Carrillo 'no tiene rabo
Durante un m¨®rbido atardecer de invierno, en 1976, cuando la alcantarilla estaba llena de enanitos rojos y ca¨ªa sobre Madrid una granizada de pelotas de goma, se desarroll¨® esta secuencia de espionaje. El enlace del partido entr¨® en aquel bar, se coloc¨® al pie de la barra, junto al periodista, y pidi¨® un caf¨¦ con leche. Mientras dilu¨ªa la torva mirada clandestina dentro de la taza con el azucarillo, le pas¨® la consigna cavernosamente de soslayo.-Tienes que estar preparado.
-?De qu¨¦ se trata ahora?
-Ma?ana recibir¨¢s una llamada.
El camarada no dijo nada m¨¢s, aunque sin mirarle a la cara le felicit¨® de antemano por haber sido elegido. Apur¨® el ¨²ltimo sorbo, pag¨® la consumici¨®n y se esfum¨® misteriosamente por donde hab¨ªa llegado. Corr¨ªa aquel tiempo en que todo el mundo parec¨ªa comunista y todos los comunistas eran guapos e inteligentes. Aquellos crep¨²sculos de lucha bajo una banda sonora de sirenas policiacas ten¨ªan un punto er¨®tico de penetraci¨®n hacia la historia, La catacumba pol¨ªtica hab¨ªa colocado el cartel ?e no hay billetes y en los altos salones tambi¨¦n estaba de moda jugar a rojo evanescente, aunque ah¨ª hab¨ªa que cumplir ciertas reglas; por ejemplo, trinchar el fais¨¢n sin mancharse la corbata. Por falta de previsi¨®n Arias Navarro se hab¨ªa encontrado con un problema grave. No hab¨ªa c¨¢rceles para tanta gente. Ten¨ªa un gran bodoque en la morra y los enanitos ya estaban trepando por las ca?er¨ªas.
Con exactitud n¨®rdica, al d¨ªa siguiente son¨® el tel¨¦fono en casa del periodista. Una voz desconocida le indic¨® lo que deb¨ªa hacer. A las seis de la tarde un coche verde periquito pasar¨ªa a recogerle junto a la salida -del metro de Noviciado. Y as¨ª sucedi¨® puntualmente. A la hora convenida ¨¦l esperaba en la acera. Alguien aparc¨® junto al bordillo y le llam¨® desde el volante.
-Sube.
-?Ad¨®nde vamos?
-Ver¨¢s algo grande. Muchos quisieran estar en tu piel.
El autom¨®vil se dirigi¨® hacia un barrio madrile?o de calles silenciosas y en el ¨²ltimo tramo del viaje el periodista percibi¨® que estaba pasando unos controles an¨®nimos. Aquel barbudo de la esquina hab¨ªa hecho una se?al discreta con el peri¨®dico. Un poco m¨¢s all¨¢, en la puerta de una mercer¨ªa, dos camaradas hab¨ªan prendido un cigarrillo. Todo parec¨ªa en orden. El conductor detuvo el coche frente a un portal de vivienda protegida y en seguida apareci¨® un joven con m¨²sculos de gimnasio, que acompa?¨® al reportero hasta el ascensor, donde fue cacheado amablemente. El piso franco tema una sala destartalada con bancos y reclinatorios de iglesia. otros compa?eros de la Prensa hab¨ªan llegado antes, y all¨ª, en la pared del fondo, se ve¨ªa una gran cortina morada, como esas que tapan los santos del retablo en la semana de pasi¨®n. Al p¨²blico de la sala le colgaba la colilla tr¨¦mula en la comisura en un ambiente de expectaci¨®n herm¨¦tica y todo el mundo estaba esperando el momento de la revelaci¨®n, hasta que por fin lleg¨®. Se abri¨® la cortina y detr¨¢s, en una hornacina, apareci¨® Santiago Carrillo.
Flanqueado por dos cirios en lo alto del altar, aquel genio burl¨®n, sacado de un dibujo de Seraf¨ªn, hizo sonre¨ªr su embocadura de pel¨ªcano. Ten¨ªa la traza de un viejo p¨ªcaro de extrarradio, con el ojito estallado en los lentes, la napia carnosa, el rostro macerado por los golpes de la vida y llevaba un peine hortera en el bolsillo de la solapa. La concurrecia produjo un rumor de asombro. Era la primera vez que Carrillo se mostraba en carne mortal a los suyos en aquellos tiempos de clandestinidad, cuando ¨¦l iba con peluca de bujarr¨®n por covachas y restaurantes de cinco tenedores y se hab¨ªa convertido en el fantasma m¨¢s solicitado por marquesas y polic¨ªas.
