba la cocina de la despensa, all¨ª estar¨ªa, en todo caso, el muestrario familia de cuchillos, cuchillos de Albacete, cuyas hojas brillan por igual en las tabernitas de las carreteras de La Mancha, en los rincones m¨¢s oscuros de las casas y en la mente de los coleccionistas, y esperan turno para cortar queso y jam¨®n, o simplemente para cortar.
La guerra no ha terminado para Quico El Palomista
Hace aproximadamente un a?o, su hermana, que vive en Elda, le recomend¨® que fuera a ver al psiquiatra. Alg¨²n tiempo despu¨¦s, volv¨ªa con una receta y comenzaba a tomar unas pastillas. Por lo visto, aquel raro mal que convert¨ªa los molinos en gigantes no se desorbitaba, aunque la verdad era que tampoco desaparec¨ªa: los reportajes de televisi¨®n sobre las guerras y conflictos locales segu¨ªan provoc¨¢ndole un des¨¢nimo profundo, y le llevaban despacio, irremediablemente, a la conclusi¨®n de que el mundo estaba condenado a la tragedia. "Vamos a la cat¨¢strofe", dec¨ªa con un des¨¢nimo cerrado, absoluto.
Hace un mes, su familia sospech¨® que hab¨ªa dejado de seguir el tratamiento m¨¦dico. Poco despu¨¦s las sospechas se confirmaron: uno de sus hijos mayores le sorprendi¨® tirando disimuladamente una dosis. Estaba claro que no se medicaba, pero era imposible saber desde cu¨¢ndo.
Hace dos semanas se habl¨® de una inspecci¨®n rutinaria de un cargamento de dulces ya listo para la exportaci¨®n en el muelle de la f¨¢brica. Inesperadamente, Quico El Palomista, el hombre cuyos ¨²nicos leones atacaban en San Mam¨¦s, cogi¨® un cuchillo y comenz¨® a apu?alar los paquetes, probablemente porque no ten¨ªa a mano los odres de vino. Sus companeros se quedaron helados, pero, ?no era aquel hombre el mismo Quico, El Palomista, que evitaba siempre las discusiones diciendo simplemente "Me voy, me voy"? ?Por qu¨¦ demonios se quedaba ahora?.
El viernes de los Dolores, algunos vecinos echaron de menos a Quico en la tamborada. El trueno-plaga-marabunta volvi¨® a escucharse un a?o m¨¢s en muchos kil¨®metros a la redonda, mientras el pueblo, dividido como siempre en largas hileras de tamborileros, avanzaba con un ¨ªntimo fervor guerrero hacia la colina de El Calvario, entre vapores frescos de vino de Jumilla y el aroma familiar del mojete, un revuelto de tomate, cebolla, pimiento, bacalao y huevo duro. El s¨¢bado de Glor¨ªa, poco antes de las once de la noche, Quico se qued¨® fascinado ante el televisor; en Informe Semanal se contaban ominosas noticias sobre las Islas Malvinas. Como siempre en los ¨²ltimos siglos, la Armada Brit¨¢nica calentaba motores en Portsmouth: habr¨ªa un encuentro de flotas en el Atl¨¢ntico.
Rendici¨®n final
En El Salvador, los sucesos segu¨ªan siendo desalentadores: cad¨¢veres mutilados, guerrilla, ej¨¦rcito, guerra civil, pero ?es que la guerra civil, la antigua ceremonia de la mutilaci¨®n, hab¨ªa terminado alguna vez?. A medianoche, todos se fueron a dormir. Sin embargo, ¨¦l prefiri¨® apurar el programa. La pel¨ªcula se titulaba "Buscar y destruir". Como era de esperar, el argumento trataba de un hombre buscaba y destru¨ªa a sus ex compa?eros de armas despu¨¦s de la guerra de Vietnam. ?Despu¨¦s? Las guerras no terminaban nunca. Por eso la muerte era en realidad una puerta de urgencia, una preciosa oportunidad de liberaci¨®n. A las dos de la madrugada, Quico El Palomista ya ten¨ªa un plan.
A las 9,15 del domingo, todo hab¨ªa terminado. En la comisar¨ªa, Quico pidi¨® un confesor. Llamaron a don Francisco. Quico le hizo una revelaci¨®n: "?Sabe, don Francisco, que anoche fui a su casa para confesarme? Fui, pero no vi luz. Pens¨¦ que ya no estar¨ªa usted". Y don Francisco se qued¨® preguntando por qu¨¦ no me llamaste, Quico, por qu¨¦ no me llamaste, y ya no hab¨ªa remedio.
Luego, Quico volvi¨® a reparar en los polic¨ªas. La tragedia los hab¨ªa convertido en infortunados convecinos obligados a ver, a preguntar, a detener. La visi¨®n de los uniformes pareci¨® trastornarle de nuevo. Mir¨® hacia arriba y, en una especie de arrebato m¨ªstico, pronunci¨® una, varias veces, la palabra padre. Quiz¨¢ estar¨ªa refiri¨¦ndose a Dios.
Por fin, entre frases contradictorias y extra?as, dijo una perfectamente comprensible: "Padre, ?qu¨¦ he hecho yo mal? ?Por qu¨¦ me detienen los tuyos?". Cautivo y desarmado, Quico El Palomista fue conducido a Albacete por la Guardia Civil.
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