Dos s¨ªntomas funestos
La sola idea de una pol¨ªtica cultural del Estado se me presenta como una aberraci¨®n insostenible. Caracter¨ªstica del siglo XIX, esta falacia suele, en nuestros d¨ªas, llegar a dos extremos igualmente peligrosos, a saber: la cultura dirigida de los pa¨ªses de obediencia marxista-leninista o el abrumador aparato burocr¨¢tico de elocuente inutilidad en las democracias liberales.Desde el tiro en la nuca ordenado por Lenin y que seg¨® la vida de Nikolai Gomuliev, el jefe de la escuela akhme¨ªsta, marido de otra inmensa poetisa rusa, Ana Akhmatova, hasta las menos radicales pero tambi¨¦n siniestras c¨¢rceles de la Cuba de Castro, el destino de la creaci¨®n art¨ªstica en el mundo comunista es uno de los m¨¢s sombr¨ªos cap¨ªtulos de nuestra historia contempor¨¢nea. En ese ¨¢mbito el artista es un criminal en potencia que s¨®lo tiene dos salidas: o se convierte en un sopl¨®n del r¨¦gimen o va a parar al campo de trabajo en Siberia o a un exilio que se pretende infamante. Durante 60 a?os de doctrina marxista, aplicada hoy en la mitad del mundo, no ha existido otra opci¨®n para el artista.
En nuestras rep¨²blicas, donde la democracia impone el sello de su confusi¨®n y el signo de la falacia que la sustenta, se levantan gigantescos organismos burocr¨¢ticos que devoran presupuestos igualmente desmedidos, para cumplir una supuesta funci¨®n cultural cuya nulidad es s¨®lo comparable al necio cinismo con el que suelen ostentarse sus vanos resultados. Ejemplo pat¨¦tico de esta costosa farsa es el fracaso de Andr¨¦ Ma1raux en su gesti¨®n como ministro de la Cultura en el ¨²ltimo per¨ªodo del Gobierno gaullista en Francia. Gran prosista, profundo escrutador de los m¨¢s vastos y variados campos de la creaci¨®n est¨¦tica, Malraux tuvo a su disposici¨®n un presupuesto mir¨ªfico y la mayor autonom¨ªa imaginable. Lo ¨²nico que se le ocurri¨® hacer fue acomodar con singular destreza las estatuas de Maillol en los jardines de las Tuller¨ªas, despedir a su amigo de toda la vida y ensayista genial Ga?tan Picon del cargo de director del departamento de Literatura de su Ministerio y ofrecer a Marc Chagall la c¨²pula de la ¨®pera de Par¨ªs para que pintara la m¨¢s discutible de sus obras.
Ninguno de los dos caminos aqu¨ª enunciados desembocan en una aut¨¦ntica difusi¨®n, en un real apoyo a ese fen¨®meno incontrolable, ca¨®tico y libertario por esencia, que se llama, con sospechosa facilidad, la cultura.
Ni los M¨¦dicis de Florencia, ni Julio II en la silla pontificia, ni Felipe IV de Espa?a, ni el Margrave de Brandeburgo, ni el rey Jorge I de Inglaterra, ni Luis XIV en Versalles pensaron jam¨¢s en que estaban ejerciendo una pol¨ªtica cultural desde el poder. Ten¨ªan, todos ellos, una aut¨¦ntica devoci¨®n por las artes y apoyaron sin reservas a sus artistas preferidos sin que se les pasara por la mente que estaban cumpliendo una funci¨®n de Estado. As¨ª fue posible que Miguel ?ngel y Rafael, Vel¨¢zquez y Bach, Haendel y Racine dejaran el perdurable y milagroso testimonio de su genio. Sus relaciones con sus protectores no siempre fueron cordiales ni estuvieron marcadas siempre con el signo de la obediencia. De ellos perduran testimonios conmovedores. Hubo
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momentos en que trataron a los grandes de este mundo como a sus iguales y en que ¨¦stos aceptaron, con sencillez y efecto, las m¨¢s bizarras muestras de arisca rebeld¨ªa por parte de quienes jam¨¢s recibieron un trato de s¨²bditos.
La crisis
Cuando todo se ech¨® a perder fue al aparecer el artista-ciudadano que a menudo acaba en oficinista o en el pat¨ªbulo, como Andr¨¦ Chenier, Ossip Mandelstam o Federico Garc¨ªa Lorca. Cualquiera que est¨¦ medianamente familiarizado con la historia universal sabe que ¨¦sta consiste en una serie ininterrumpida de crisis, en cada una de las cuales el hombre cree que ha llegado el apocal¨ªptico final tan temido y anunciado. La primera bien puede ser la llegada de los grandes fr¨ªos en la ¨¦poca glacial que coincidi¨® con los albores de la humanidad. Hay muchas razones para creer que esas edades de abundancia, prosperidad y paz que se mencionan en los anales de la historia son m¨¢s bien una ingenua utop¨ªa con la que han tratado de consolarnos los cronistas, a fin de que el hombre no pierda toda esperanza de instalar un d¨ªa el para¨ªso en el planeta. Una mirada m¨¢s rigurosa y esc¨¦ptica al largo reinado de Augusto, al Gobierno de las grandes dinast¨ªas chinas o a la Europa de Carlomagno, para mencionar apenas unas pocas de estas edades de oro hijas de la f¨¢bula, nos lleva a la certeza de que tambi¨¦n en ellas el hombre padeci¨® el azote de los cuatro jinetes en forma tan implacable y desastrosa como en las ¨¦pocas oscuras y aciagas de ingrata memoria.
Pero el hombre seguir¨¢ siendo, tal vez para beneficio de la especie, un optimista incorregible. Es curioso, empero, anotar que textos como el Eclesiast¨¦s, que tratan de volver a los pueblos a la evidencia de su irremediable miseria y de su inapelable final en el polvo y el olvido, existen en todas las religiones de la tierra. Es como si una voz interior se encargara de mantenernos alerta sobre el tr¨¢gico destino que nos ha tocado en suerte. Hasta los griegos de raz¨®n temperada, bajo el deslumbrante sol de la H¨¦lade, tuvieron su S¨®crates que les advert¨ªa cada ma?ana: "Dios me ha puesto sobre vuestra ciudad como un t¨¢bano sobre un noble corcel para mantenerlo despierto". De nada le vali¨®: Alejandro enterr¨® el sue?o hel¨¦nico en las arenas del Asia Central.
Pero los que s¨ª realmente vamos a sucumbir en medio del optimismo ignaro y de la inexperiencia chapucera somos los pueblos de nuestra incorregible Am¨¦rica Latina. No hay antecedente en la corta, pero ya bastante accidentada historia de nuestro "continente de los siete colores", de que alguien haya sabido advertirnos contra las crisis que han pasado sobre nosotros y contra lo que ya nos azota con inclemencia creciente. Es como si en nuestras rep¨²blicas se hubiera tomado al pie de la letra la versi¨®n pastoril y paradisiaca que sobre Am¨¦rica se encargaron de promover fil¨®sofos, viajeros y poetas europeos en los siglos XVIII y XIX. Tal parece que nos hubi¨¦ramos tomado en serio estas egl¨®gicas fantas¨ªas que dieron p¨¢bulo al romanticismo.
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