El gal¨¢n impotente
Cuando aqu¨ª los galanes de cine llevaban suspensorio y hac¨ªan el amor a la primera actriz con una mano en la hernia, lleg¨® ¨¦l a los estudios Bronston, moreno de cuarzo, con la quijada cuadrangular, la cabellera peinada con los dedos y las venas del b¨ªceps palpit¨¢ndole en la manga. Era el nuevo dise?o de macho italo-argentino, uno de aquellos sementales de piscina, con la musculatura aceitada sobre el antebrazo en la toalla del solario, junto al transistor, la cajetilla de Kent y el tubo de leche hidratante Vichy, que a¨²n pod¨ªa enamorar a Laura Antonelli en un puesto de sand¨ªas. Dios le hab¨ªa dotado con un buen martillo en la parte baja; su sexo parec¨ªa una pierna del juicio y en ese punto era irresistible.Aqu¨ª, las posiciones estaban tomadas. Jos¨¦ Luis L¨®pez V¨¢zquez ejerc¨ªa el papel de salido oficial, con ojos de borrego degollado, y Alfredo Landa, en calzones, persegu¨ªa criadas alrededor de la cama de matrimonio. Arturo Fern¨¢ndez iba con el pelo cortado a navaja, un pasador de oro en la corbata y la hebilla rigurosamente en el ombligo, con la elegancia de un futuro diputado de UCD. Y Paco Rabal ya se hab¨ªa pegado el primer le?azo contra la trasera de un cami¨®n, que le dej¨® la cara zurcida para las pasiones m¨¢s canallas. No hab¨ªa un hueco en toda la gama del amor. Los galanes alcanzaban el hocico de la primera dama por escalaf¨®n y, entonces, ya pod¨ªan comprarse un Renault con cuatro puertas. El no ten¨ªa otra salida que esperar frente a un bocadillo de calamares en la barra del caf¨¦ Dor¨ªn a que alguien del ramo le llamara para hacer de chino en 55 d¨ªas en Pek¨ªn, arrastrar un ca?¨®n junto a las murallas de Avila, mientras a Sof¨ªa Loren la maquillaban en el carromato o tirarse desde el alero de la tienda de comestibles sobre unas cajas de cart¨®n en un poblado de Almer¨ªa, abatido por un alumno cuatrero de Sergio Leone.
De pretoriano ante la Cardinale
Lleg¨® de Argentina con la cosa de la expresi¨®n corporal bien aprendida, con todo Grotoski en la morra, y despu¨¦s de trescientos bocadillos de calamares, de pronto, un d¨ªa se vio con la pantorrilla liada, con un penacho en el coco y una pica en la mano haciendo de pretoriano al pie de una escalinata. Totalmente inasequible para ¨¦l pasaba Claudia Cardinale, envuelta en el peplo, por delante de su barbilla enlatada. Rex Harrison ven¨ªa detr¨¢s con un pliegue de t¨²nica en la mu?eca y media parra en el occipital, soltando intelectualidades de patricio con un tono decadente de club ingl¨¦s.
-En las termas se habla mucho de ti, querida.
-lt's very exciting.
-Al parecer, te has enamorado de un cristiano. Your name is Sebb¨¢stian. Js it true?
-Oh, yes. He is beautiful.
-Hemos tra¨ªdo m¨¢s leones de Sud¨¢n.
-?Ah, s¨ª?
-Est¨¢n ansiosos de hacer nuevos m¨¢rtires.
-Es terrible. ?Qu¨¦ dice Diocleciano?
-Ya te puedes imaginar. Est¨¢ que trina.
-Oh, my love.
