La fatiga del h¨¦roe
El se?or Peces-Barba ha comprobado ¨²ltimamente la certeza de las observaciones de Vigny; habiendo estado pr¨®ximo a la moderna contrafigura de Mois¨¦s, ha olfateado la soledad que rodea al h¨¦roe y el cansancio que le aqueja. Tambi¨¦n ha debido pasar lo suyo, el se?or Peces-Barba. Por lo que dice, cuanto m¨¢s cerca ha estado del poder, m¨¢s enrarecida le ha parecido la atm¨®sfera que all¨ª se respira. Seg¨²n ¨¦l, el poderoso tiene que ser solitario; carece de amigos, y si los tiene, se ver¨¢ obligado a desconfiar de una amistad que puede no ser sincera, sino interesada. As¨ª que el se?or Peces-Barba -al parecer, m¨¢s cansado que arrepentido- se retira del poder, o de sus aleda?os, en busca de la buc¨®lica vida ciudadana, cuyo contacto hab¨ªa debido perder por su contig¨¹idad con el nuevo Mois¨¦s y cuya nostalgia le aparta de una vocaci¨®n que acaso se ha visto defraudada. Y es una pena que un hombre as¨ª se retire de la vida p¨²blica -tan p¨²blicamente-, aunque s¨®lo sea porque ya no nos podr¨¢ seguir ilustrando sobre el clima que rodea al poder, sobre la enigm¨¢tica psicolog¨ªa de los jefes, sobre las extra?as circunstancias que enmarcan su soledad, sobre los ineludibles rasgos de car¨¢cter que imprime toda alta magistratura. Pero quiero creer que, aun alejado del poder, podr¨¢ el se?or Peces-Barba -como han hecho otros que han recorrido su misma senda, quiz¨¢ menos voluntariamente- seguir administrando a sus conciudadanos esas inapreciables recetas dignas de ser recogidas en su d¨ªa en el Breviario delpol¨ªtico honesto. No ser¨¢ f¨¢cil en el futuro prescindir de sus aforismos, como, por ejemplo: "Para la pol¨ªtica se requiere, como dice Weber, pasi¨®n y mesura y una gran fortaleza de ¨¢nirno". No se sabe qu¨¦ admirar m¨¢s: si la m¨¢xima en s¨ª, inapreciable en su alcance, firmada por un apellido tan musical como solemne, o el rigor intelectual de quien, pudiendo apropi¨¢rsela (pues no creo que haya nadie capaz de denunciar la paternidad de semejante hallazgo), no duda en citar al autor de la misma.
Desde hace alg¨²n tiempo, se han puesto de moda estas reflexiones sobre el poder. "Mi novela", dir¨¢ el autor galardonado recientemente con un sonoro premio, "es b¨¢sicamente una reflexi¨®n sobre el poder". "He intentado", comentar¨¢ el adaptador de la nueva audacia esc¨¦nica, "trasladar a la problem¨¢tica de nuestra ¨¦poca las reflexiones de Sade sobre el poder". "Me interesa sobre todo", aducir¨¢ el profesor llamado a conmemorar el centenario, "la teor¨ªa del poder en Calder¨®n". Vaya con el poder, se ha puesto de moda: el que no lo busca se lo inventa, el que no lo consigue medita sobre el. ?Y todo para qu¨¦? ?Para que el pensador de turno nos abrume con unas reflexiones que en nada ampl¨ªan las que en su d¨ªa hicieran los m¨¢s humildes comentaristas de Tuc¨ªdides, T¨¢cito, Maquiavelo o Montesquieu? ?Para comprobar -no sin cierta satisfacci¨®n- que, siendo el poder viejo como el mundo y siempre el mismo, apenas hay nada nuevo que decir acerca de ¨¦l? ?Para leer una vez m¨¢s los m¨¢s manoseados t¨®picos sobre el peso y la soledad de la p¨²rpura? ?Si al menos lo viejo se dijera con cierta gracia! Pero, qui¨¢, la reflexi¨®n ha de ser sesuda, circunspecta y carente de nombres propios; nada de an¨¦cdotas, todo ha de ser noble... y muy poco interesante. Por eso, cuando alguien anuncia que va a reflexionar sobre el poder, yo procuro largarme.
Empieza a ser un tanto estomagante -y muy inexactatoda esa pat¨¦tica mitolog¨ªa montada alrededor de la soledad de la p¨²rpura. Yo, ciertamente, no creo que el jefe est¨¦ solo ni siquiera en los momentos supremos; el jefe es une, de los hombres m¨¢s acompa?ados de nuestra sociedad, si no el m¨¢s; para empezar, siempre est¨¢ reunido, y, por si fuera poco, tieme una escolta con la que bien puede echar una partida de naipes, llegado el caso. Los pocos ratos que le dejan solo est¨¢ muy ocupado (por quehaceres que acompa?an mucho, qu¨¦ duda cabe, y alejan el fantasma de la soledad), y los breves per¨ªodos de descanso que se puede tomar los ?dedica a la familia, a la que ve poco. ?Se puede pedir m¨¢s? Y que no me hablen de la soledad, del esp¨ªritu, del vac¨ªo que le rodea en los momentos en que todo depende de ¨¦l, porque eso no me lo creo. La verdadera soledad -la del estudiante ante el examen, la del matador ante el bicho (un tanto contradictoria), la del viudo jubilado, la del poeta que no encuentra su verso, y la m¨¢s terrible, la del hombre que est¨¢ solo y no tiene nada que hacer-, el jefe moderno, que sin duda. la ha conocido, no la frecuenta para nada. El jefe de nuestro tierripo puede hacer muy pocas cosas a solas en su calidad de jefe, y, en esencia, solamente una: dirnitir.
