Esta es la historia, tal como me la contaron
Carlo di Lucca, heredero y presidente de un vasto imperio industrial, no s¨®lo era uno de los hombres m¨¢s influyentes de Italia a los 36 a?os, sino tal vez el m¨¢s elegante y simp¨¢tico. Las fiestas mundanas de Roma o de Mil¨¢n no ten¨ªan sentido sin ¨¦l. Adem¨¢s de ser un conversador brillante en cinco idiomas perfectos, tocaba el piano, la guitarra y el saxof¨®n como un profesional, cantaba y bailaba como si fuera su oficio, y era un piloto experto, un deportista m¨²ltiple, un prestidigitador asombroso y un imitador incre¨ªble de los personajes de moda. A pesar de las agobiadoras solicitudes que lo asediaban, tanto en su trabajo como en la vida social, su matrimonio era arm¨®nico y estable. Su esposa, bella y distinguida, parec¨ªa feliz. Ten¨ªan un hijo ¨²nico, Piero, de ocho a?os.La personalidad de este hombre fascinante hab¨ªa suscitado una inquietud secreta en el coraz¨®n de Silvio Pe?alver, un emigrante latinoamericano, t¨ªmido y muy capaz, que en pocos a?os hab¨ªa logrado una buena posici¨®n en alguna de las empresas menores de Carlo di Lucca. Para Pe?alver, su patr¨®n era el paradigma del hombre feliz, y esa comprobaci¨®n le resultaba intolerable por razones de orden moral que ¨¦l mismo no hubiera podido explicar. Le molestaba sobre todo su doble personalidad: la del trabajo, donde era mezquino y autoritario, y la de su vida p¨²blica, donde su encanto era tan deslumbrante que no parec¨ªa natural, en el curso de una fiesta de los ejecutivos de la empresa, a la cual Pe?alver fue invitado con su esposa por primera vez, ¨¦ste concibi¨® el mal pensamiento de que a Carlo di Lucca le estaba haciendo falta una desgracia, aunque s¨®lo fuera para conocer los l¨ªmites de la felicidad. Sin embargo, fue una idea fugaz que no dej¨® ninguna huella en su coraz¨®n.
Pe?alver estaba encendiendo la motocicleta para volver a su casa, un domingo de primavera, cuando el peque?o Di Lucca apareci¨® por entre los setos. Hab¨ªa estado jugando solo en el inmenso jard¨ªn de su casa, y como ocurr¨ªa con frecuencia, hab¨ªa logrado burlar a su gobernanta y al resto de la servidumbre que se ocupaba de vigilarlo sin sosiego. Fascinado por la motocicleta nueva, el ni?o le pidi¨® a Pe?alver que lo llevara a dar una vuelta, y ¨¦l decidi¨® complacerlo. Antes de arrancar, le hizo poner el casco protector que llevaba siempre para su hijo, y le dio algunas indicaciones de seguridad. El ni?o, acostumbrado al eterno rigor de su casa, las cumpli¨® encantado. Se trataba de una sola vuelta, por supuesto, pero el ni?o insisti¨® en una segunda, y luego en una tercera, cada vez m¨¢s lejos de la casa. De pronto, Pe?alver tom¨® conciencia de que en aquel instante ten¨ªa en sus manos la insoportable felicidad de Carlo di Lucca. Fue una inspiraci¨®n s¨²bita y embriagante. Entonces dio una vuelta completa, sin ning¨²n plan preconcebido, y apret¨® a fondo el acelerador y se alej¨® de la casa. El peque?o Piero cantaba de j¨²bilo.
La primera llamada telef¨®nica la hizo Pe?alver desde una cafeter¨ªa, tapando la bocina con un pa?uelo, como lo hab¨ªa visto hacer en el cine. El mayordomo que contest¨® al tel¨¦fono le inform¨® lo que ya sab¨ªa: Carlo di Lucca hab¨ªa salido una hora antes para el aeropuerto, y su esposa estaba en Holanda. En pocas palabras, Pe?alver le explic¨® entonces al mayordomo que hablaba en nombre de un inexistente movimiento de liberaci¨®n proletaria, que el hijo ¨²nico de Carlo di Lucca estaba en. su poder, y que s¨®lo ser¨ªa liberado mediante el cumplimiento de dos condiciones inapelables: la entrega de cincuenta millones de d¨®lares en efectivo, y la introducci¨®n de una serie de reformas de fondo que les dieran una mayor participaci¨®n a los obreros en el imperio industrial de Carlo di Lucca. La voz era seria y terminante, y el plazo feroz para salvar la vida del peque?o Piero apenas si daba tiempo para pensar: veinticuatro horas. Carlo di Lucca recibi¨® la noticia cuando el avi¨®n de Nueva York acababa de decolar, y lo hizo volver a Roma de inmediato.