Las bre?as de Torrelodones ol¨ªan a espliego. Enfrente se ve¨ªa la sierra. Por la v¨ªa Apia, que va a Navacerrada, sub¨ªan los domingueros de aquellos a?os hacia la parcela hist¨®rica con el sacramento de la tortilla con patatas. Claudia Cardinale llevaba la corona de sus trenzas sobre la cerviz de gacela, que Rex Harrison morreaba con un tedio sofisticado. El argentino estaba cuadrado como un guripa, sin mover una pesta?a, con la cacerola de guerrero cubri¨¦ndole la belleza varonil, de modo que la c¨¢mara, en un plano con suerte, tampoco hubiera podido hacer mucho por ¨¦l. No era m¨¢s que un figurante y los dioses se mov¨ªan en escena muy cerca de su coraza de cart¨®n sin dejarle catar nada. Pero en los descansos del rodaje, bajo los toldos de la cantina, ya hab¨ªa comenzado a ensayar las propias armas. Ten¨ªa gancho. Eso era todo. Su labia se apoderaba de cualquier sobremesa, aunque s¨®lo estaba contratado para cuatro sesiones, como pretoriano, gladiador, guardi¨¢n de foso y muerto a espada. Con el cubalibre en la mano no ten¨ªa rival. En aquella pel¨ªcu la de romanos la segunda vestal hab¨ªa ca¨ªdo en sus garras sin lucha, y una virgen cristiana, que en escena consigui¨® librarse de los leones, fue devorada por esta fiera en un catre de pensi¨®n en la calle de Barbieri. De ah¨ª le vino la fama. Ellas dec¨ªan que era un duro cari?oso. Realmente, pertenec¨ªa a la mejor escuela, esa que ofrece una lidia para cada caso, entre el dominio y la ternura, cuya primera lecci¨®n consiste en estar atento a los cambios de sentido de la hembra hasta que est¨¦ cuadrada. Entonces entraba a matar, deslumbrante y ce?ido. Luego hab¨ªa que tener su gracia para dejarse invitar a un pepiito de ternera.
Algunos meses despu¨¦s, el macho ?taloargentino apareci¨® disfrazado de indio levantando polvo en el desierto de Almer¨ªa. Iba con las plumas del oficio, con unos dedazos de mercromin¨¢ en la cara y lo mataban a las primeras de cambio, sin darle opci¨®n a quejarse. El sab¨ªa que su ¨¦xito no estaba en escena, sino fuera de campo. Aqu¨ª ya le quit¨® la novia a un actor franc¨¦s y encima lo pel¨® en el p¨®quer. Tambi¨¦n tuvo una sesi¨®n con la reina comanche en un apartamento de Moj¨¢car, aunque al d¨ªa siguiente ten¨ªa que salir de vaquero patoso y sin reflejos, a quien el rubio corr¨ªa a gorrazos en el sal¨®n.
Humilde como un perro ante los focos
-L¨¢rgate, est¨²pido.
-Oh, Joe, ya me voy.
-La pr¨®xima vez te matar¨¦.
-No lo hagas, Joe.
El argentino se iba con la hurnildad de un perro y el franc¨¦s rubio quedaba victorioso bajo los focos, limpi¨¢ndose los dientes con un palillo, antes de sacar el rev¨®lver para liquidar a uno m¨¢s importante. Aquel segund¨®n sal¨ªa con el rabo entre las piernat, y fuera de campo comenzaba a brillar. La novia del protagonista le esperaba con la boca entreabierta bajo el toldo. ?Qu¨¦ le hab¨ªa dado Dios? Eso mismo se preguntaba ¨¦l muchas veces, en un mon¨®logo interior, aquellas tardes sin trabajo, fumando hacia el techo, con la s¨¢bana en la cintura y el tronco galvanizado, sobre el que dormitaba, como contra un madero de naufragio, cualquier actriz secundaria. Ten¨ªa una vocaci¨®n desmesurada de gal¨¢n, pero el suyo era un caso de Pirandello. En el cine no se com¨ªa una rosca. A lo m¨¢s que hab¨ªa llegado era a simular una agon¨ªa de siete segundos cuando el chico lepeg¨® un tiro en la barriga, y tuvo que morir en primer plano junto a un nopal. Pero luego, en la pr¨¢ctica, ¨¦l se las llevaba a todas a la cama, abri¨¦ndose paso entre ciervos de catorce puntas, que estaban en las cabeceras de cartel en la Gran V¨ªa.
