El gran desliz de la reforma penitenciaria
En el an¨¢lisis de nuestra m¨¢s reciente coyuntura penitenciaria se constata que Ios a?os 1977, 1978 y 1979 constituyen un trienio de verdadera conmoci¨®n en el ¨¢mbito carcelario. Los motines se suceden en cadena y las prisiones, destruidas en su mayor parte, quedan de hecho en manos de los grupos m¨¢s influyentes de reclusos, que dominan jacobinamente, extorsionan a sus propios compa?eros e imponen mafiosamente la ley del m¨¢s fuerte; todo ello ante la sorpresa e impotencia de los cuadros funcionariales.Pero cualesquiera que fuesen las causas inmediatas que originan el desastre penitenciario de aquellos a?os, en este brote generalizado de rebeli¨®n, aparte del sentimiento de injusticia que el recluso com¨²n experimenta al quedar excluido de la amnist¨ªa pol¨ªtica de 1977, se puso en evidencia la total ausencia de previsiones capaces de sospechar siquiera que, al comienzo de la d¨¦cada de los ochenta, la poblaci¨®n reclusa desbordar¨ªa la capacidad de los establecimientos disponibles y que la relaci¨®n funcionario / recluso alcanzar¨ªa ¨ªndices de absoluta inoperancia dada la creciente conflictividad.
En la actualidad, el estado de la cuesti¨®n penitenciaria puede quedar perfilado en el siguiente esquema, que, por supuesto, no pretende ser exhaustivo ni mucho menos: desde el a?o 1979, y como exigencia de la ley general Penitenciaria y la previa destrucci¨®n sistem¨¢tica de las c¨¢rceles, se emprendi¨® una pol¨ªtica urgente de construcci¨®n de nuevos y modernos establecimientos que hab¨ªan de responder a las necesidades exigidas por la citada ley, al tiempo que se dotaban los correspondientes presupuestos para hacer frente al incremento de las plantillas de funcionarios. De este modo, atendiendo a las dos grandes carencias que presentaba la instituci¨®n, parece como si hubi¨¦semos dado definitivamente con la crisopeya ideal que necesariamente deb¨ªa resolver los graves problemas que se ven¨ªan planteando. Sin embargo, subsiste un cierto estado de emergencia, y mucho nos tememos los que desde dentro adoptemos una postura cr¨ªtica que la ley general Penitenciaria, aprobada de forma casi aclamatoria, descuid¨® un aspecto cualitativo fundamental, que deber¨ªa ser motor de arranque, alma que diera verdadero sentido a todas las reformas que se vislumbraban en la letra de esta org¨¢nica ley y no mecanismo retardador de efectos negativos sobre aqu¨¦llas.
Contra una pol¨ªtica cicatera
No bastaba con hacer magn¨ªficas prisiones dotadas de lujosas instalaciones y reclutar un n¨²mero suficiente de personal que hiciese m¨¢s efectiva la vigilancia y dem¨¢s tareas que se le encomendaban. Esto -y no era poco- supon¨ªa estar en el camino de solucionar dos aspectos cuantitativos, de infraestructura, important¨ªsimos, que secularmente han ido a remolque de flujos coyunturales. Es decir, no quedaba ni siquiera planteado en el esp¨ªritu de la ley general algo que, a nuestro juicio, era tanto o m¨¢s decisivo en la pretendida reforma, y que no era otra cosa que la atenci¨®n a una remodelaci¨®n de los distintos cuerpos penitenciarios encargados de prestar no ya las tareas reeducadoras y rehabilitadoras todav¨ªa en el limbo de las utop¨ªas, sino las simplemente organizativas de los establecimientos. La ley general no contemplaba cauces por los que discurriera una perentoria reestructuraci¨®n de estos cuerpos, a menudo en conflicto, que desembocara en un cuerpo general penitenciario, articulado en las distintas escalas necesarias para desenvolver con independencia absoluta las tareas de vigilancia y organizaci¨®n regimental, las de observaci¨®n y tratamiento y las estrictamente asistenciales. As¨ª se delimitar¨ªan definitivamente las funciones y se evitar¨ªan las interferencias y menoscabos que se producen ahora, donde todos hacemos de todo, dejando, por otra parte, al arbitrio omnipotente de los directores de los establecimientos la asignaci¨®n de servicios y horarios, que, para colmo de males, se encuentran, para el mismo cuerpo incluso, distintamente remunerados, con lo cual se propicia el favoritismo y la insolidaridad entre los funcionarios.
Como puede suponerse, mantener este desarreglo interno del personal penitenciario significa tanto como bloquear premeditadamente las reformas que han de llegar de la mano de la ley general.
Por tanto, se impone, a nuestra manera de ver las cosas, que la direcci¨®n general se abra efectivamente a las iniciativas que los funcionarios, bien particularmente, bien sindicalmente, le sirven, abandonando el truco inhibitorio del siempre profundo y meditado estudio, deslastr¨¢ndose de la inercia inmovilista que todav¨ªa caracteriza a algunos sectores de la instituci¨®n, partidarios de morir antes que renovarse.
Es preciso, entre otras cosas, cuestionar la concepci¨®n jer¨¢rquica basada en la existencia, por una parte, de mandos de libre designaci¨®n que asumen una lealtad absoluta respecto de las jerarqu¨ªas que los nombran y, por otra, un amplio conglomerado de funcionarios, divididos en dos cuerpos -especial y ayudantes- que a veces se confunden entre s¨ª a pesar de ostentar una sensible diferencia de categor¨ªa administrativa.
Se necesita tambi¨¦n que, de una vez, se nos permita a los funcionarios de prisiones sacudirnos del prurito que nos mantuvo por mucho tiempo como cuerpo especial con usos y costumbres t¨ªpicamente militares; que la propia administraci¨®n penitenciaria sea valedera y no objetora de todos los derechos que como funcionarios civiles nos corresponden, incluso el derecho a la huelga, pero no recortada como se pretende.
Y ello sin regateos, sin erigirse en muro sobre el que rebotan en forma de silencios administrativos los contenciosos que se suscitan; abandonando, en fin, la pol¨ªtica cicatera que siempre provoc¨® las desagradables medidas de fuerza.
Y en ello estamos desde hace tiempo y ¨²ltimamente.
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