Hay que romper el bolero de Ravel
No hace mucho tiempo, Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez, el flamante premio Nobel, narraba en estas p¨¢ginas una historia que le hab¨ªan contado en Barcelona y que dentro de mis limitaciones de narrador podr¨ªa resumir as¨ª: "Una tarde de lluvias torrenciales, Mar¨ªa, una joven casada de veinticinco a?os, viajaba por una carretera de poco tr¨¢nsito cuando se le estrope¨® el coche. Al cabo de una hora de se?ales in¨²tiles a los veh¨ªculos que pasaban, logr¨® que el conductor de un autob¨²s se compadeciese de ella. No iba muy lejos, pero a Mar¨ªa le bastaba con encontrar un sitio donde hubiera un tel¨¦fono para pedirle a su marido que fuese a recogerla. Nunca se le habr¨ªa ocurrido que en aquel autob¨²s, ocupado en su totalidad por un grupo de mujeres at¨®nitas, hab¨ªa empezado para ella un drama absurdo y surrealista que le cambi¨® la vida para siempre.
Al anochecer, el autob¨²s entr¨® en un patio de un enorme y sombr¨ªo edificio situado en un descampado. La mujer que mandaba a las dem¨¢s las hizo descender con ¨®rdenes un poco infantiles, es decir, como si se tratara de ni?os, aunque todas eran mayores. Mar¨ªa fue la ¨²ltima que descendi¨®. La encargada del grupo se lo encomend¨® a otras personas que salieron a recibirlo y se fue sin m¨¢s en el veh¨ªculo. Hasta ese momento Mar¨ªa no se dio cuenta de que aquellas mujeres eran 32 locas pac¨ªficas que se iban a internar en un manicomio.
Dentro ya del edificio, Mar¨ªa se separ¨® del grupo y pregunt¨® a una empleada d¨®nde hab¨ªa un tel¨¦fono. Una de las enfermeras que conduc¨ªa a las pacientes la hizo volver al grupo mientras le dec¨ªa de un modo muy dulce: "Por aqu¨ª, linda, por aqu¨ª hay un tel¨¦fono". Mar¨ªa sigui¨®, junto con las otras mujeres, por un corredor tenebroso, y al final entr¨® en un dormitorio colectivo donde las enfermeras empezaron a repartir camas. A Mar¨ªa le asignaron tambi¨¦n la suya. Un poco nerviosa ya con el equ¨ªvoco, explic¨® que su coche se hab¨ªa estropeado en la carretera y que lo ¨²nico que quer¨ªa era un tel¨¦fono para prevenir a su esposo. La enfermera fingi¨® escucharla con atenci¨®n y le dijo que se metiera en la cama y que al d¨ªa siguiente podr¨ªa llamar.
Comprendiendo de pronto que estaba a punto de caer en una trampa mortal, Mar¨ªa escap¨® corriendo del domitorio. Pero antes de llegar a la puerta, un guardi¨¢n corpulento le dio alcance, le aplic¨® una llave maestra, y otros dos le ayudaron a ponerla una camisa de fuerza. Despu¨¦s, como no dejaba de gritar, le inyectaron un somn¨ªfero. Al d¨ªa siguiente, como persist¨ªa en su actitud insensata, la trasladaron al pabell¨®n de los locos furiosos y la sometieron hasta el agotamiento con una manguera de agua helada a alta presi¨®n.
El marido de Mar¨ªa, preocupado por su tardanza, denunci¨® su desaparici¨®n. El autom¨®vil de Mar¨ªa fue encontrado abandonado y desmantelado por los ladrones. Al cabo de dos semanas, la polic¨ªa declar¨® cerrado el caso y se tuvo por buena la explicaci¨®n de que Mar¨ªa, desilusionada por su breve experiencia matrimonial, se hab¨ªa fatigado con otro. Mar¨ªa tard¨® en adaptarse a la vida del manicomio, pero su car¨¢cter rebelde se fue doblegando paulatinamente. Aunque se negaba a participar en los juegos de las restantes enfermas, ya nadie la forzaba. Al fin y al cabo, dec¨ªan los m¨¦dicos, as¨ª empezaban todas, y tarde o temprano terminaban por incoporarse a la vida de la comunidad". Hasta aqu¨ª, pues, este espeluznante relato de Garc¨ªa M¨¢rquez, que, a modo de par¨¢bola, pienso puede servir para reflexionar sobre los acontecimientos que desde el 23 de febrero de 1981 se vienen sucediendo en nuestro pa¨ªs. Espa?a, despu¨¦s de una historia frustrante en sus casi dos siglos de constitucionalisino, hab¨ªa logrado, a trav¨¦s de una transici¨®n pac¨ªfica y ejemplar, darse una Constituci¨®n que por vez primera en su historia era aceptada por todos los partidos pol¨ªticos y por la inmensa mayor¨ªa del pueblo espa?ol. La democracia, a diferencia de lo que ha sucedido en otras ¨¦pocas de nuestra historia, no s¨®lo es posible, sino que sociol¨®gicamente, econ¨®micamente, pol¨ªticamente, fraternacionalmente y ¨¦ticamente es absolutamente necesaria para consolidarnos como naci¨®n. Podemos y debemos ser uno de los pa¨ªses que cuenten en el mundo, rectificando as¨ª nuestros pasados errores y desdichas.
