Pintar la fiesta
?Qu¨¦ pintor no ha pintado alguna vez un torero? Yo. Yo, que lo he intentado tanto, sobre todo en aquella ¨¦poca en que todos a mi alrededor emprend¨ªan su excursi¨®n por el cuadro abstracto o figurativo, con toro o torero sugerido en manchones o retratado vivamente, aquella obsesi¨®n de servir a un mercado norteamericano ansioso de pintura racial y espa?olista.Siempre pienso en esta frustraci¨®n cuando llega San Isidro. Yo, que fui tanto a los toros de ni?a y de adolescente, a aquella hermosa plaza de La Coru?a donde mi mont¨®n de hermanos y yo mir¨¢bamos el ruedo desde muy arriba, en un grader¨ªo abalconado, lejos de la arena, donde suced¨ªa todo.
Siempre me maravill¨¦ de la hermosura de lo trajes; el ponerse aquel lucer¨ªo para desafiar a la muerte y mancharlo todo de sangre me des concertaba y fascinaba a la vez. Ese uniforme fastuoso, ese regalo para los ojos, esa reuni¨®n toro-torero cuando va a poner banderillas y se queda tan recto, tan erguido, levantando los brazos en la quietud de un segundo, que luego se rompe con unos pasos r¨ªtmicos de bailar¨ªn hasta clavar, igualados, los palos en las agujas. Algo de una plasticidad sobrecogedora pero que yo nunca sabr¨¦ pintarlo.
Entonces, en esa ¨¦poca en que iba a los toros, tardes de toros radiantes y provincianas de aquella adolescencia presumida y pujante en las que me enamoraba siempre del mejor torero y del m¨¢s guapo -?quiz¨¢ Luis Miguel Domingu¨ªn o Manolete o Bienvenida?-, tardes de sol que ol¨ªan a salitre en la hermosa plaza coru?esa que un alcalde facha dej¨® morir bajo la paleadora, m¨¢s rentable; entonces digo, mientras espiaba con una punzada de envidia la llegada triunfante de las guapas oficiales, coronadas de mantillas y claveles, yo entonces quer¨ªa de alguna forma pintar la fiesta nacional, aquella luz, aquel sol, aquel corte claroscuro en la arena, el torero y el picador, las gradas y los carteles, el pasodoble que me penetraba corno el vino de la bota que beb¨ªa el de al lado.
Nunca logr¨¦ atrapar la gracia y movimiento del toro y el hombre. Nos ten¨ªa entonces Picasso prendidos, fascinados con el flash de su l¨¢piz prodigioso, vertiendo toros poderosos, toreros gr¨¢ciles y leves y piernilargos luchando con el miedo y la muerte. Cu¨¢ntos enfados despu¨¦s de un laborioso dibujo raya a raya: el toro me quedaba como un buey, el torero como un aldeano vestido de fiesta. Qu¨¦ mal he interpretado siempre algo tan din¨¢mico y arrogante como el juego de un picador cuando se arranca hacia el toro, lanza en ristre, como Don Quijote; c¨®mo he tenido que renunciar a la lucha por pasar al lienzo la hermosa, la cruel fiesta de la arena, porque no doy con su secreto pl¨¢stico.
Hermosura de pedrer¨ªa y var¨®n
Nunca ya pintar¨¦ el toro ni el torero. Siempre mirar¨¦ con cierto sentimiento frustrante de incapacidad el cuadro de toreros de V¨¢zquez D¨ªaz. Saber que no puedo llegarle al fondo a esa hermosura de pedrer¨ªa y var¨®n, reproducir su danza tr¨¢gica en el ruedo sin frivolizarlo, renunciar a contar los rojos de la sangre, la dignidad de la mancha oscura del toro como fondo de las sedas y oros del torero y de las banderillas y de la luz, es un desconsuelo. Pero es as¨ª y as¨ª lo asumo humildemente. No s¨¦ pintar los toros; nunca pintar¨¦ un toro, nunca un torero. Toda la cultura romancesca en que medr¨¦, las hermosas canciones de amor y muerte, de luto y feria, quedar¨¢n sin que guarde memoria de su poes¨ªa mi pintura moralista y agreste. Nunca un toro ni un torero, ni siquiera el redondel de oro y sombra que tambi¨¦n podr¨ªa ser un paisaje.
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