Un n¨²mero en el ambulatorio
Con la cartilla en una mano y el n¨²mero en la otra, el afiliado a todas las enfermedades espera pacientemente el turno de su curaci¨®n. Aqu¨ª no existe rebeli¨®n de las masas, sino masificaci¨®n del rebelde. Detr¨¢s de un ciego que vende el cup¨®n y acierta a verlo todo se lee el primer mensaje del Rey en marcado en lo m¨¢s alto del vest¨ªbulo. Un celador uniformado de gris apura su colilla y encamina a los enfermos, seg¨²n sus morbos hacia las distintas plantas del ambulatorio. En todas las plantas proliferan tres avisos "Se proh¨ªbe fumar", "Se proh¨ªbe escupir" y la Declaraci¨®n Universal de los Derechos Humanos. Los tres quedan sujetos no s¨®lo a la pared, sino a m¨²ltiples violaciones.La rebeli¨®n patol¨®gica de las masas se ha transformado en masificaci¨®n cl¨ªnica de pacientes sumisos. "En septiembre, el enfermo tiemble", reza el refr¨¢n, y temblequeras no faltan aqu¨ª desde tempranas horas del d¨ªa.
IGNACIO CARRI?N
ENVIADO ESPECIAL
Ya a las ocho de la ma?ana el p¨²blico forma una larga cola que da la vuelta a la manzana. Es la cola de las extracciones de sangre. "En tres horas, con pinchazos incluso en la yugular, tenemos que tomar muestras para an¨¢lisis, a medio millar de personas" dice la doctora Santidad Soriano, de 27 a?os, directora del centro. Y su enfermera jefe, Dolores Llombart, a?ade que: "Esto es miseria y compa?¨ªa, la masificaci¨®n nos hunde".
En la cola hay de todo. Ni?os en ayunas y en brazos de sus madres, madres desmayadas en brazos de la providencia y pensionistas que, con la rentr¨¦e, vuelven a entrar en sus oto?ales achaques, luego de sus ruineras de verano. "Mire usted", se queja un maluco apoyando el trasero en el muro del edificio, "como a¨²n aguanto en pie, me toca acudir a que me pinchen, porque a mi casa no vienen".
Con do?a Santidad y do?a Dolores est¨¢n todos contentos: m¨¦dicos, enfermeras, celadores y enfermos, pues no depende de ellas acortar la espera o mejorar los servicios: "Como en cualquier ambulatorio de la Seguridad Social", afirma la doctora Santidad, "el problema es econ¨®mico". De modo que es normal que el ascensor est¨¦ averiado un d¨ªa s¨ª y otro tambi¨¦n, que las sillas rotas no se reparen, que en un consultorio de internista falte el lavabo y que en lugar de instrumental de los a?os setenta tengan los dentistas o el otorrino un material prehist¨®rico en torno a una especie de silla el¨¦ctrica.
Depresiones oto?ales
"Ahora mismo tenemos bastantes casos de trastornos emocionales de ni?os suspendidos y con ex¨¢menes de septiembre", dice la psiquiatra, de 40 a?os, Guadalupe Soler, "pero a partir de mediados de este mes ya empiezan los casos de depresi¨®n, que en oto?o, como en primavera, se agudizan siempre".
En la sala de espera de esta especialista, varios parados conf¨ªan en que "nos den Soseg¨®n, porque sin receta, cada grajea nos cuesta en la calle m¨¢s de 100 duros". Pero no obtendr¨¢n la receta: "Es un abuso", vuelve a hablar la doctora Soler, "porque su ¨²nica enfermedad es el paro, y necesitan que les den de baja para cobrar, y dicen que est¨¢n deprimidos y al final, como es un c¨ªrculo vicioso, acaban poni¨¦ndose enfermos".
Una afiliada a la Seguridad Social a quien, menos la cartilla, todo parece faltarle, entra en el gabinete del odont¨®logo. Quiere que vean qu¨¦ le est¨¢ pasando para que, a sus a?os, debajo de la dentadura postiza est¨¦n sali¨¦ndole otra vez los colmillos. El m¨¦dico la tranquiliza: "No, mujer, no es la tercera dentici¨®n, sino un flemoncito".
