El silencio de James Joyce
Joyce pretendi¨® con su ¨²ltima creaci¨®n, Finnegans Wake, herir la m¨¦dula misma de la realidad, el n¨²cleo oculto e incognoscible de las cosas y del hombre, mediante el lenguaje. Con las palabras-maleta, con las palabras fermentadas, con las palabras que en su deformaci¨®n originan verdaderas reacciones en cadena; por ejemplo, Wellington, transformado sucesivamente en Willingdone, despu¨¦s en Willingstone y, finalmente, en Wallinstone (cada una de ellas con sus espec¨ªficas significaciones y, todas juntas, en ayuda de perfilar el bulto humano y la trascendencia hist¨®rica del Duque de Hierro), con las parodias, con las onomatopeyas, con el vocablo de 100 letras en el que se encierra la voz trueno en m¨²ltiples idiomas vivos y muertos; con estos y otros muchos expedientes, Joyce tuvo por seguro que la destrucci¨®n, la demolici¨®n, a favor del lenguaje, de todo lo que es aparencial permitir¨ªa acceder al monomito multifacetado del que saldr¨ªa el secreto ¨²ltimo, la quintaesencia de la criatura humana. Su destino hist¨®rico y su individualidad trascendente.Dicho todo esto de otro modo: se trataba, para Joyce, de perforar, de penetrar virilmente el mundo merced a la palabra. En el fondo, se buscaba el vocablo esencial que fuese, y no que representase la realidad oculta de la vida.
Pero las palabras valen por lo que significan y por lo que no significan; esto es, por lo que hay, seg¨²n afirmaba Merleau-Ponty, en su intersecci¨®n, en el intervalo entre unas y otras. En suma, en lo que no es palabra. En lo que es silencio. En lo que Ortega calific¨® de inefado. Las palabras, pues, crean silencio. En alguna parte -en mi estudio sobre Joyce- afirm¨¦ que yo hago vivir, dentro de mi estilo de hablar, y de mi estilo de escribir, los silencios que otros antes de m¨ª crearon. Y lo importante para un escritor es ser capaz de ampliar ese c¨ªrculo de silencios que recibi¨® en herencia. Las palabras son, en definitiva, gestos. Gestos de aproximaci¨®n, gestos de amor, gestos de repulsa, de aprobaci¨®n o de condena. (Dicho sea de paso: s¨®lo se entender¨¢ a fondo la significaci¨®n radical de ciertas prosas actuales cuando se las considere como un elenco multiforme y en¨¦rgico de gestos.)
Joyce radicaliza, antropol¨®gicamente, la vigencia del idioma ingl¨¦s y hace temblar toda su secular tect¨®nica. Las palabras, inglesas o no inglesas, se originan en el esp¨ªritu del escritor seg¨²n leyes nuevas y rec¨®nditas. Entonces cambian de significado y hasta de estructura. Poco a poco van convirti¨¦ndose en ademanes. Finnegans Wake es una gesticulaci¨®n continua que permite, si se es paciente, la gesticulaci¨®n individual del lector.
As¨ª luch¨® James Joyce para conseguir la comunicaci¨®n total. La comunicaci¨®n que est¨¢ m¨¢s all¨¢ de los vocablos. Que est¨¢ como en la espalda de los vocablos. Cuando uno, al cabo de a?os de an¨¢lisis y b¨²squeda de sentido, cierra el volumen de Finnegans y no anda muy seguro de haberlo entendido del todo ni mucho menos, en ese instante la impresi¨®n definitiva es de silencio, de impresionante silencio final. Un silencio desde el que se agita, se revuelve y lanza alaridos sin voz el irland¨¦s.
Pero algo quiz¨¢ m¨¢s hondo que su heroico y genial intento de dar por la v¨ªa de la inteligencia con la cifra secreta de la existencia del hombre, algo m¨¢s vulgar, m¨¢s cotidiano y m¨¢s feroz, le atenaz¨® durante a?os. Joyce era una persona sumamente callada, que, seg¨²n le o¨ª a Gis¨¨le Freund, "suspiraba mucho y hablaba poco". Su retraimiento, su actitud t¨¢cita, sus exigencias hacia los amigos y hacia sus dos secretarios, Ivan Goll y Sarnuel Beckett, favorecieron la fama de hombre distante, ego¨ªsta, displicente y fr¨ªo. De hombre entregado en absoluto a la tarea de la creaci¨®n literaria. Y esto, que en parte era verdad, no era la verdad total.
