El comer y el beber en 'Ulises'
La obra maestra de James Joyce contiene m¨²Itiples referencias gastron¨®micas que definen no poco el car¨¢cter del autor y su pueblo
En la vasta summa vital que es el Ulises, la nutrici¨®n -necesidad y placer- no pod¨ªa faltar. Y como todo en este libro est¨¢ minuciosamente planificado, empieza, naturalmente, por el desayuno. Se abre el d¨ªa y se abre la boca. En este mundo todo consiste en abrir o cerrar. Las primeras horas est¨¢n todas emparentadas entre s¨ª. La aurora de la existencia. La ma?ana de la vida. La ma?ana solar. Las primeras p¨¢ginas del libro. ?ste empieza por la primera comida que existe -y que, a la vez, es bebida- para todo reci¨¦n nacido, por el primer alimento que cata todo ser humano despu¨¦s de haber abierto el cuerpo de su madre: la leche. Leche tra¨ªda por una mujer. La mujer es, en s¨ª, leche, dep¨®sito oportuno de leche. En el Ulises, esa mujer es una vieja, subray¨¢ndose as¨ª el car¨¢cter m¨¢gico, milagroso, con que aparece la mujer al hombre en los albores de la existencia: "Anciana y secreta, hab¨ªa entrado desde un mundo ma?anero, quiz¨¢ mensajera". Se hab¨ªa retrasado un tanto, con gran alarma del estudiante de Medicina, que es quien m¨¢s sabe apreciar su alto valor. El mensaje que trae es de vida, "blanca leche espesa", de seguridad en la opulencia de la gran madre. Aunque su enviada tiene "viejas tetas encogidas", a ella le sobrar¨¢n trucos: recipientes mucho mayores, "anchas ubres chorreantes de las sede?as vacas". Alcanzar¨¢ para todos, ni?os y adultos, siempre en la l¨ªnea de la hembra nutridora.Ni siquiera pasa la cuenta. Otorgada la d¨¢diva, se dispone a marchar. Pero los hombres no quieren deberle nada. Hablan de pagar, saben que est¨¢n en deuda, pero lo hacen tarde y mal, y siguen endeudados. La secreta anciana, a sus instancias, hace una suma generosa, adem¨¢s de la propina que les ech¨® en la jarra, y no les urge, no tiene ninguna prisa: "Hay tiempo de sobra", asegura, y ellos ponen escasas, no justas monedas en. su mano, "nada ¨¢vida", y ella se marcha haci¨¦ndoles reverencias. El futuro m¨¦dico intenta recompensarla un tanto con una gentil canci¨®n.
El t¨¦, elemento de lujo, es tratado como tal, haci¨¦ndose hincapi¨¦ en su valor est¨¦tico, que a?ade la hermosura del color a la leche sustanciosa. A la canci¨®n se agrega la alegr¨ªa de lo pict¨®rico.
Desfilan en hilera el pan, la mantequilla, la miel, el az¨²car y la fritanga. Y los chistes, las burlas, las amistosas befas, las p¨ªcaras alusiones, que coronan el desayuno de alegres carcajadas. Stephen-Joyce es el grave contrapunto de su jocundo compa?ero, Buck, el de las barbas de chivo.
En el segundo desayuno, de la leche saltamos a la carne. Otro carn¨ªvoro -una gata- va a compartirlo con el hombre. ?ste -Bloom-Joyce- se perece por los blandos ¨®rganos interiores de los animales: el coraz¨®n y el h¨ªgado rezumantes de sangre, el ri?¨®n de persistente e inconfundible olor a su chorreante jugo, los menudillos, las fibrosas mollejas...
El hombre y la gata. Vieja alianza. Se observan, se entienden. Bloom-Joyce, su gran preocupaci¨®n por la realidad, su constante cu?osidad por los or¨ªgenes, su atenta reflexi¨®n sobre las metamorfosis. El agua hierve, se hace humo, pronto oler¨¢ a t¨¦. Fundici¨®n de la mantequilla en la sart¨¦n al fuego, lo s¨®lido se hace l¨ªquido. Pimienta en el rico ri?¨®n asado, pedazos de pan mojados en la salsa.
Al placer de la vista y de la canci¨®n se une el goce gustativo y olfatorio, y el manipuleo de la tersa crema, de las segregantes tajadas. Se sue?a en los campos, en las granjas, donde pasta a lo lejos el borroso ganado. Y en los mercados y los corrales, mugiendo las reses; reba?os de ovejas marcadas; a lo lejos, n¨ªtida, una joven ternera blanca.
En pocas p¨¢ginas, Joyce nos ha trazado el prodigioso cuadro de todo lo elemental humano: en los albores, ya est¨¢ el hombre completo y su espl¨¦ndida m¨¢quina dispone de los cinco sentidos y de las facultades de observar, de discurrir, de obrar, de re¨ªr y de imaginar. Homo f¨¢ber. Homo ludens. Homo sapiens. Homo loquens.