La jornada m¨¢s terrible
As¨ª empez¨® la jornada m¨¢s terrible en la vida de aquel hombre acostumbrado a los para¨ªsos artificiales del poder. Para su hijo, en cambio, hab¨ªa de ser un domingo distinto.
En realidad, Pe?alver sab¨ªa hacerse querer de los ni?os, en especial de su hijo, y adem¨¢s conoc¨ªa muy bien todos los lugares de diversi¨®n infantil de la ciudad. No hubo uno al que no llevara al peque?o Piero, que de pronto se sinti¨® liberado de las normas r¨ªgidas y los convencionalismos estrechos de sus vigilantes. Vio una pel¨ªcula de bandidos, comi¨® helados y dulces hasta la saciedad, aprendi¨® a remar en el lago del parque, camin¨® descalzo y hasta se revolc¨® en el barro, y se subi¨® en todos los aparatos de la ciudad mec¨¢nica. Nunca, desde su nacimiento, hab¨ªa experimentado un sentimiento igual de libertad.
Al anochecer, Pe?alver lleg¨® a su apartamento de Parioli con el peque?o Piero, que a¨²n no parec¨ªa fatigado de ser tan feliz. Su mujer y su hijo, que hab¨ªa vivido tambi¨¦n un buen domingo, lo esperaban para cenar. Pe?alver explic¨® la presencia de Piero de la manera m¨¢s simple: el ni?o hab¨ªa querido dormir con ellos, pues sus padres no estar¨ªan en Roma aquella noche, y hab¨ªa sido tanta su insistencia que el propio Carlo di Lucca le hab¨ªa dado el permiso antes de viajar a Nueva York.
Fue una cena muy divertida. El ni?o de Pe?alver y el dichoso Piero se entend¨ªan muy bien, y ¨¦ste pudo comer por primera vez lo que quer¨ªa y rechazar lo que no le gustaba, y violar todas las leyes de la urbanidad en la mesa sin que nadie lo reprendiera. Pe?alver tranquiliz¨® a su esposa: todo era una broma. Le parec¨ªa inmoral que Carlo di Lucca fuera tan feliz, y quer¨ªa darle al menos un domingo de angustia. Angela le hizo ver que, de todos modos, aquella broma pesada le costar¨ªa el puesto. Pe?alver contaba con la complicidad de Piero para que no lo descubrieran, pero en todo caso estaba dispuesto a regresar a su pa¨ªs, donde empezaban a cambiar las condiciones pol¨ªticas que los hab¨ªan obligado a emigrar. Angela, que era seria y l¨²cida, comprendi¨® que a esas alturas no ten¨ªa m¨¢s camino que compartir la suerte de su esposo. El noticiero de Televisi¨®n acababa de aliviarla: no se dijo una palabra sobre el caso. Terminaron de acuerdo: al d¨ªa siguiente, muy temprano, el ni?o volver¨ªa a su casa sano y salvo.
Carlo di Lucca no durmi¨® un solo instante. La discusi¨®n con sus socios fue larga y dif¨ªcil, pero al amanecer estaban a punto de Regar a un acuerdo. Las maletas de dinero venidas de diversas fuentes se hab¨ªan ido acumulando en el despacho, y los cincuenta millones estaban siendo preparados para la entrega. A las siete de la ma?ana, cuando s¨®lo se esperaba la llamada final para establecer los pormenores del rescate, los sorprendi¨® la noticia de que Piero hab¨ªa vuelto.
En efecto, Pe?alver lo hab¨ªa llevado en la motocicleta hasta el parque cercano. Y all¨ª lo hab¨ªa despedido con indicaciones precisas de volver a su casa, sin rodeos. El ni?o se alej¨® sin mucho entusiasmo, un poco triste de que la gran aventura de su vida hubiera terminado. Ni ¨¦l ni su amable secuestrador se hab¨ªan dado cuenta de que dos agentes de los muchos que vigilaban el sector -uno disfrazado de lechero y otro disfrazado de barrendero p¨²blico- los hab¨ªan descubierto.
Carlo di Lucca, estragado por la tensi¨®n y la vigilia, sali¨® corriendo a recibir a su hijo. Casi al instante se detuvo frente a ellos el coche policial donde llevaban preso a Pe?alver. Carlo di Lucca comprendi¨® entonces la verdad, y descarg¨® contra su subalterno toda la furia reprimida durante casi veinte horas de ansiedad. El ni?o, todav¨ªa en brazos de su padre, tuvo un instante de incertidumbre. Pero cuando la patrulla arranc¨® con su esc¨¢ndalo de luces y sirenas, se solt¨® de su padre y corri¨® detr¨¢s del coche policial, llorando a gritos, para impedir que se llevaran a la c¨¢rcel al falso pap¨¢ que le hab¨ªa regalado su ¨²nico domingo feliz.
Copyright 1982. Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez-ACI
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