El prestigio de la muerte
La opini¨®n p¨²blica inglesa discute estos d¨ªas un problema delicado: qu¨¦ ha de hacerse con los muertos brit¨¢nicos en la guerra de las Malvinas. Seg¨²n la tradici¨®n secular del Ej¨¦rcito de su majestad, han sido enterrados en la tierra misma donde cayeron; pero los familiares, con dolorosa y comprensible solicitud, reclaman su traslado de nuevo a casa para que resposen cerca de quienes los amaron. Que el muerto en combate pertenezca a la tierra donde verti¨® su sangre y en ella quede parece algo digno y respetable: sea hu¨¦sped para siempre de la batalla quien a ella entreg¨® la vida. Los lugares se cargan as¨ª de sobria melancol¨ªa por todo lo que se perdi¨® en las locuras del pasado: yo mismo he jugado de ni?o entre las tumbas del cementerio ingl¨¦s en el monte Urgull, de San Sebasti¨¢n, uno de los lugares m¨¢s rom¨¢nticamente bellos de esa ciudad ideal. Pero los familiares s¨®lo ven abandono en este comportamiento y quieren recuperar a sus muertos para honrarles como se merecen: ?no son, al fin y al cabo, h¨¦roes? El ca¨ªdo ya no es de nadie, salvo del cielo que le vio luchar y morir, salvo de la tierra que llen¨® su boca, hermano an¨®nimo que comparti¨® la desventura y ahora comparte la serenidad con sus compa?eros y sus enemigos; pero el h¨¦roe muerto pertenece a la comunidad, a su viuda y a su p¨¢rroco, al diputado de su distrito electoral. El cementerio del campo de batalla nos recuerda que los hombres buscan y aceptan la muerte, lo que es frenes¨ª y demencia, pero tambi¨¦n un profundamente noble misterio; el monumento p¨²blico a los ca¨ªdos, las primera p¨¢gina del peri¨®dico que cuenta la ejemplar vida familiar del h¨¦roe, el discurso o la proclama en la que los muertos se enumeran para reclamar m¨¢s sangre, nos revelan que la muerte es socialmente utilizada como legitimaci¨®n, hechizo o mercanc¨ªa. La sociedad vampiriza a los muertos heroicos, absorbe de ellos su vitalidad y su justificaci¨®n. Lo m¨¢s indefendible deja de serlo cuando un n¨²mero suficiente de personas ha muerto por ello: as¨ª lo arbitrario o lo injusto se hace respetable. Por eso el aut¨®crata est¨¢ siempre dispuesto a favorecer la hecatombe, de donde le vendr¨¢ el prestigio y la honradez de que carece. Un general argentino ha dicho que, pierdan o ganen en el conflicto de las Malvinas, siempre saldr¨¢n con provecho, pues "ahora el resto del mundo tomar¨¢ a Argentina en serio". Los muertos regalan su seriedad enigm¨¢tica, la sangrienta ridiculez del poder desnudo.Lo cierto es que va siendo m¨¢s f¨¢cil encontrar hombres dispuestos a morir dignamente que a vivir dignamente. Al leer las noticias de los hero¨ªsmos -tan forzados, ay, por circunstancias odiosas- de los campos de batalla de cualquier rinc¨®n del mundo, sentimos quiz¨¢ una morbosa exaltaci¨®n y un cierto alivio: a fin de cuentas a¨²n queda gente dispuesta a morir por sus ideas, sean ¨¦stas cuales fueren, la patria, la liberaci¨®n nacional o la revoluci¨®n. Y lo cierto es que nunca hubo idea, por est¨²pida o cruel que fuese, que no haya encontrado a alguien decidido a morir y a matar por ella. En modo alguno quisiera yo vivir en un mundo en que nadie fuese capaz de dar su vida por una idea; pero sigue siendo infinitamente m¨¢s deseable dar vida con la idea y en la idea en lugar de resolverlo todo muriendo o matando por ella. A veces la lucha a muerte es inevitable, nos dicen los realistas que defienden la paz armada o la revoluci¨®n sangrienta, y a?aden con cierto regodeo: pues este mundo no es un lecho de rosas. La mayor¨ªa de los que empiezan su discurso pol¨ªtico asegurando que el mundo es plena miseria, violencia y enga?o suele buscar as¨ª coartada para proponer luego nuevas formas de enga?o, violencia y miseria como corolario y contrapartida de las existencias. Ciertamente, el mundo no es, ni nunca ha sido, ni quiz¨¢ jam¨¢s tenga por qu¨¦ ser un lecho de rosas, pero el entusiasmo realista con que se acepta la lecci¨®n de muerte que quiere deducirse de tal constataci¨®n ha formado parte en todas las ¨¦pocas de la legitirnaci¨®n del honor y la inhumanidad.
Las grandes palabras se avienen mejor con la muerte que con la vida. La muerte las prestigia, la vida las degrada; morir por la patria es un himno inapelable, vivir para la patria suele ser comercio y briboner¨ªa que responde m¨¢s bien a vivir de la patria; morir por la revoluci¨®n es entrar en un martirologio laico, pero no menos sagrado, mientras que vivir para la revoluci¨®n significa trepar hasta un secretario general o ejercer de comisario pol¨ªtico; morir con honor es irreprochable, vivir con honor puede ser imponerse a la comunidad como casta intocable u ofrecerle su protecci¨®n amenazadora como cualquier g¨¢ngster marsell¨¦s. ?Y qui¨¦n no sabe que es m¨¢s f¨¢cil morir de amor que vivir plenamente el amor., dar la vida por otro que soportar la vida de otro y hasta colaborar con ella? Y es que la muerte es clara, n¨ªtida, irrevocable, tajante y dogm¨¢tica como cualquier gran idea: no tolera las medias tintas ni los compromisos, borra de un sablazo la contradicci¨®n y despoja en tinieblas lo incomprensible. La vida, en cambio, es tibia, obscena, confusa, contradictoria y balbuceante: se aviene con el escepticismo y la componenda, termina antes o despu¨¦s por desdecirse y pactar. La muerte se precipita de golpe y para siempre, la vida tantea y retrocede. La primera descansa en lo irrefutable, la segunda se fatiga en lo discutible. Y, sin embargo, aqu¨ª reside precisamente el hero¨ªsmo que siempre pone al esfuerzo de la vida por encima de la cirug¨ªa moral de la muerte: puesto que lo ¨²nico cierto de la vida es la muerte, hay que alimentar a la vida de incertidumbre para que no muera. El valor de la vida estriba en su fragilidad, y es esa fragilidad de todo orden lo que la hace impresentable y a menudo indigna frente a la marm¨®rea ejemplaridad de la muerte. Pero en esa fragilidad se encierra tambi¨¦n lo posible, mientras que en la muerte todo se hace ya irremediable. Combatir en todos los campos el prestigio dogm¨¢tico de la muerte es luchar por afirmar la improbable, absurda, dolorosa y burlona vida. Contradicci¨®n y perplejidad, picard¨ªa y arrobo que se centran en el lenguaje amoroso, cuando llamamos al ser querido vida m¨ªa. Vida m¨ªa: ah¨ª est¨¢ el jubiloso tormento y el ir¨®nico ¨¦xtasis.
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