Un d¨ªa tuvo la revelaci¨®n. Supo ver que la vida real era el teatro m¨¢s imaginario. El estaba dotado para desarrollar una ficci¨®n casi cientifica. Ten¨ªa dos buenas cualidades: una psicolog¨ªa muy simple y un gran instrumento ah¨ª abajo. Sab¨ªa que, despu¨¦s de una gran faena en el catre, algunas mujeres estuvieron a punto de abrir el bolso, en un reflejo condicionado, con l¨¢grimas de rimel.
-?Cu¨¢nto es?
-Nada.
-Deja al menos que te invite a un ponche.
-?Puedes hacerme un favor?
-Encantada.
-Tengo una maleta desde el mes pasado en la consigna de Iberia.
-Voy ahora mismo, campe¨®n.
Cazalla al amanecer en Torrelodones
Eso era lo m¨¢s que daba de s¨ª una tarde de triunfo, que le invitaran a un ponche, que salieran disparadas a recoger de una consigna la maleta de su amor. Ten¨ªa que poner t¨¦cnicamente el sexo a trabajar, pero antes deb¨ªa corregir el tiro. Se acabaron las chicas que te agradecen los servicios prestados con una raci¨®n de boquerones en el bar de abajo o con un colgajo de Ibiza para que te lo balancees entre las costillas doradas con sol de terraza. Se dio cuenta de que estaba regalando su energ¨ªa. En el mundo hab¨ªa otras mujeres maravillosas y solitarias, con caniche y cuenta corriente. Despu¨¦s de todo, sacar a pasear a un perro y administrar el propio sexo tambi¨¦n era un arte, incluso una fuente de creatividad est¨¦tica.
En la pr¨®xima pel¨ªcula ¨¦l hac¨ªa de chino an¨®nimo, en medio de otros doscientos chinos con coleta. Ten¨ªa que salir con la ceja hacia arriba en un mercado. La tropa de figurantes fue llegando a Torrelodones en sucesivos autobuses de la empresa, y tomaba cazalla al amanecer, entre toses bronqu¨ªticas, como descargadores de Legazpi. Los actores de reparto ven¨ªan por su cuenta, con un Seat 127 y una bufanda de felpa cruzada en el pecho, hablando de un chiringuito de la carretera comarcal donde daban unos huevos fritos con chorizo por veinte duros. Luego acud¨ªan las primeras figuras, las caras m¨¢s conocidas, con el Simca 1200, mocasines de rebaja y gafas de sol polarizadas, d¨¢ndole vueltas al colegio de los ni?os o a cualquier letra protestada del televisor, de la nevera o a la operaci¨®n de ves¨ªcula de su mujer. Entonces se present¨® ¨¦l con un Triumph rojo descapotable, aunque de segunda mano. Una ristra de polvo en aquel camino que conduc¨ªa a los cartonajes de Pek¨ªn y el esplendor de chirridos en los neum¨¢ticos en la ¨²ltima curva lo anunciaba. Detuvo la m¨¢quina con un frenazo seco en medio de un gent¨ªo de figurantes, actores, electricistas y chicas con quimono; dio un salto felino por encima del volante y ense?¨® a todos su poderosa dentadura en el momento de apearse del potro.
_?Y eso?
-Me ha salido en una t¨®mbola.
-Habr¨¢s trincado a un membrillo.
-Tal vez.
Salir de chino, de cuatrero, de indio o de romano durante cinco minutos no ten¨ªa ninguna dificultad. En las pel¨ªculas ¨¦l estaba acostumbrado a morir muy pronto. Un tiro, una flecha perdida o un gancho en la mand¨ªbula que le daba el bueno, y hasta la pr¨®xima. Pero su trabajo en la vida real ofrec¨ªa serias dificultades, sobre todo si uno era artista creativo. Las mujeres ricas tienen marido, ya se sabe. A cualquier viuda con liquidez la marca un administrador, un confesor, unos hijos o un abogado. Y, en ¨²ltima instancia, cuando firma un tal¨®n de un mill¨®n de pesetas, siempre sale el director del banco persigui¨¦ndola hasta la esquina. Aparte de que puede pagarse un capricho moment¨¢neo con el ch¨®fer o con el jardinero a cambio de un traje de franela que el difunto dej¨® en el armario. El chulo cl¨¢sico s¨®lo tiene el matrimonio. Hay que cargar con un loro millonario o con una heredera subnormal. Si vas por libre, ellas son terribles en esto. Uno tiene que repartirse las dietas con el caniche.