Su gran pasi¨®n fue su hija Luc¨ªa, que en plena juventud se volvi¨® loca. Una esquizofrenia la inutiliz¨® definitivamente. El padre hizo que la atendiera, entre otros, Jung. Nada consigui¨® el gran psic¨®logo. M¨¢s tarde hubo de ser internada en Ivry. Y ya en las postrimer¨ªas del novelista, ciego y vencido, all¨¢ se iba nuestro personaje a visitar a la hija demente para cantarle viejas canciones de cuna irlandesas. ?Qu¨¦ comunicaci¨®n hab¨ªa aqu¨ª? ?Qu¨¦ estremecimiento producir¨ªan las nanas en aquella mente desquiciada? Naturalmente, el padre no podr¨ªa decirlo. Nunca lleg¨® a saberlo de verdad. Pero a buen seguro que de los ingenuos versos y de las conmovedoras melod¨ªas algo habr¨¢ llegado al oscuro esp¨ªritu de la muchacha. A lo mejor lo que a ella llegaba no eran las palabras, ni tampoco las modulaciones de la cascada voz del progenitor. Quiz¨¢ s¨®lo llegase hasta ella algo as¨ª como la expresi¨®n, como la facilitaci¨®n de significaciones no declaradas. Algo as¨ª como lo que en el Finnegans Wake se consigui¨® a fuerza de sabidur¨ªa, de trabajo.
Aqu¨ª, en cambio, todo fue m¨¢s f¨¢cil sin dejar de ser m¨¢s tr¨¢gico. La vida, una vez m¨¢s, tom¨® su desquite. De nada le servir¨ªa a Joyce leerle a la enferma alg¨²n p¨¢rrafo m¨¢s o menos cr¨ªptico de su obra. (Los hay inteligibles y de una soberana belleza.) S¨ª, de nada le servir¨ªa. La hija lo que necesitaba era el eco de la herencia comunal. Lo que se lleva en la sangre y jam¨¢s se borra. La carga espiritual de las palabras que supera el encadenamiento l¨®gico, esto por descontado. Pero tambi¨¦n supera, con toda sencillez y sin aspaviento alguno, la labor taraceadora y distorsionadora de un artista sin duda genial. En la ingenuidad de cualquier canci¨®n de cuna puede darse, de hecho se da, un ¨²ltimo desgarro: el de la intimidad del artista que la interpreta o el de quien la oye, y la aut¨®noma intimidad de las palabras mismas. Ellas nos empujan. Ellas nos obligan. Y si la m¨²sica las acompa?a, entonces su porfia puede tornarse irresistible.
Joyce ciego, menesteroso y desorientado, interpreta en una m¨ªnima habitaci¨®n de sanatorio antiguas canciones de cuna para una hija enajenada. Para una hija que uno no acierta a decir si escucha o no escucha. Pero que en el fondo, y de manera arcana, algo deb¨ªan de producir en el esp¨ªritu de la paciente. El resultado ¨²ltimo es tambi¨¦n aqu¨ª el de un silencio total. Mas un silencio que podr¨ªamos calificar de hostil a fuerza de mostrarse distante. ?En qu¨¦ lejano mundo andaba Luc¨ªa, la hija bien amada? Jam¨¢s lo sabremos. Con todo, una cosa queda clara: la radical humanidad compasiva e indulgente de James Joyce. Su "suspiraba mucho y hablaba poco" no era, a buen seguro, por ning¨²n orgullo malsano. (Llevo observado que los escritores de gestos suelen tener fama de soberbios y no lo son, seg¨²n yo pienso y ahora no puedo demostrar.)
Un ¨²ltimo silencio envolvi¨® la relaci¨®n del padre con la hija. Las palabras quedaron est¨¢ticas, invalidadas, difuntas. Las palabras, al desembocar en el silencio, no hacen otra cosa, como dir¨ªa Rassam, que retornar a su origen. Al hueco de taciturnidad, de mudez absoluta desde el que han salido a la superficie comunicadora. Al silencio originario. En ese oscuro e informe callar definitivo desemboca asimismo Finnegans Wake. La esencia misma de la realidad huye una vez m¨¢s del cuchillo anal¨ªtico. Este es el resultado del libro insigne y original. Pero la extra?a e inapresable esencia de la criatura humana tambi¨¦n eludi¨®, por su parte, la efusi¨®n afectiva. Qued¨®, en ambos casos, una oquedad misteriosa. El seno desde el que se disparan todas las creaciones aut¨¦nticas. Todos los verdaderos esfuerzos del hombre.
Y aqu¨ª comienza otra cosa. ?Cu¨¢l? La ¨²ltima y conmovedora veta de profunda y universal conmiseraci¨®n del novelista. Su escondida humildad.
Domingo Garc¨ªa-Sabell es delegado general del Gobierno en la Comunidad Aut¨®noma de Galicia.
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