Retrato de familia
Se trata de una familia tan moderna, que gracias a ella el psiquiatra ha podido comprarse un chal¨¦ en la sierra equipado con refugio at¨®mico. El padre empina el codo, el hijo se mete salsa de tomate en las venas, la madre tiene depresiones suicidas y la hija se ha escapado de casa. Ahora la chica est¨¢ sentada a mi lado, oliendo a tocino, en una discoteca-bar de butacas ra¨ªdas y desiertas, a media tarde, mientras una lluvia de marzo extrae un hedor de rata caliente de las alcantarillas del barrio del Carmen, en Valencia. Los cuatro elementos de este retrato se han despellejado los ri?ones en el div¨¢n del psiquiatra, pero hasta el momento, ese barbudo de bata blanca no ha logrado descifrar el enigma principal. No sabe si el padre se emborracha porque su hijo se pica con la jeringuilla, o si el hijo se droga porque su padre se embriaga, o si la madre quiere tirarse por el tendedero porque su hija se ha fugado con un guitarrista, o si la hija ha puesto tierra por medio para no asistir al gran desenlace que se avecina. En la penumbra de la discoteca-bar, la chica exhibe las botas crudas sobre la mesa junto a la copa de an¨ªs, se sube la manga y me ense?a con vanidad algunos callos sonrosados en las venas.Lo peor era de noche
-?Qu¨¦ te has metido por ah¨ª?
-Cosas. De todo.
-?Est¨¢s con el jaco todav¨ªa? -Quiero ponerme bien para volver a Madrid. En casa no saben nada de m¨ª desde hace cuatro meses. ?C¨®mo anda aquella ciudad?
-Bien, el alcalde hace bandos neocl¨¢sicos.-Oh. Lo peor era de noche, cuando el padre regresaba al hogar a cuatro patas y se o¨ªa el llav¨ªn ara?ar la cerradura in¨²tilmente. La mujer abr¨ªa la puerta y entonces comenzaban los insultos. ?l cruzaba dando tumbos el sal¨®n, y el hijo adolescente le miraba en silencio, con ojos de alb¨®ndiga, y despu¨¦s se sent¨ªa la vibraci¨®n de un golpe hondo al final del pasillo, seguido de un sollozo con moquillo maternal en el cuarto de ba?o. Lleg¨® a resultar insoportable. La chica recuerda con terror aquellas treguas herm¨¦ticas de los cuatro en la mesa. El padre le¨ªa el peri¨®dico detr¨¢s de la sopa, la madre engull¨ªa canelones con un nerviosismo de oca, el hijo p¨¢lido met¨ªa la lengua de oso hormiguero dentro del barro de mermelada, y todos callaban, se analizaban por un lado del ojo y escuchaban el telediario. Sin embargo, no siempre hab¨ªa sido as¨ª. Hubo un tiempo en que esta familia era tan normal como cualquiera de las que van al parque los d¨ªas de fiesta, y coleccionan fasc¨ªculos, y compran bronceadores en verano, y juegan con cubos de pl¨¢stico y patos de goma, y se echan arena bajo la toldilla en la playa de Benidorm, y acuden en reata al Corte Ingl¨¦s, y hacen quinielas, y suben a la sierra los domingos en un Renault 18 y extienden la manta bajo los pinos y comen tortilla de patatas con gaseosa Casera y leen revistas del coraz¨®n entre avispas.
-Mi padre es un gran tipo, a pesar de todo.
-?Cu¨¢ndo comenz¨® a beber?
-No s¨¦. Beb¨ªa como todo el mundo. Pero se dispar¨® cuando en casa apareci¨® la primera jeringa.
-?Era tuya?
