Las oscuras razones
La figura del falsificador de grandes obras art¨ªsticas suele despertar, en el com¨²n de los mortales una morbosa complacencia. Y ello porque, m¨¢s all¨¢ del marco de lo estrictamente legal, su existencia implicar¨ªa que el genio es imitable, perdiendo en s¨ª su car¨¢cter sagrado. Eso es, igualmente, lo que asusta al artista susceptible de plagio: el atentado al carisma.No es el mal falsificador el que inquieta, el chapucero que sobrevive por la picaresca al fracaso, sino aquellos que Max FriedIander llama "los arist¨®cratas entre los falsificadores", los Van Meegeren, Bastianini o Dossena, aquellos cuyas malas artes podr¨ªan inclu¨ªrse, como el crimen para De Quincey, entre las Bellas Artes.
Aunque la existencia del falsificador es siempre para la comunidad de los artistas un perjuicio para sus intereses y, modernamente, un lastre que agrava la inseguridad inherente a toda aventura creativa, el juicio que merece la falsificaci¨®n no ha sido siempre, sabemos, igualmente desfavorable ni desde el punto de vista moral ni desde el legal. Es bien conocido que, cuando la labor del artista era considerada como una cualidad m¨¢s artesanal que trascendental, la imitaci¨®n virtuosa de antig¨¹edades u obras de grandes maestros era apreciada y pod¨ªa suponer, para el fraudulento autor, una fuente de prestigio. El ejemplo cl¨¢sico por excelencia sigue siendo el Cupido mistificado por Miguel Angel. Y, aunque del siglo XVII para aqu¨ª, esas habilidades no cuentan con el mismo admirado respaldo, la protecci¨®n legal no aparecer¨ªa sino mucho despu¨¦s.
Pero, esquirol entre los artistas y perseguido por los tribunales, ?cu¨¢les ser¨ªan, af¨¢n de lucro aparte, las razones de los falsificadores modernos? Para el grupo de la main ¨¤ plume, Oscar Dom¨ªnguez incluido, la falsificaci¨®n de lienzos de amigos pudo ser un juego surrealista y perverso, a la vez que un modo de supervivencia tolerado a la postre en el Par¨ªs ocupado por los nazis. Pero el maestro de la falsificaci¨®n profesional no puede sucumbir a la tentaci¨®n de descubrir sus cartas con la misma impunidad. Su satisfacci¨®n ha de quedar en el halago por elogios prestados, en vivir por poderes la gloria de Rembrandt o Matisse en un gran museo, en regocijarse ante la admiraci¨®n despertada en expertos que tal vez no supieron apreciar su obra personal. Pero en el pecado ha de llevarse penitencia. Su creaci¨®n s¨®lo ser¨¢ perfecta si jam¨¢s es descubierta.
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