Sin embargo, como en el relato de Garc¨ªa M¨¢rquez, un equ¨ªvoco esperp¨¦ntico, dirigido por una ¨ªnfima minor¨ªa de espa?oles irresignables que no desean la democracia ni aceptan la Constituci¨®n, ha decidido llevarnos, de forma fatalista, sirvi¨¦ndose de m¨¦dicos y enfermeros, a un precipicio mediante el secuestro de la democracia y la aplicaci¨®n consiguiente de una camisa de fuerza. En definitiva, se tratar¨ªa de volver nuevamente al t¨²nel de nuestra historia reciente, como si ¨¦sta consistiera en un ?nmenso bolero de Ravel, que destila una y otra vez la misma melod¨ªa sin soluci¨®n de continuidad.
Pero, evidentemente, a diferencia de la Mar¨ªa del relato, nuestra democracia tiene en principio mayores defensas, siempre que se quieran aplicar. En efecto, la en¨¦rgica actitud de nuestros tres poderes del Estado podr¨ªa haber cortado el nudo gordiano que nos alejara definitivamente de semejante pesadilla. Desgraciadamente no parece haber sido as¨ª hasta este momento. Un Gobierno timorato, con la honrosa excepci¨®n del Ministerio del Interior, que ha venido practicando en este sentido una pol¨ªtica de silla de tijera. Un Parlamento eficaz en muchas cosas, pero obnubilado en otras decisiones, que no ha sabido adoptar leyes que hubieran podido despejar los nubarrones que ya se ciernen, y resolver los casos ins¨®litos que hoy se presentan en v¨ªsperas del pr¨®ximo proceso electoral.
Un poder judicial, originario del r¨¦gimen anterior en su mayor¨ªa, que, aun conducido hoy por un organismo democr¨¢tico y competente, todav¨ªa sigue dictando alguna sentencia peregrina, y reciente, que parece m¨¢s bien fruto de bur¨®cratas del Derecho celosos de aplicar reglamentos dudosamente constitucionales que de aut¨¦nticos juristas obligados a aplicar la Constituci¨®n y las normas que descansan en ella con una interpretaci¨®n democr¨¢tica.
Pero no quiero ser pesimista y pienso que hoy es aun todav¨ªa. De lo que se trata, en definitiva, es de dar la batalla urgentemente para evitar caer nuevamente en la rutina reaccionaria de nuestro pasado inmediato. Para ello es posible, por el momento, ejercer en¨¦rgicamente las palancas de poder que el Gobierno, aun siendo en funciones, posee plenamente, a fin de buscar los resquicios legales que eviten el desastre y el hazmerre¨ªr internacional a que nos conduce la dial¨¦ctica kafkiana protagonizada por unos pocos en perjuicio de 37 millones de espa?oles.
Pero no basta tampoco con esta esperanza. Pienso que no conviene olvidar igualmente que la esencia de la democracia consiste en luchar todos los d¨ªas por ella, en rechazar a todos aquellos que la amenacen seriamente y, por ¨²ltimo, en forzar con vigor a los poderes del Estado para que la defiendan y fortalezcan. As¨ª no me parece hoy tan ut¨®pica la declaraci¨®n que conten¨ªa uno de los art¨ªculos de la primera Constituci¨®n francesa, de 1791, cuando se?alaba que la Asamblea Constituyente depositaba la defensa ¨²ltima de la Constituci¨®n en la fidelidad del cuerpo legislativo, del rey y de los jueces, en la vigilancia de los padres de familia, de las esposas y de las madres, en la afecci¨®n de los j¨®venes y, en definitiva, en el coraje de todos los ciudadanos.
es catedr¨¢tico de Derecho Politico de la Universidad Complutense.
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