Se sab¨ªa que Carrillo andaba por Madrid disfrazado de lagarterana, pero hasta entonces ning¨²n laico lo hab¨ªa visto, y en los c¨ªrculos de la moda intelectual la gente m¨¢s fina se divid¨ªa en dos: unos estaban dispuestos a regalar su finca a un pobre, y otros, que no ten¨ªan finca, a vender al abuelo paral¨ªtico a una. cadena de hamburguesas con tal de conseguir una cita secreta con aquel peque?o dios guas¨®n que se mov¨ªa nocturnamente por la ciudad. A la polic¨ªa le pasaba lo mismo. Todo el mundo quer¨ªa presumir en la oficina, en el cuartelillo, en los consejos de administraci¨®n o en las sacrist¨ªas de uralita en Vallecas, y el cuchicheo morboso comenz¨® a cundir. Alguien hab¨ªa cre¨ªdo sorprender a Carrillo cenando en Jockey o compr¨¢ndose una muda en Sepu, o dando cacahuetes a los monos del zool¨®gico. El juego era demasiado divertido y no pod¨ªa durar mucho. Hubo un pacto. Carrillo se puso en suerte y dos funcionarios de la brigada social un d¨ªa le levantaron respetuosamente la peluca al pie de un sem¨¢foro.
El s¨¢bado de gloria de la legalizaci¨®n
Despu¨¦s de cumplir el tr¨¢mite de la c¨¢rcel, en el zagu¨¢n de Carabanchel, a Carrillo un cabo primero le estampill¨® la nalga con el sello de ciudadano corriente. Ya pod¨ªa ir por la calle, aunque tampoco era muy normal circular con aquel viejo Cadillac, como de gangster de Chicago a?os treinta, que parec¨ªa una clueca negra en medio de una pollada de utilitarios, un coche al que s¨®lo le faltaba un botijo en la baca para ser confundido con el de un torero apoderado por Camar¨¢. Conocer a Carrillo se convirti¨® en un rito de sal¨®n. Las bayaderas comunistas le untaban el calca?ar con ¨®leo y se lo secaban luego con la rama ardiente de su cabellera. Iba custodiado por unos tipos que luc¨ªan un queso de bola en cada b¨ªceps Y nadie en el Comit¨¦ Central era digno de desatarle la correa del zapato. Carrillo se present¨® en sociedad durante el entierro de los abogados asesinados en la calle de Atocha, en medio del silenclio de una plantaci¨®n de flores y pu?os que estremeci¨® la rabadilla del ¨²ltimo dem¨®crata. Aquella est¨¦tica de martirio acab¨® por sacarle brillo al personaje. Y as¨ª hasta que lleg¨® el s¨¢bado de gloria, la noche en que se escurren las losas de las tumbas. Dios salt¨® de la fosa, como lo hace todos los a?os. Y a esa misma hora, aprovechando la fuerza del muelle, el partido comunista qued¨® legalizado. Su¨¢rez le hab¨ªa tendido esa trampa.
Demostrar que el comunista era una persona normal fue considerado entonces por Carrillo como un hecho revolucionario, y el partido se impuso en aquel momento la dura tarea de recobrar su genuina imagen masacrada por cuarenta a?os de calumnias. El peque?o burgu¨¦s de escudella dominical ten¨ªa que descubrir que los comunistas tambi¨¦n se afeitaban todos los d¨ªas, sab¨ªan ceder el paso en la acera a una embarazada, ayudaban a cruzar la calle a un ciego y se pon¨ªan muy contentos cuando les tocaba una mu?eca en la t¨®mbola. La gente de arriba no daba cr¨¦dito a los ojos. En la primera fiesta campestre que celebr¨® el partido, los esp¨ªas de la derecha se acercaron all¨ª con esp¨ªritu de safari fotogr¨¢fico para ver las fieras de cerca, todas reunidas.
Un mill¨®n de comunistas se solazaba en el solar de la Arcadia adorando una tortilla de patatas bajo la nube de chorizo asado, y los comisionados s¨®lo ve¨ªan a viejos luchadores olivareros con un garrote de pl¨¢stico lleno de caramelos y peladillas, a fresadores de Pegaso removiendo con una pala la pero la de chocolate. Crepitaban las sardinas a la brasa, unidas al perfume s¨®lido de las chuletas, y obreros muy curtidos soplaban matasuegras, tocaban el pito, llevaban gorritos de romer¨ªa, caretas y narizotas. Y hab¨ªa gritos de feria, con insignias para el caballero y pegatinas para el nene y la nena.
Vistos as¨ª, parecen buenas personas.
-No te f¨ªes.
-Ahora es que est¨¢n muy distra¨ªdos.
-S¨ª.
-Alg¨²n d¨ªa atacar¨¢n.