-En Fancy Men he visto una cazadora para ti.
-Gracias, linda.
-C¨®mprate tambi¨¦n uno-s pantalones de pinza.
-Oh, amor.
-Y unas botas con ca?a de ant¨ªlope.
-Te quiero.
-?Te importar¨ªa sacar a pasear al perro? Su acacia preferida es la tercera a la izquierda. P¨®rtate bien, cari?o. Os quiero a los dos, pero ¨¦l tiene cistitis. Me necesita m¨¢s.
El hombre tuvo la suerte de estar aquel d¨ªa en la, esquina de Goya con Lagasca cuando la vieja loca se peg¨® el cacharrazo con el descapotable contra una farola. Al o¨ªr el golpe, este gal¨¢n solitario abandon¨® el perro y fue a auxiliar a la v¨ªctima. Aquella mu
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jer sacaba el cuello de pavo por la ventanilla astillada, con los ojos en blanco, y todo hac¨ªa suponer que hab¨ªa muerto. Ning¨²n voluntario de la Cruz Roja lo hubiera hecho como ¨¦l. Rescat¨® aquel pingajo desvanecido en el asiento del Triumph, lo tendi¨® en la acera, le hizo la respiraci¨®n boca a boca con el m¨¦rito que: eso tiene y, al ver que no volv¨ªa en s¨ª, pens¨® que tal vez la se?ora estar¨ªa rota por dentro. Par¨® un taxi, la carg¨®, gritando a los transe¨²ntes que era su madre, y se fue con ella y el caniche hacia La Paz, con el pa?uelo ondeando por la Castellana. El flechazo se produjo cuando ella despert¨®.
-?Qui¨¦n es usted?
-Soy Tarz¨¢n, se?ora marquesa.
-Ah.
-He venido a regalarle este caniche. La mona Chita muri¨® en el accidente.
-Ah.
En la mesilla de la habitaci¨®n hab¨ªa un ramo de rosas amarillas. El ya lo supo todo de ella mientras le hab¨ªan extirpado el bazo. Una marquesa caucasiana, algo zumbada, que le pegaba al frasco, con casa en Sotogrande, partida de bridge en el Eurobuilding, ruleta en Biarritz y cotarro de amigas. m¨¢s o menos de su raza, entre las que hab¨ªa rusas blancas, amantes de financieros, pasadas a la reserva y arist¨®cratas punta de rama, unidas por la pasi¨®n de un p¨®quer golfo los viernes por la noche. La marquesa abri¨® los ojos entre la calima de la anestesia y vio al pie de la cama met¨¢lica a aquel gal¨¢n encantador, cuya camisa color malva trascend¨ªa a Paco Rabanne. Estaba all¨ª, con la quijada cuadrangular, moreno de l¨¢mpara, con las venas del b¨ªceps palpit¨¢ndole y la dentadura de anuncio. El caniche jugueteaba con la sonda, se encaramaba en la horca de n¨ªquel donde pend¨ªa el botell¨®n de suero.
-Creo que te gustan las rosas amarillas.
-?Qui¨¦n es usted?
-Te lo he dicho. Soy Tarz¨¢n.
Mientras tomaba consom¨¦ con una c¨¢nula, las enfermeras explicaron a la se?ora marquesa qui¨¦n hab¨ªa sido su salvador. Y ella le pidi¨® que se hiciera cargo del descapotable rojo. De esta forma, hasta que a su primera v¨ªctima la dieron de alta, se vio al, gal¨¢n siempre a bordo del Triumph deportivo llevando rosas amarillas a La Paz. All¨ª ten¨ªa el mismo problema. Las enfermeras coqueteaban con ¨¦l. Pod¨ªa llevarse a un par de ellas a la piltra sin m¨¢s apelaci¨®n, s¨®lo con levantar el dedo, pero, desde el instante de su conversi¨®n, se consideraba un trabajador del sexo, como otros eran panaderos o fresadores. Ten¨ªa un horario fijo y no pod¨ªa permitirse lujos. De momento, su ¨²nico objetivo estaba all¨ª, con la barriga abierta. La mujer le mir¨® la musculatura.
