La antorcha rendida
En el Ulster, el terrorismo se ha cobrado recientemente cerca de veinte muertos y varias decenas de heridos, al hacer explosi¨®n una bomba colocada en una discoteca. No es f¨¢cil imaginar un mayor contrasentido que dar b¨¢rbara muerte a un conjunto de personas j¨®venes mientras bailan y celebran su esplendor vital. Ya han dicho la se?ora Thatcher que se trata de un crimen horrendo, y el l¨ªder de la oposici¨®n, que es abominable, y ya ha pedido el reverendo Paisley que se restablezca la pena de muerte. Pero, aparte de esas manifestaciones consabidas, ?existe alguna esperanza de que cesen las masacres terroristas?El hecho de la muerte nos deja siempre ante una angustia que va m¨¢s all¨¢ del simple temor de morir. Nuestra ¨¦poca, que ha desarrollado una inmensa capacidad de matar, tiende a desentenderse de la muerte como algo que les ocurre a otros. S¨®lo cuando nos toca muy de cerca aparentamos estar m¨¢s afectados, pero con la convicci¨®n interna de querer huir de tan angustiosa situaci¨®n. Estamos mucho m¨¢s preocupados por nuestro envejecimiento que por nuestra propia muerte, y en esta despreocupaci¨®n por el fin de nuestra existencia se encuentra la indiferencia ¨²ltima por la muerte ajena, aunque a veces sea tan traum¨¢tica y cargada de horror como en el atentado terrorista del Ulster.
Heidegger, que ve¨ªa a la muerte, en su m¨¢s amplio sentido, como un fen¨®meno de la vida, como un salir del mundo, hizo un an¨¢lisis clarificador de la publicidad cotidiana de la muerte como causa de su alejamiento para nosotros, en nuestra conciencia. Continuamente mueren, a nuestro lado y en lejanos parajes, miles y miles de personas desconocidas; a veces se muere alguien cercano a nosotros o, al menos, conocido; eso ya nos afecta un poco m¨¢s y nos parece muy lamentable, pero, al fin y al cabo, pensamos que tambi¨¦n uno se morir¨¢, aunque, de momento, no le toca a uno. Esta certidumbre de que alg¨²n d¨ªa uno morir¨¢ da al hecho de morir un sentido de acaecimiento que nos tranquiliza respecto de la muerte de otros. Uno no duda de que morir¨¢, pero, mientras tal hecho llega, hay que esquivar tan angustiosa realidad, aunque esta ¨²ltima se nos presente en forma de j¨®venes descuartizados por una bomba o de ni?os extinguidos por el hambre.
En nuestros d¨ªas, las escenas de muerte y destrucci¨®n ocurridas en mil puntos de nuestro mundo est¨¢n presentes para todos en los medios de comunicaci¨®n. Nunca hemos sido testigos de tantas muertes y masacres como ahora, y, sin embargo, su misma cotidianeidad las trivializa y adormece nuestra capacidad de indignaci¨®n frente a las muertes causadas por el fanatismo, el odio, la tiran¨ªa o la ambici¨®n deshumanizada. Al mismo tiempo, en nuestro propio caso, se nos crea el sentimiento de una cosa cierta que puede no llegar.
En otros tiempos, la muerte fue casi una obsesi¨®n. La Edad Media danzaba con ella; los esqueletos, calaveras y signos similares invad¨ªan el paisaje vital del hombre, y en sermones y visiones literarias, la muerte aparec¨ªa como una compa?¨ªa inevitable que, a veces, era bueno buscar. El famoso soneto de Calder¨®n -Ven, muerte tan escondida, / que no te sienta venir, / porque el placer del morir / no me vuelva a dar la vida- se inscribe en esa cercan¨ªa de trato con la muerte, que el hombre ve siempre inminente. En la ilustraci¨®n y el romanticismo se va a producir un impulso hacia la presentaci¨®n m¨¢s amable e incluso bella de la muerte. No s¨®lo hay una tendencia a hermanarla con el sue?o, como en la antig¨¹edad cl¨¢sica, sino tambi¨¦n a presentarla como una extinci¨®n dulce o un final heroico. Las im¨¢genes de la calavera, el esqueleto, la guada?a y otros elementos integrantes de una danza medieval o de una alegor¨ªa de Vald¨¦s Leal, pasan a ser sustituidas por im¨¢genes m¨¢s delicadas. Y es as¨ª como Lessing presenta el nuevo problema de la muerte como un genio rindiendo la antorcha.
Es ciertamente est¨¦tica esa imagen de la muerte como una antorcha extinguida, que parece anunciar un desvanecimiento del esp¨ªritu hacia otras regiones m¨¢s amables y agradecidas que este duro valle de l¨¢grimas. Y a nuestra ¨¦poca no le viene mal la evocaci¨®n de antorchas que se apagan y se invierten, y de figuras que entregan su vida por la libertad, como Byron en Grecia, para intentar velar las im¨¢genes de los esqueletos de los campos de concentraci¨®n y de la danza argentina de los desaparecidos, los descabezados de El Salvador, los masacrados de L¨ªbano o los descuartizados por la ¨²ltima bomba del Ulster.
Estos d¨ªas, los estrategas de la pol¨ªtica de Reagan discuten si ser¨ªa procedente, en caso de que los misiles sovi¨¦ticos destruyeran en sus silos a los misiles norteamericanos y matasen a diez millones de ciudadanos, dar una respuesta inmediata -desde el aire y desde el mar- para destruir misiles y matar otros diez millones de rusos, o bien, si ser¨ªa mejor optar por la paz, con los diez millones de muertos a cuestas, para evitar una cat¨¢strofe nuclear total en el juego de las represalias.
La conclusi¨®n evidente es que se precisan m¨¢s armas para disuadir a los rusos de cualquier aventura y evitar as¨ª lo que se ha llamado ventana de la vulnerabilidad. Es ocioso decir que los estrategas sovi¨¦ticos hacen an¨¢logos c¨¢lculos y razonamientos.
Resulta muy preocupante que nuestra aparente indiferencia por la muerte, que pensamos lejana para nosotros, se halle rodeada por un insensato af¨¢n de multiplicar los medios de destrucci¨®n y de muerte, y por un clima de fanatismo que pretende disfrazar el asesinato alevoso de ciudadanos pac¨ªficos como nacionalismo heroico o como religi¨®n salvadora de cualquier especie. Todos sabemos que, gracias a su profeta, Dios reina de nuevo en Ir¨¢n. Pero los ametrallados por la intolerancia fan¨¢tica y los j¨®venes descuartizados y aplastados por la bomba del Ulster no pueden verse reconocidos en la antorcha rendida. Al contrario, las ¨²nicas antorchas que exist¨ªan eran las de unas personas que quer¨ªan vivir, muchas antorchas vivientes, corno la del, poema de Beaudelaire, expresi¨®n de muchos ojos, llenos de luz, que cantaban el despertar y no la muerte.
Beaudelaire, en su canto, deja a los cirios el papel de celebrar la muerte. La antorcha debe llevarse enhiesta, con la llama al viento, para cantar la vida y la paz, no rendida a los designios turbios de los asesinos y de los so?adores de guerras salv¨ªficas. Si somos capaces de cerrar el paso a terroristas desalmados y de parar la loca carrera armamentista, habremos cumplido con nuestra obligaci¨®n de entregar, a quienes nos sucedan, la antorcha viva, no rendida.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.