La santa resignaci¨®n en mangas de camisa
Desde lo alto del mitin, Carrillo predicaba la santa resignaci¨®n en mangas de camisa. Hay que amarse los unos a los otros. Orad conmigo, camaradas. La democracia hab¨ªa llegado y los comunistas ser¨ªan los primeros en defenderla cumpliendo a rajatabla el reglamento burgu¨¦s. Parec¨ªa un chiste malo, pero ¨¦l hablaba en serio y el pueblo se adensaba todav¨ªa alrededor de su l¨ªder con un fervor de patio de caballos despu¨¦s de una gran faena. Entonces se produjo en este pa¨ªs un hecho sociol¨®gico fundamental, cuando la gente comenz¨® a comprobar que los h¨¦roes tambi¨¦n toman caf¨¦ con leche. Ese fue el espect¨¢culo de Carrillo en el bar de las Cortes. Los diputados de la derecha, los muchachos de la secreta, las se?oras de la limpieza y los ujieres, al levantarse la sesi¨®n, ve¨ªan que Carrillo llamaba al camarero y no ped¨ªa un solomillo de fascista ni una paletilla de empresario lechal, sino acelgas rehogadas con una tortillita de nada. Aquel demonio era vegetariano, pero en el Parlamento muchos cre¨ªan que Carrillo ocultaba el rabo, pegado con esparadrapo, a lo largo del pantal¨®n. Fraga insisti¨® tanto que don Santiago no tuvo m¨¢s remedio que someterse a la prueba. Las Cortes convocaron una reuni¨®n extraordinaria s¨®lo paa eso.
En medio de gran expectaci¨®n, Carrillo baj¨® desde su esca?o por las gradas del hemiciclo. Esa misma ma?ana, los bedeles hab¨ªan colocado una piscina port¨¢til en forma de ri?¨®n al pie de la tribuna, en el c¨ªrculo del banco azul. Carrillo se encaram¨® en el podio a modo de trampol¨ªn y all¨ª arriba comenz¨® a desnudarse hasta quedar en un tanga sucinto. Sac¨® el t¨®rax con una inspiraci¨®n clavicular, meti¨® el diafragma formando vientre de lavabo, puso los brazos en jarras y un tornasol de aceite le marc¨® la musculatura. Ca?ones de luz lo enfocaban desde varios ¨¢ngulos y el Pleno del Congreso comprob¨® con mucho morbo que, efectivamente, Fraga llevaba raz¨®n. Desnudo en el trampol¨ªn, a Carrillo se le ve¨ªa un rabo de catorce v¨¦rtebras, rematado con una punta de lanza. El presidente de la c¨¢mara reclam¨® silencio con la maza. Sus se?or¨ªas iban a presenciar un milagro de Lourdes, el poder sulfuroso de las aguas de este balneario. Carrillo levant¨® los brazos, elev¨® tambi¨¦n los talones, tom¨® aire y con impulso felino dibuj¨® un salto del ¨¢ngel, seguido por el foco de luz, en el espacio hasta zambullirse en la piscina con la admiraci¨®n y el aplauso de todos.
Cuando Carrillo sac¨® la cabeza por la superficie del agua y busc¨® chapoteando, estilo mariposa, la barandilla del banco azul, los diputados advirtieron en seguida la transformaci¨®n. El rabo del comunista se hab¨ªa desprendido de su trasero y qued¨® flotando como una anguila muerta. Un ujier quiso llev¨¢rselo de recuerdo para que sus hijos jugaran con ¨¦l en un descampado cerca de casa, pero hoy el rabo de Carrillo se venera en una urna, en plan trofeo democr¨¢tico, sobre una mesa de limoncillo en el sal¨®n de los pasos perdidos en el palacio del Congreso.
-Habr¨¢ que creerle.
-En el fondo, este hombre es san Mart¨ªn de Porres.
-Adem¨¢s parece muy gracioso.
-Denle el certificado de curaci¨®n.
Filosof¨ªa de gato escaldado
Carrillo consigui¨® que le dieran de alta y desde entonces ha seguido su carrera hacia la santidad, se ha dedicado a impartir cada d¨ªa su filosof¨ªa de gato escaldado. Lo suyo ha sido pegar la oreja en el suelo, como un indio apache, para o¨ªr los cascos del s¨¦ptimo de caballer¨ªa, pero llega un momento en que entre la v¨ªctima y el verdugo se establece una corriente de mutua admiraci¨®n. La dulzura de las alfombras, el respeto de los m¨¢rmoles y el calorcillo del esca?o iban trabajando el coraz¨®n del l¨ªder.
Pasar directamente desde el pozo ciego de la clandestinidad a las butacas de terciopelo y que un ujier entorchado, cuando vas a soltar una soflama, te coloqu¨¦ un vaso de agua cristalina con servilleta de encaje junto al folio, es un golpe demasiado bajo. Carrillo no lo ha resistido. Qued¨® atrapado entre el miedo a los tambores no tan lejanos y la m¨®rbida evanescencia del ritual parlamentario. El ha hecho un buen servicio a la paz desactivando de la carga explosiva las masas, pero su clientela, unos por arriba, otros por abajo, le ha dejado solo. No corr¨¢is, que es peor.
Aquella trampa de Su¨¢rez hab¨ªa funcionado. Si el partido comunista no hubiera sido legalizado un s¨¢bado de gloria, hoy medio pa¨ªs ser¨ªa rojo furioso. Pero ha pasado la moda. Y Carrillo se ha quedado en un genio burl¨®n, rodeado de bur¨®cratas. La libertad es bella y venenosa como una amanita faloide. La burgues¨ªa le regal¨® esa seta. Y Carrillo se la trag¨®.
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