Recuerdos de la despensa
A lo largo del libro se ir¨¢ ensanchando y bifurcando, se gran r¨ªo sensorial y mental, llegando inc¨®lume a la gran catarata final que es el cap¨ªtulo 15, donde todas las aguas se revuelven y agitan en fant¨¢sticos remolinos y se mezclan con lodo y mugre, a la vez que las m¨¢s irisadas salpicaduras alcanzan las estrellas. Todo lo alimentario seguir¨¢ impregnando p¨¢gina a p¨¢gina con olor a tocino frasco y a arenque ahumado, sangre de cerdo, madejas de salchichas y morcillas inflando relucientes tripas, aromas del trigo-pan y de la cebada-cerveza, pero Joyce dedica en rigor un cap¨ªtulo entero a lo relativo a la comida y otro a la bebida. En el primero, recuerdos de la despensa de una cocina, con sus olores almacenados y que al abrirla salen en tropel como un disparo en la pituitaria, alternan con evocaciones de ni?as p¨¢lidas, mal alimentadas, con lo ¨²nico que nunca faltaba: patatas y. margarina, que dejan socavado el organismo. Es un enga?o, algo as¨ª como ofrecer bolillas de papel a las gaviotas, pero ¨¦stas saben desde?ar lo que no es alimentaci¨®n. Despensa y bodega fueron dos preocupaciones constantes para Joyce, cuya ni?ez de hijo de familia desarreglada y de pocos medios le marc¨® para siempre.
El hambre en Irlanda ten¨ªa caracteres end¨¦micos, y su gran paliativo, el cultivo de la patata, presente en todos los huertos, pod¨ªa fallar tanto por sequ¨ªa como por lluvias diluvianas. La introducci¨®n de ese cultivo hizo aumentar pasmosamente la poblaci¨®n de la isla, que Reg¨® a los ocho millones de habitantes hacia 1845 (m¨¢s del doble de la actual, y con una densidad mayor de la que soporta la China de hoy), pero un hongo atac¨® las plantas en dicho a?o, extermin¨¢ndolas. A Irlanda le cost¨® seis a?os de hambre y un mill¨®n de muertos. Otro mill¨®n de vivos emigraron a Am¨¦rica. Los isle?os le llaman a ese tub¨¦rculo "el oro de Irlanda". Hay dos temas sobre los cuales all¨ª no se admiten bromas: matrimonio y patatas. Bloorn-Joyce lleva siempre, a manera de conjuro, una patata en un bolsillo, una m¨¢gica patata arrugada, que palpa y acaricia en oscuridad y secreto, calmando as¨ª sus oscuras heredadas aprensiones a las hambres pertinaces del pasado.
La necesidad de ingerir alimento, practicada. a la fuerza y con candidez en todas las comunidades, ir¨ªa tomando otras connotaciones a medida quo se fue convirtiendo a la vez en un placer, en un quehacer que no s¨®lo manten¨ªa la vida -principal finalidad-, sino que procuraba disfrute f¨ªsico y relaci¨®n social. Joyce, en su constante pensar acerca del destino de Irlanda -obsesi¨®n que corre como un leitmotiv por toda su obra-, imagina mil modos para incitar a las ap¨¢ticas masas irlandesas a una resurrecci¨®n de su muerta lengua ("la lengua debe tener precedencia sobre la cuesti¨®n econ¨®mica", asegura con la pasi¨®n del poeta, del escritor que conoce la magia de las palabras). Uno de esos modos indirectos de "entrarle a la gente" piensa que es por medio de la comida, de los convites que se hagan con esa oculta finalidad: "Arreglad a vuestras hijas para que los atraigan a casa. Hinchad les de comer y de beber", aconseja a los que comparten sus preocupa ciones. Propone el craso ganso por San Miguel, con sabrosos trozos de relleno aromados con tomillo y goteante salsa bien caliente. Aunque la mejor salsa del mundo -advierte- es el pensamiento de que el que pagaes el otro.
Los vegetarianos no le merecen el menor respeto; ni siquiera cree que tal sistema sea sano: "flatulento y aguanoso", ese exceso de verduramen y esa abundancia de fruta, lo que realmente logran es provocar pesadillas toda la noche y tenerle a uno en movimiento todo el d¨ªa. El desprecio al filete le indigna, y piensa que se trata de un rid¨ªculo temurismo hacia los animales, propio de las d¨¦biles gentes de pluma, los et¨¦reos estetas so?adores que est¨¢n en las nubes.