-Alg¨²n d¨ªa tendr¨¦ que pagarte esto.
-Tranquila, princesa.
-Necesito un consejero. ?Sabes algo de contabilidad?
-Este caniche es un experto.
-?Ah, s¨ª?
-Te lo regal¨®. Puede ser un buen administrador.
Labor er¨®tica entre, las viudas
A partir de entonces el macho italo-argentino comenz¨® a desplegar una labor er¨®tica con clientela de alcurnia. Entr¨® como un guerrero en aquel mundo de viudas pastue?as, arist¨®cratas beodas, queridas de banquero en situaci¨®n B, rusas blancas y alguna vieja extranjera que ven¨ªa a matar perdices. La marquesa caucasiana se hab¨ªa quedado sin bazo y sin descapotable. Hizo cuanto pudo por aquel encanto de hombre. Despu¨¦s de lucirlo una temporada, lo solt¨® en medio del cotarro de amigas y, el gal¨¢n, con una fiebre meticulosa, con su martillo cient¨ªfico, se las fue pasando a todas por la piedra. Tampoco hab¨ªa mucho que reba?ar en aquel abrevadero. Pero en ese tiempo era el figurante mejor vestido, comido, bebido, perfumado en el mundo del cine. Iba con llavero de plata, reloj de oro macizo, cazadora de gamuza, zapatos de cabritilla, mientras los primeros actores estaban en el caf¨¦ Dor¨ªn hablando de dietas con la taza llena de colillas. Era especialista en ancianas finas de esas que parecen pastelitos de nata. Y cumpl¨ªa con una moral de pe¨®n.
.-Das demasiado.
-S¨ª.
-Con uno al mes van que se matan.
-Este es un oficio duro.
-Pareces un novillero. Tienes que administrarte m¨¢s.
Hasta que un d¨ªa le cay¨® la bola. Enganch¨® a una solterona agonizante y, despu¨¦s de una larga batalla codo a codo con el director espiritual, que tambi¨¦n estaba atento a la tajada, fue ¨¦l qui¨¦n se llev¨® el potorr¨®n al sobaco. Realmente ya era un millonario, con una finca de 2.000 hect¨¢reas, en Extremadura, que no conoc¨ªa, con un despacho en la calle de Vel¨¢zquez lleno de secretarias y se?ores calvos muy serviciales y no sab¨ªa qu¨¦ extra?o negocio era el suyo. El macho argentino se compr¨® un Aston Martin. Pero ¨¦l segu¨ªa siendo un figurante de cine. De modo que, cada ma?ana, acud¨ªa al rodaje con el deportivo plateado y, durante cinco minutos, hac¨ªa de romano, de indio, de cuatrero, y se dejaba matar por las buenas. Despu¨¦s, el protagonista cog¨ªa el Seat 124 y, arrastrando las patas, llegaba al caf¨¦ Gij¨®n para tomarse un caf¨¦, con leche en taza mediana, y ¨¦l montaba en el Aston Martin, con salpicadero limoncillo, y se largaba al tire, de pich¨®n de Somontes, a jugar al p¨®quer hablando de inmobiliarias.
El mal lo llevaba dentro. Las chicas se colgaban de su cuello. La estrella de la pel¨ªcula lo besuqueaba fuera de escena, bajo el toldo de la cantina. Y ¨¦l hac¨ªa esfuerzos desmesurados para fingir. Jam¨¢s podr¨ªa hacer el amor con una mujer que tuviera menos de sesenta a?os. Se hab¨ªa vuelto impotente. Ten¨ªa una deformaci¨®n profesional en el sexo. Las jovencitas no le gustaban nada. Por fin se cas¨® con una anciana de cien kilos, en la iglesia de los Jer¨®nimos. Al d¨ªa siguiente mont¨® con ella en el descapotable y se fue a hacer de vaquero a Almer¨ªa. Esta vez tambi¨¦n lo mataban en seguida.
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