Opinar y decidir
Dean Rusk, el secretario de Estado de los presidentes Kennedy y Johnson, ha publicado hace una semana, en el Washington Post, un art¨ªculo sobre su experiencia al frente de la pol¨ªtica exterior norteamericana. En el art¨ªculo subyace una intenci¨®n pedag¨®gica -recordar al nuevo secretario de Estado, George Schultz, lo que, en su opini¨®n, todo secretario de Estado debe hacer-, a la vez que, impl¨ªcitamente, una cr¨ªtica a la actuaci¨®n de su predecesor, Alexander Haig.Traigo este art¨ªculo a colaci¨®n no para hilvanar a partir de ¨¦l algunas consideraciones sobre pol¨ªtica exterior norteamericana: est¨¢ alcanzando tales cotas de agresividad, irresponsabilidad y torpeza, que un an¨¢lisis, en la actual coyuntura, f¨¢cilmente podr¨ªa degenerar en mera diatriba, sin otro sentido que recalcar lo evidente y mostrar toda la inmensidad de nuestra impotencia.
En esta ocasi¨®n s¨®lo quiero comentar un p¨¢rrafo, que me apresuro a reproducir: "Todo nuevo Gobierno tiene que llevar a cabo la a veces dificil transici¨®n desde la ret¨®rica de la campaila electoral a la responsabilidad gubernamental en un mundo real. Las campa?as electorales y los programas de los partidos existen en el mundo de las opiniones; su ¨²nica finalidad, conseguir votos. Los lugares comunes de los discursos electorales y de los programas de los congresos nada tienen que ver con los problemas reales del mundo real, que se caracterizan por la multiplicidad de planos y de sentidos. Los que tienen responsabilidad de gobierno viven en el mundo de las decisiones, y ¨¦ste se diferencia totalmente del mundo de las opiniones".
Tengo que confesar que el p¨¢rrafo me ha cautivado. En primer .lugar, porque expresa paladinamente lo que los pol¨ªticos piensan, aunque s¨®lo lo manifiesten cuando han sido jubilados. Ning¨²n pol¨ªtico en activo puede arriesgar semejante distanciamiento de la ret¨®rica que emplea, entre otras razones, porque le sirve para justificar todos los d¨ªas su actuaci¨®n y est¨¢ condenado a desplegarla a toda vela, a lo m¨¢s tardar, en la pr¨®xima campa?a. En segundo lugar, porque resume perfectamente la relaci¨®n del pol¨ªtico con el intelectual, vieja cuesti¨®n batallona a la que este ¨²ltimo, de por s¨ª locuaz y amigo de complicar las cosas, ha dedicado miles y miles de p¨¢ginas. Y en tercer lugar, porque revela lo que podr¨ªamos llainar la esencia del praginatismo pol¨ªtico, que tal vez se oculte en esta n¨ªtida distinci¨®n entre el mundo de las opiniones y el mundo de las decisiones. Para un aficionado a reflexionar sobre el quehacer pol¨ªtico, no es peque?a la presa.
Todo grupo profesional, en contacto directo con el p¨²blico, necesita de un ¨²ltimo reducto, resguardado de las miradas ajenas, si quiere conservar su prestigio. De ah¨ª que tienda a desarrollar un doble lenguaje: uno, para la galer¨ªa, en el que priman la idealizaci¨®n de la propia actividad y una enorme solidaridad de grupo; otro, para comunicar con los colegas, a la vez m¨¢s cr¨ªptico y cr¨ªtico. Pueden observarse conatos de este doble lenguaje en los hospitales y en los tribunales: en uno habla el m¨¦dico con su paciente, el abogado con su cliente; en otro, los m¨¦dicos o los abogados entre s¨ª. Pues bien, probablemente sea entre los pol¨ªticos donde pueda captarse mayor diferencia entre el lenguaje que emplean de puertas adentro y el que utilizan en el estrado o en los medios de comunicaci¨®n. La clase pol¨ªtica espa?ola, con una profesionalizaci¨®n tan reciente como superficial, se distingue de la de otras democracias consolidadas tanto por exagerar al extremo este doble lenguaje como por traicionarlo continuamente, tentada siempre a hablar off the record.
Pero, si se acepta la jerga de los profesionales -su saber espec¨ªfico parece justificarlo-, no se tolera, en cambio, que el pol¨ªtico se aparte del lenguaje com¨²n. Al fin y al cabo,!;e ocupa de cuestiones que a todos ata?en y que todos nos sentimos legitimados para dilucidar; m¨¢s a¨²n, el principio democr¨¢tico de legitimidad lo constituye en representante de opiniones ampliamente compartidas. En cuailto percibimos este doble lenguaje se confirma nuestra desconf¨ªanza innata frente al pol¨ªtico. Siempre lo hab¨ªamos barruntadci: una cosa son las promesas electorales, los discursos de los m¨ªtines, y otra muy distinta, su comportamiento. A los pol¨ªticos hay que juzgarlos, no por lo que dicen, sino por lo que hacen.