Contra vegetarianos y carn¨ªvoros
Un Bloom debilitado por turbios deseos tras un paseo por el barrio de tiendas elegantes -escaparates de deslizantes sedas de colores, ropa interior, medias turbadoras y mujeres, mujeres, mujeres irradiando perfumes y caricias de sus c¨¢lidos cuerpos- se decide a dar de lado sus er¨®ticas vivencias y restaurar la otra parte exigente de su organismo. Todav¨ªa agitado, empuja la puerta de un restaurante, y los aromas fem¨ªneos son sustituidos por otra clase de jugos de otra clase de carne, por hedores de verduras hervidas, como la gaseante col, chuletas humeantes a la parrilla, espesos estofados, asados con pur¨¦ de patatas y el absorbente pan recogiendo, como una esponja, las grasientas salsas en los platos pegajosos con orlas de huesos y restos escupidos. Y hombres, hombres, hombres encaramados en altos taburetes ante la barra, con el sombrero puesto echado hacia atr¨¢s, los bigotes mojados, las servilletas sucias en las pecheras, sin dar paz a la boca, trabajando con diente y quijada. Olores de hombres, alientos vinosos, humo penetrante de cigarrillos, colillas fr¨ªas, cerveza derramada, orina cervezosa de hombres, el rancio del fermento". "La comida de las fieras", denuncia Joyce, molesto.
Despu¨¦s de haber vapuleado a los vegetarianos por su falta de coraje de comerse un solomillo, ahora la emprende con los carn¨ªvoros y su feroz ans¨ªa de matar para comer. Se duele de las pobres reses en el matadero, las ovejas sangrando entre sus vellones, las tiernas terneras, los pollos desplumados y vaciados, los desechos y menudillos, sangre, sangre, sangre, todo engullido, tragado, deglutido por el insaciable est¨®mago del rey de la creaci¨®n, los codos en la mesa, cuchillo y tenedor en ristre, un mondadientes en activo, un cart¨ªlago vomitado, un erupto, ganas de lamer el plato, charlas con las bocas llenas, miradas glotonas...
Bloom, azorado, a?ora lo a¨²n no venido: que todo el mundo se alimente de pastillas. Se reconcilia con los vegetarianos, con lo que s¨®lo crece debajo de la tierra: ajos, cebollas, setas, trufas, olores italianos. Huye a una sosegada taberna, donde se repone con un vaso de borgo?a que olisquea a placer antes de llev¨¢rselo a la boca, y descansa los ojos con las sardinas, en los estantes y con las carnes en conserva, las civilizadas latas, alimentos que le llevan a pensar en lo contrario, en el ayuno, Yom Kipur, o al menos en carnes como purificadas, Kosher, y en el gran digestivo, el queso, el poderoso queso, que huele a pies, del cual pide un emparedado, a m¨¢s de unas aceitunas de Italia y una fresca ensalada con aceite de oliva, chuleta con perejil y cebollas. de Espa?a. Un tipo de comida mediterr¨¢nea, pues, hace su aparici¨®n, y es la elegida por Bloom-Joyce. Mientras se zampa el gorgonzola observa que su vecino de mesa se rasca. "Una pulga tom¨¢ndose, a su vez, una buena comida", acota, implacable. Y al aparecer un obeso mozo por detr¨¢s del mostrador, con una sonrisa en un rostro rubicundo y repleto, sentencia: "Exceso de grasa en el plato de nabos".
Joyce y la bebida
Bloom se encuentra al fin a gusto, con lo que ingiere y con el ambiente, una sencilla casa de comidas tranqu¨ªla, decorada con alg¨²n detalle elegante, como la noble curvatura del mostrador de roble. La belleza ayuda a la digesti¨®n. Joyce, un refinado, no pod¨ªa aguantar la grosera servidumbre humana.
La bebida le inspira el m¨¢s bello de todos los cap¨ªtulos, el 11, de intenci¨®n y tem¨¢tica musicales.
El cap¨ªtulo se desarrolla en un bar, forma una especie de sinton¨ªa ¨¢urea, a la que se une el omnipresente t¨¦, los preciados y preciosos reflejos de los embotellados alcoholes, el fulgurante vino del rin, el meloso whisky, la sidra amarilla, la blonda cerveza, el denso borgo?a, hasta morir sus jaspeadas aguas en los incoloros marrasquino y ginebra, ning¨²n color, para ciegos, pues, como contrapunto al disfrute de esa exaltaci¨®n pict¨®rica, aparece el joven afinador de pianos, un ciego privado de todo ese placer, con toques de atenci¨®n -golpes de su bast¨®n- a los videntes toc, toc, estremecidos ante esa posibilidad -toc, toc, toc- Acaba de dejar en buen estado el piano del bar y, tras su marcha golpean te, vacilante, la eterna Irlanda pasa del pastel de ri?ones a las arias nunca olvidadas. Canciones de amor, de traici¨®n, y baladas del mar, del salado entorno; barcos y velas y viento y ondas agitadas. Todo con la boca: comer, beber, hablar, cantar, besar.