No puede ser de otra manera. La pol¨ªtica que practica hoy gran parte de Occidente la invent¨® Roma, Venecia la puso al d¨ªa y el Parlamento brit¨¢nico le dio un futuro que va para rato. Tres re p¨²blicas que confiaron buena parte de su poder a sus flotas. Y ese invento radica poco m¨¢s que en un principio ¨²nico, desarrollado hasta los l¨ªmites y con la capacidad que cada, rep¨²blica puede o sabe imponerse: el principio de la fragmentaci¨®n y multiplicaci¨®n del poder, de la dispersi¨®n de sus agentes y, con frecuencia, de su oposici¨®n y contraste. Que las manos que tomen el poder sean las m¨¢s; que quede parcelado y -en la medida compatible con su ejercicio- que desaparezca el latifundio ejecutivo, por as¨ª decirlo. En una sociedad que se organiza de acuerdo con tal principio, ?d¨®nde hay un sitio para que la p¨²rpura se encuentre sola?
Se me conceder¨¢ que, al menos y las m¨¢s delas veces, la soledad se acompa?a del silencio. Pero si bien sobre la soledad del jefe se puede y suele montar toda una banal ret¨®rica Muy del gusto de algunos dramaturgos, en cambio, su silencio no se perdona. Un jefe que no habla es como un toro que no embiste; y, por no hacer precisamente aquello que se espera de ¨¦l, se le echan los mansos y se le env¨ªa a los corrales.
El jefe, por encima de todo, lo que tiene que hacer es hablar, aunque sea atropelladamente, y sin que necesariamente tenga que dar su opini¨®n. (Y, a prop¨®sito, he sabido de muy buena tinta que una figura pol¨ªtica de mucha actualidad y que presume de contar con buen n¨²mero de partidarios, tras discutir con su mujer de pormenores dom¨¦sticos y como ¨¦sta no depusiera una actitud un tanto insistente, la despach¨® con la siguiente frase: "Est¨¢ bien, pero cuando necesite tu opini¨®n ya te la dar¨¦.) Incluso tiene el jefe, sobre el com¨²n de los mortales, la no despreciable ventaja de hablar de una cosa sin tener opini¨®n propia sobre ella, pues para algo tiene colaboradores que, a su vez, tienen subordinados que cuentan con la ayuda de expertos que manejan informaciones de toda solvencia; y s¨®lo as¨ª se debe entender el lenguaje de los pol¨ªticos. Esto es, el lenguaje de los hombres que muy rara vez est¨¢n solos.
Cuentan del presidente Reosevelt -FDR- que un d¨ªa se levant¨® un tanto cansado de recibir siempre las mismas frases de aliento y halago. Aquel hombre de la amplia sonrisa, el cigarrillo en boquilla y el sombrero flexible con el ala vuelta hacia arriba tambi¨¦n pudo cansarse de su'imagen publica, amable y campechana, tanto como al se?or Peces-Barba le ha fatigado la soledad. Y dicen que un d¨ªa se propuso experimentar con la reacci¨®n que provocaban sus palabras, y en una reuni¨®n oficial y nutrida de la Casa Blanca, a cada uno de los invitados que avanzaban con la mano extendida y una sonrisa tan amplia como la suya le recib¨ªa con la siguiente frase: "Esta ma?ana he asesinado a mi abuela". El presidente pudo comprobar c¨®mo los invitados estaban mucho m¨¢s ocupados en soltar la frase que tra¨ªan preparada que en atender a sus palabras, as¨ª que a cada "Esta ma?ana he asesinado a mi abuela", le contestaban: "Buen trabajo, se?or presidente, hay que seguir por ese carnino", o "Bien hecho, es lo que todos est¨¢bamos esperando", o "Eso le granjear¨¢ m¨¢s votos en Wisconsin", o "Cielos, se lo dir¨¦ a mi mujer, que le encantar¨¢ o¨ªrlo". Tan s¨®lo un embajador europeo, uno de los ¨²ltimos en saludarle, le hab¨ªa de escuchar con la debida atenci¨®n. "Esta ma?ana he asesinado a mi abuela", repiti¨® Roosevelt por en¨¦sima vez. El embajador asinti¨® y baj¨® la vista. "Estoy seguro de que se lo ten¨ªa muy merecido, se?or presidente", contest¨® respetuosamente el embajador.
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