Desde la perspectiva del que tiene responsabilidad p¨²blica, parece claro que ni puede decir todo lo que sabe -sus consecuencias pudieran ser catastr¨®ficas- ni hacer todo lo que piensa que deber¨ªa hacer. Cuanto m¨¢s alto en la jerarqu¨ªa, con mayor fuerza detecta el engranaje de relaciones de podel objetivas; es decir, no person¨¢lizaolas, que limitan su actuaci¨®n. Una de las paradojas del poder consiste precisamente en que cuanto m¨¢s se tiene, m¨¢s se echa, de menos su falta. El poderoso es el que m¨¢s angustiadamente vive los l¨ªmites de su poder. El actual presidente algo nos podr¨ªa contar sobre la soledad impotente del que se encuentra en el v¨¦rtice de la columna.
En la experiencia del poder, el pol¨ªtico descubre el lenguaje propio -el de los programas y los discursos- como enormemente simplificador para dar cuenta de los procesos en los que se halla inmerso, pero no posee otro. Si se hubiera dedicado a desarrollar un lenguaje m¨¢s espec¨ªfico, capaz de explicar la complejidad de las relaciones que ciscuramente percibe, no hubiera tenido tiempo, energ¨ªa ni sobre todo, audiencia para esca.lar el poder. El hombre p¨²blico, con responsabilidad de Estado, no tiene otro lenguaje que el de los discursos, en el que crey¨® al comienzo de su carrera, pero que ahora, con la carga ?de la responsabilidad, se le revela inservible para justificar el mont¨®n de decisiones que tiene que tomar cada d¨ªa. De ah¨ª que, con Dean Rusk, tienda a diferenciar, c¨¢da vez m¨¢s n¨ªtidamente, esitos dos mundos: el de las opiniones, que incluye el lenguaje de los discursos y programas, instrumento de manipulaci¨®n para ganar votos, que termina por despreciar, y el de las decisiones, qu¨¦ le parece el ¨²nico real, pero que no puede justificar o explicitair verbalmente. M¨¢s de una vez he o¨ªdo a uno de nuestros pol¨ªticos mejor dotados que "la pol¨ªtica no se puede explicar". Con ello insin¨²a que la pol¨ªtica explicada pierde eficacia, pero tambi¨¦n concede que es incapaz de hacerlo.
Al intelectual verdadero -los hay tambi¨¦n sofistas, que venden su ret¨®rica al mejor postor- le distingue su af¨¢n de pensar, es decir, de hablar claro sobre una realidad que tambi¨¦n percibe compleja y confusa. Su discurso, como el plat¨®nico, est¨¢ lleno de part¨ªculas, que realzan su empe?o de matizar, distinguir, diferenciar en la ca¨®tica heterogeneidad de lo real. Cuan,do el intelectual habla, obsesionado por la claridad, pero,respetando la complejidad de su objeto referente y, por tanto, introduciendo distingos, paradojas, la perspectiva del reverso, el pol¨ªtico se exaspera, sobre todo si su largo discurso no culmina, como no suele culminar, en una sola alternativa con preferencia clara para basar una decisi¨®n. El di¨¢logo entre el pol¨ªtico y el intelectual, cuando excepcionalmente se produce, termina crispando o aburriendo al pol¨ªtico. Feliz le deja a su antojo "el mundo de las opiniones" para reclamar en exclusividad "el mundo de las decisiones". Una vez tomada una de cisi¨®n, lo ¨²nico que requiere del intelectual es que la justifique, convirti¨¦ndola en vendible. Esta es la funci¨®n de los ide¨®logos de los partidos que, hoy en d¨ªa, cumplen mejor las agencias publicitarias.
Desde la perspectiva de los pol¨ªticos, el intelectual importa en raz¨®n directa de su prestigio social, como instrumento de movilizaci¨®n de votos; los intelectuales org¨¢nicos, en raz¨®n de su capacidad de producir ret¨®rica justificadora de las decisiones tofnadas. Admitir que el conocimiento y el an¨¢lisis puedan ser supuestos impresci¨ªidibles de la toma de decisi¨®n, constituye imperdonable intromisi¨®n en el mundo real de las decisiones, monopolio del que puede decidir, es decir, del que detenta el poder. Desde la idea a la decisi¨®n hay un largo tramo, en cuyo intermedio se alza la barrera del poder.
Este dualismo -mundo de las opiniones y mundo de las decisiones-, como dos planos incomunicables e independientes entre s¨ª, reproduce el viejo dualismo del mundo de la doxa y el mundo de la realidad, pero mientras Plat¨®n considera el lenguaje patrimonio com¨²n de ambos, aunque en el uno el lenguaje fuera falso y en el otro verdadero, el dualismo del pol¨ªtico pragm¨¢tico coloca a la palabra, al logos, a la raz¨®n, en el mundo falso de la opini¨®n, qued¨¢ndose ¨¦l con el mundo real de las decisiones, que se revela como el mundo de la acci¨®n, m¨¢s all¨¢ del lenguaje, es decir, de la raz¨®n. En la historia de las ideas pol¨ªticas llamamos decisionismo a esta posici¨®n, que tuvo en el jurista nazi Carl Schmitt su m¨¢s cabal representante. El nuevo fascismo que nos amenaza se caracteriza por separar la acci¨®n de la raz¨®n, limpiando la decisi¨®n de toda teor¨ªa, ideolog¨ªa o discurso que necesite del lenguaje para justificarse. Inconmesurable es la violencia que puede conllevar un pragmatismo que renuncie a la palabra.
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