Viendo llover en Galicia
Mi muy viejo amigo, el pintor poeta y novelista H¨¦ctor Rojas Herazo -a quien no ve¨ªa desde hac¨ªa mucho tiempo- debi¨® sufrir un estremecimiento de compasi¨®n cuando me vio en Madrid abrumado por un tumulto de fot¨®grafos, periodistas y solicitantes de aut¨®grafos, y se acerc¨® para decirme en voz baja: "Recuerda que de vez en cuando debes ser amable contigo mismo". En efecto, fiel a mi determinaci¨®n de complacer todas las demandas sin tomar en cuenta mi propia fatiga, hac¨ªa ya varios meses -quiz¨¢ varios a?os- en que no me ofrec¨ªa a m¨ª mismo un regalo merecido. De modo que decid¨ª regalarme en la realidad uno de mis sue?os m¨¢s antiguos: conocer Galicia.Alguien a quien le gusta comer no puede pensar en Galicia sin pensar antes que en cualquier otra cosa en los placeres de su cocina. "La nostalgia empieza por la comida", dijo el che Guevara, tal vez a?orando los asados astron¨®micos de su tierra argentina, mientras se hablaba de asuntos de guerra en las noches de hombres solos en la sierra Maestra. Tambi¨¦n para m¨ª la nostalgia de Galicia hab¨ªa empezado por la comida, antes de que hubiera conocido la tierra. El caso es que mi abuela, en la casa grande de Aracataca, donde conoc¨ª mis primeros fantasmas, ten¨ªa el exquisito oficio de panadera, y lo practicaba aun cuando ya estaba vieja y a punto de quedarse ciega, hasta que una crecida del r¨ªo le desbarat¨® el horno y nadie en la casa tuvo ¨¢nimos para reconstruirlo. Pero la vocaci¨®n de la abuela era tan definida, que cuando no pudo hacer panes sigui¨® haciendo jamones. Unos jamones deliciosos, que, sin embargo, no nos gustaban a los ni?os -porque a los ni?os no les gustan las novedades de los adultos-, pero el sabor de la primera prueba se me qued¨® grabado para siempre en la memoria del paladar. No volv¨ª a encontrarlo jam¨¢s en ninguno de los muchos y diversos jamones que com¨ª despu¨¦s en mis a?os buenos y en mis a?os malos, hasta que prob¨¦ por casualidad -40 a?os despu¨¦s, en Barcelona- una rebanada inocente de lac¨®n. Todo el alborozo, todas las incertidumbres y toda la soledad de la infancia me volvieron de pronto en ese sabor, que era el inconfundible de los lacones de la abuela. De aquella experiencia surgi¨® mi inter¨¦s de descifrar su ascendencia, y buscando la suya encontr¨¦ la m¨ªa en los verdes fren¨¦ticos de mayo hasta el mar y las lluvias feraces y los vientos eternos de los campos de Galicia. S¨®lo entonces entend¨ª de d¨®nde hab¨ªa sacado la abuela aquella credulidad que le permit¨ªa vivir en un mundo sobrenatural donde todo era posible, donde las explicaciones racionales carec¨ªan por completo de validez, y entend¨ª de d¨®nde le ven¨ªa la pasi¨®n de cocinar para alimentar a los forasteros y su costumbre de cantar todo el d¨ªa. "Hay que hacer carne y pescado porque no se sabe qu¨¦ le gusta a los que vengan a almorzar", sol¨ªa decir cuando o¨ªa el silbato del tren. Muri¨® muy vieja, ciega, y con el sentido de la realidad trastornado por completo, hasta el punto de que hablaba de sus recuerdos m¨¢s antiguos como si estuvieran ocurriendo en el instante, y conversaba con los muertos que hab¨ªa conocido vivos en su juventud remota. Le contaba estas cosas a un amigo gallego la semana pasada, en Santiago de Compostela, y ¨¦l me dijo: "Entonces tu abuela era gallega, sin ninguna duda, porque estaba loca". En realidad, todos los gallegos que conozco, y los que vi ahora sin tiempo para conocerlos, me parecen nacidos bajo el signo de Piscis.