-De mi hermano. El ni?o fue el pionero. Antes de convertir su alma en una destiler¨ªa, el hombre se llenaba s¨®lo con la dosis de un ejecutivo medio que est¨¦ satisfecho de la vida: un par de cervezas en el aperitivo, una copa de co?¨¢ despu¨¦s de comer y, a las siete de la tarde, una ginebra con t¨®nica en su despacho enmaderado, para seguir hablando de cementos, de vigas prensadas y de encofrados con otros directivos de la empresa. No era entonces ese borracho de crep¨²sculo con nariz tumefacta, cliente fijo de bar americano que dialoga a solas con la m¨¢quina tragaperras o se rasca la ingle junto a la barra y suelta intelectualidades o cuenta batallas con el matarratas en la mano a cuantos le quieran o¨ªr. La chica a¨²n recordaba a aquel padre lejano, muy metido en una felicidad import-export, con la mand¨ªbula cuadrada de voluntad, envuelto en una nube de Givenchy, como un ente agresivo y, comercial. Le o¨ªa hablar con la secretaria por tel¨¦fono sobre estructuras met¨¢licas que deb¨ªan llegar de Mil¨¢n, y todos los d¨ªas preguntaba si hab¨ªa llamado el se?or Taylor desde Nueva York. De sus viajes al extranjero tra¨ªa la maleta llena de chocolate suizo, Playboys, discos de jazz, cremas para la erecci¨®n, fumigadores contra navajeros y bragas rojas con una cabecita de gato. Era un representante de la Espa?a din¨¢mica de una ¨¦poca. Ten¨ªa un h¨ªgado perfecto, que lo filtraba todo, y un tomavistas comprado en Francfort, con el que cog¨ªa bodas de amigos, bautizos, cumplea?os y meriendas campestres en unas cintas donde los ni?os sacaban la lengua en primer plano y saludaban con la manita y la madre se tapaba el rostro con la servilleta.Aquella horrible bata azul
Cuando sucedi¨® aquello, el hombre ya hab¨ªa echado barriga y las cosas no iban bien. La papada y los problemas de la empresa llegaron al mismo tiempo. Hab¨ªa perdido mucho pelo, y con la primera suspensi¨®n de pagos le floreci¨® en el pescuezo una guarnici¨®n de quistes seb¨¢ceos y a continuaci¨®n comenzaron las diarreas y los c¨®licos hep¨¢ticos de tres en tres, mientras la mujer se pasaba el d¨ªa en chanclas de gomaespuma sin salir de aquella horrible bata azul con cuarterones de guata, y en la habitaci¨®n que da al patio interior crec¨ªa un adolescente l¨ªvido y desconocido para todos. Aquella tarde, la mujer entr¨® en el cuarto de trabajo del marido comprimi¨¦ndose la nariz con el pa?uelo y le dijo que apagara el transistor. El hombre cerr¨® tambi¨¦n el cartapacio, y entonces ella le ense?¨® un peque?o envoltorio de papel higi¨¦nico.
-Mira esto.
-?Qu¨¦?
-He encontrado esta jeringuilla dentro de un zapato de tu hijo.
-?Le pasa algo?
-No s¨¦. Hace cosas muy extra?as. Cuando los padres descubrieron la primera aguja, el muchacho ya era un colador. Guardaba la droga y el instrumental entre calcetines -sucios dentro de la guitarra y escond¨ªa los ojos de alb¨®ndiga, las ojeras c¨¢rdenas, detr¨¢s de unas gafas de espejo reflectantes de ¨¢ngel p¨¢lido. El equilibrio inestable de la familia se rompi¨® al d¨ªa siguiente, cuando el padre volvi¨® a casa totalmente ebrio, transportado en carretilla por un amable taxista que lo hab¨ªa recogido al pie de una farola. Y, sin embargo, el chico era un tipo muy sano. Su hermana conservaba de ¨¦l una imagen de aquellas excursiones a la sierra con botas y calzas tirolesas, sudando bajo un macuto de color butano. El muchacho tocaba la arm¨®nica encaramado como una cabra en el risco m¨¢s excitante, y ahora todav¨ªa le ve montado en bicicleta con los amigos del verano, bajando por la ladera de abedules en la parte alta de la colonia. De pronto, un oto?o, aquel adolescente dej¨® de jugar, ya no toc¨® m¨¢s canciones de estudiantina con la guitarra y comenz¨® a despedir miradas huidizas. Se encerr¨® en la habitaci¨®n y cay¨® sobre ¨¦l una palidez silenciosa, cada vez m¨¢s espesa, m¨¢s azulada. No era exactamente uno de esos tipos de cuero claveteado, de cadera fajada con un cincho de garfios, ni tampoco un ecologista atrapado por suaves experiencias que sue?a con una plantaci¨®n de lechugas en un bar de Malasa?a. Seg¨²n el informe del psiquiatra, el asunto consist¨ªa en que el chico admiraba mucho a su padre, pero hab¨ªa llegado a la conclusi¨®n de que su padre no era un h¨¦roe. En el coraz¨®n de cualquier hijo, esa evidencia a menudo suele convertirse en un trauma. La progresiva sordidez del piso, los gritos, las jaquecas, el lloriqueo de la madre, que com¨ªa sin parar; la primera derrota de aquel hombre en la empresa, que le hab¨ªa hecho tan vulnerable; el muro de cemento ahumado del patio interior, cruzado por los hilos del tenderero, por donde la mujer hab¨ªa intentado tirarse una vez; las hirvientes subidas de sangre en la pubertad, los terrores nocturnos incontrolados, el sucesivo aluvi¨®n de pastillas calmantes, p¨ªldoras sedantes, comprimidos contra la ansiedad, el insomnio y la depresi¨®n, que comenz¨® a invadir todos los armarios del hogar, hab¨ªan trabajado duramente al muchacho por dentro.