Bloom se ha deleitado en la taberna atrac¨¢ndose de h¨ªgado con tocino y pur¨¦ de patatas, plato que estima un manjar, as¨ª como el filete y pastel de ri?ones ("men¨²s dignos de un pr¨ªncipe", dice). Y su mente rechaza, desde?osa, el cl¨¢sico cordero hervido con zanahorias y nabos, plato de las casas de comida baratas, carentes de calidad, como esas que sirven sopa caliente de cabeza de ternera y bollos con mermelada por s¨®lo un penique, o pies de cerdo con col, otro que tal, y, encima, con el tenedor y el cuchillo encadenados a la mesa... Mejor ser¨ªa, medita, poderse alimentar como los dioses, engullendo n¨¦ctar en las comidas, y en platos de oro... Y sue?a con las diosas, que no necesitan los tres agujeros de las mujeres; ellas no tienen. "Y nosotros, carg¨¢ndonos comida por un agujero y afuera por detr¨¢s". ?Tendr¨¢n agujero las estatuas? Bloom decide ir a museo y hacer esa comprobaci¨®n agach¨¢ndose en un descuido de vigilante.
S¨¢tira del nacionalismo
En las p¨¢ginasen que satiriza e nacionalismo irland¨¦s se las arregla para insertar un men¨² ideal en una parodia ¨¦pica: pastel de pichones cebados, tajadas de venado lomo de ternera, una cerceta con tocino ahumado, una cabeza de jabal¨ª con pistachos, un cuenco el c¨¢ndidas natillas, un vaso de aguardiente de n¨ªsperos y una botella de vino a?ejo del rin.
No olvida tampoco la comida capricho, la golosina que se le ocurre pedir a su mujer cuando est¨¢ embarazada, pasas de Mala Da, ya que ella naci¨® en Gibraltar y algo tiene de andaluza. Ni la comida elemental de las gentes m¨¢s modestas, como la de dos ancianas que contemplan la ciudad desde una altura masticando carne salada en conserva, con pan y ciruelas frescas para endulzarla, o la de esa otra mujer solitaria que se cena todos los s¨¢bados un plato de pie de cerdo y la infaltable cerveza doble.
Bloom da fin a su agitada odisea de ese d¨ªa con la vuelta a casa, trayendo un hu¨¦sped, y ambos ingieren, para irse a acostar confortados, una taza de cacao con crema, caliente y azucarado. El ir¨®nico Joyce se empe?a en precisar muy seriamente el nombre de su marca: Cacao Epps. Y como es sensible a todo lo curvil¨ªneo, termina la obra en forma circular, en otra cocina, cara al amanecer y haci¨¦ndonos un repaso de cuanto hay en el aparador, lo cual nos lleva tambi¨¦n al desayuno: un paquete de t¨¦, el az¨²car, un tarro de nata, leche agriada, un bolso conteniendo monedas de cobre para pagar a la lechera, confites, varios tipos de mermelada, sal, pimienta, clavos de olor y una tajada de carne fresca.
El Ulises finaliza quedando marido y mujer en la cueva del dormitorio y de la noche, echados uno junto a otro en brazos de Morfeo y "en descanso respecto a ellos mismos y rec¨ªprocamente". Pero quedan tambi¨¦n los sue?os de Pen¨¦lope, su bajada al mundo subconsciente, su rescate de los menudos y lo turbadores recuerdos de adolescencia y juventud mezclados al presente; y su condici¨®n de mujer y ama de casa la lleva infaltablemente a la cocina, donde amasa un pastel de patata -la omnipresente patata-, y tiene sus peloteras con la criada de turno. Sus evocaciones culinarias no paran, desde el recuerdo de un delicioso ponche de ron muy caliente que ingiri¨® un d¨ªa glacial en medio de un fuerte aguacero al rico vino de oporto que le envi¨® un amigo con una cesta de melo cotones, o a la sopa hirviente compartida con un amante. Reniega de la engordadora cerveza y planea el men¨² del d¨ªa, decidi¨¦n dose a poner pescado, pero vacila entre hacer sollo fresco con crema blanca y mermelada de grosellas negras o quiz¨¢ bacalao, desde?ando las anguilas por sus espinas. Est¨¢ harta de la carne, de las eternas chuletas de lomo y de los filetes, de las paletillas de cordero y de los despojos de ternera
Es la fruta la que pone el broche final a este amable delirio gastron¨®mico: una pera, grande y jugosa, es lo que desea Molly Bloom, criatura sensual y musical; una pera deliciosa, que se le deshiciera dulcemente en la boca.
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