No s¨¦ de d¨®nde viene la verg¨¹enza de ser turista. A muchos amigos, en pleno frenes¨ª tur¨ªstico, les he o¨ªdo decir que no quieren mezclarse con los turistas, sin darse cuenta de que, aunque no se mezclen, ellos son tan turistas como los otros. Yo, cuando voy a conocer alg¨²n lugar sin disponer de mucho tiempo para ir m¨¢s a fondo, asumo sin pudor mi condici¨®n de turista. Me gusta inscribirme en esas excursiones r¨¢pidas, en las que los gu¨ªas explican todo lo que se ve por las ventanas del autob¨²s, a la derecha y a la izquierda, se?ores y se?oras, entre otras cosas porque as¨ª s¨¦ de una vez todo lo que no hay que ver despu¨¦s, cuando salgo solo a conocer el lugar por mis propios medios. Sin embargo, Santiago de Compostelano da tiempo para tantos pormenores: la ciudad se impone de inmediato, completa y para siempre, como si se hubiera nacido en ella. Siempre he cre¨ªdo, y lo sigo creyendo, que no hay en el mundo una plaza m¨¢s bella que la de Siena. La ¨²nica que me ha hecho dudar es la de Santiago de Compostela, por su equilibrio y su aire juvenil, que no permite pensar en su edad venerable, sino que parece construida el d¨ªa anterior por alguien que hubiera perdido el sentido del tiempo. Tal vez esta impresi¨®n no tenga su origen en la plaza misma, sino en el hecho de estar -como toda la ciudad, hasta en sus ¨²ltimos rincones- incorporada hasta el alma a la vida cotidiana de hoy. Es una ciudad viva, tomada por una muchedumbre de estudiantes alegres y bulliciosos, que no le dan ni una sola tregua para envejecer. En los muros intactos, la vegetaci¨®n se abre paso por entre las grietas, en una lucha implacable por sobrevivir al olvido, y uno se encuentra a cada paso, como la cosa m¨¢s natural del mundo, con el milagro de las piedras florecidas.
Llovi¨® durante tres d¨ªas, pero no de un modo inclemente, sino con intempestivos espacios de un sol radiante. Sin embargo, los amigos gallegos no parec¨ªan ver esas pausas doradas, sino que a cada instante nos daban excusas por la lluvia. Tal vez ni siquiera ellos eran conscientes de que Galic¨ªa sin lluvia hubiera sido una desilusi¨®n, porque el suyo es un pa¨ªs m¨ªtico -mucho m¨¢s de lo que los propios gallegos se lo imaginan-, y en los pa¨ªses m¨ªticos nunca sale el sol. "Si hubieran venido la semana pasada, habr¨ªan encontrado un tiempo estupendo", nos dec¨ªan, avergonzados. "Este tiempo no corresponde a la estaci¨®n", insist¨ªan, sin acordarse de Valle-Incl¨¢n, de Rosal¨ªa de Castro, de los poetas gallegos de siempre, en cuyos libros llueve desde el principio de la creaci¨®n y sopla un viento interminable, que es tal vez el que siembra ese germen lun¨¢tico que hace distintos y amorosos a tantos gallegos.
Llov¨ªa en la ciudad, llov¨ªa en los campos intensos, llov¨ªa en el para¨ªso lacustre de la r¨ªa de Arosa y en la r¨ªa de Vigo, y en su puente, llov¨ªa en la plaza, imp¨¢vida y casi irreal, de Cambados, y hasta en la isla de la Toja, donde hay un hotel de otro mundo y otro tiempo, que parece esperar a que escampe, a que cese el viento y resplandezca el sol para empezar a vivir. And¨¢bamos por entre esta lluvia como por un estado de gracia, comiendo a pu?ados los ¨²nicos mariscos vivos que quedan en este mundo devastado, comiendo unos pescados que siguen siendo peces en el plato y unas ensaladas que segu¨ªan creciendo en la mesa, y sab¨ªamos que todo aquello estaba all¨ª por virtud de la lluvia, que nunca acaba de caer. Hace ahora muchos a?os, en un restaurante de Barcelona, le o¨ª hablar de la comida de Galicia al escritor ?lvaro Cunqueiro, y sus descripciones eran tan deslumbrantes que me parecieron delirios de gallego. Desde que tengo memoria les he o¨ªdo hablar de Galicia a los gallegos de Am¨¦rica, y siempre pens¨¦ que sus recuerdos estaban deformados por los espejismos de la nostalgia. Hoy me acuerdo de mis 72 horas en Galicia y me pregunto si todo aquello era verdad, o si es que yo mismo he empezado a ser v¨ªctima de los mismos desvar¨ªos de mi abuela. Entre gallegos -ya lo sabemos- nunca se sabe.
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