-Lo peor era el silencio en la mesa. Las miradas fr¨ªas de los cuatro por encima de la sopa.
-?Qui¨¦n decidi¨® ir al psiquiatra? -Todos a la vez.
-?Y qu¨¦?
-Un l¨ªo. Entonces lleg¨® el complejo de culpa y opt¨¦ por huir. Quer¨ªa experimentar cosas suaves con un amigo musico -en una casa abandonada en J¨¢vea. En el barrio del Carmen de Valencia llueve- agua de primavera, hay hedores de alcantarilla y una dulzura caliente sale de los cubos de basura. La discoteca-bar a¨²n est¨¢ desierta, el camarero agita la coctelera como una maraca para preparar algo mortal a un solitario de la barra; en un recodo de penumbra, la chica tiene las patas sobre la mesa y de pronto dice que no se ha pinchado desde hace un mes, pero que le apetecer¨ªa pincharse ahora mismo. Me ense?a unas costras purulentes en las venas del antebrazo.
-Es muy f¨¢cil. Te metes la aguja por aqu¨ª y en seguida ves las palmeras de Jeric¨® por encima de la muralla.
-?Tienes caballo?
-No. ?Entonces? Si lo deseara, tardar¨ªa s¨®lo un minuto en conseguirlo. ?Quieres comprobarlo?
El 'rey Quique' no est¨¢La chica sale a la calle y frente al bar hay una casa con fachada de yeso sucio como un cuadro de T¨¢pies. Coge un pedazo de vidrio y lo arroja contra el ventanuco del primer piso. Al instante se enciende una bombilla detr¨¢s del visillo y un ser amarillento, con camisa de panadero y peluca de condestable llena de chinches, asoma la jeta acuchillada por el agujero. La chica pregunta si est¨¢ el rey Quique. No, el rey Quique no est¨¢. Hace tiempo que se ha abierto hacia Ibiza. Mala suerte. La chica vuelve a la butaca de la discoteca-bar, pone las botas sobre la mesa y empieza a hablar de aquella casa abandonada donde ha pasado cuatro meses con el m¨²sico y las moscas solares de invierno entre mimosas y almendros en flor, ante la Comba femenina de la bah¨ªa de J¨¢vea. A los cinco minutos se acerca un sujeto con muelas de oro y peluc¨®n fosforescente en la mu?eca peluda y le pregunta a la chica si quiere algo muy especial.
-Nada.
-Tengo caballo de la mejor calidad.
-No.
-Ven conmigo, chorva.
-No.
-Sin compromiso, oye.
De repente, la chica ha decidido no pincharse ahora, porque desea volver a Madrid en buenas condiciones. Tiene el rostro maderado por la luz del litoral y, aunque huela un poco a tocino, la soledad de la tierra le ha llenado la piel de vibraciones y ondas magn¨¦ticas. Durante unos meses ha tocado la flauta bajo un c¨ªrculo de pinos en compa?¨ªa de un guitarrista sant¨®n. Ha dormido en un petate en una caba?a de pastor sin puerta, ha bebido en abrevaderos de ovejas, se ha alimentado de higos chumbos, ha hecho yoga al amanecer y se ha despiojado al sol del Meditarr¨¢neo, y ma?ana regresa al hogar con la tripa llena de miel , frutos secos. Pero en su casa la vida no ha cambiado mucho. El padre llega todas la noches a gatas hasta el rellano, embiste la cerradura con el llav¨ªn siete -veces, abre i a puerta y cruza a cuatro patas las alfombras de la Alpujarra y se descarga a s¨ª mismo sobre la cama vac¨ªa como un bulto de la Renfe. La madre anda entre dos aguas. De pronto, se viste de hippi y grita que quiere ser feliz desde la terraza, con la cabellera adornada con p¨¦talos de geranios, y otras veces la han tenido que rescatar por los pies en lo alto del tendedero con medio cuerpo en el vac¨ªo. El hijo alterna el jugo de tomate, la salsa mahonesa, la aspirina picada, la c¨¢scara de pl¨¢tano, la frasca de keroseno y la hero¨ªna cortada con talco de beb¨¦ a la hora de dar consuelo a la vena. A pesar de todo, esta familia ha encontrado un equilibrio perfecto, en el que la neura de uno se neutraliza con el trauma del otro. Dos veces a la semana suben los tres a la sierra. All¨ª los recibe el psiquiatra y les da una sesi¨®n de grupo, todos metidos en el refugio at¨®mico. Ma?ana, la chica coge el tren para Madrid. Y la ciudad la va a recibir con todos los honores.
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