La doctora Montiel y su colega el doctor Pallar¨¦s trabajan con un equipo que podr¨ªa ser cedido con ¨¦xito al Museo de Historia de la Medicina. La ATS que les auxilia asegura que "en los 12 a?os que llevo aqu¨ª no se ha aportado nada de material, que sigue siendo viejo, como si el moderno y desechable no existiera". Esta enfermera, llamada Saturnina, de 54 a?os, tiene la misi¨®n de escaldar los utensilios en una cazuelita para el instrumental, procedimiento as¨¦ptico que no requiere mayores explicaciones.
El paciente entra como un flan, se sienta en una silla met¨¢lica y ve acercarse a su boca otros metales que, totalmente cromados en tiempos de sus antepasados, perdieron hoy su primera capa met¨¢lica y muestran un dudoso aspecto bronceado.
La odont¨®loga Montiel escucha a una paciente: "Mire, doctora, mire ah¨ª, porque me noto un cacho de ra¨ªz que se ha quedado no s¨¦ c¨®mo al aire". En cuesti¨®n de segundos, la doctora pincha con esas aparatosas jeringas de n¨ªquel a su paciente, vuelve y vuelve a pincharle, y, "como no tengo nada para apoyarme y debo quitarle la ra¨ªz, utilizo el botador, con lo que disloco lo que haya que dislocar...".
?Podr¨ªa, realizarse el ¨²nico trabajo que cubre la Seguridad Social en nuestras fauces de otro modo? "Bueno, al no dis oner de torno", a?ade la dedicada doctora, "hemos de descartar otros sistemas".
La paciente abandona esta curiosa factor¨ªa de dolor d¨¢ndose trompicones y agradeciendo el servicio, que, huelga decirlo, es esmerado en lo profesional y muy precario en lo material.
"Tengo que traerme con frecuencia aparatos de mi cl¨ªnica privada", dice el otorrino, Rodr¨ªguez-Moya, quien cuando no extirpa am¨ªgdalas ordena gargarismos con bicarbonato: "Con esto de la rentr¨¦e, las mam¨¢s quieren que les vea el o¨ªdo a los ni?os antes de meterles en el colegio, y la verdad es que las piscinas han ocasionado estragos de otitis".
La 'silla el¨¦ctrica' para las am¨ªgdalas
F¨¦lix Mufloz, de 39 a?os, celador fornido y padre de familia, es el encargado desde hace seis a?os de sujetar a los ni?os durante la intervenci¨®n de am¨ªgdalas. Lo explica: "Me ponen una bata y me siento en la silla el¨¦ctrica (as¨ª llamada s¨®lo por su aspecto), y entonces me ponen sobre las rodillas al ni?o, que yo sujeto con una s¨¢bana y con los brazos, para que el doctor le meta el abre bocas y, izas, zas!, fuera las am¨ªgdalas". Mu?oz ya se ha acostumbrado a presenciar el tir¨®n, aunque "a mis hijos no les har¨ªa pasar este trago".
Cuando hay operados media docena de cr¨ªos y la emoci¨®n remite, el doctor aparece en la salita contigua (todos se reponen sen tados en un banco como de escuela) y les da en presencia de las madres, los consejos del posoperatorio. Y aqu¨ª paz y all¨¢ lo que sea. Una camita no falta a mano por si alguno se marea.
Da gusto hablar con los sufridos pacientes de las diversas salas de espera. Acomodados en asientos longitudinales de madera frente a cada puerta de cada consulta, estos conciudadanos parecen aguardar los resultados de un bingo: su expresi¨®n es alerta y casi esperanzada; su quietud y su tono de voz (siendo todos una misma y ruidosa raza) son de excepcional moderaci¨®n; s¨®lo se pregunta el observador si ser¨¢ cierto el proverbio aquel que dice "quien mal padece, m¨¢s parece", pues aqu¨ª, si algo se salva por su aspecto, es el elemento humano. Sus derechos, redactados universalmente, podr¨ªan ser utilizados por el oftalm¨®logo para medir el alcance de la vista y la profundidad de ojo de nuestra especie.
El doctor Juan Vilatela, de 60 a?os, reconoce que lo m¨¢s importante es dedicar el tiempo necesario a cada paciente. "Yo puedo enorgullecerme de cumplir esa obligaci¨®n", afirma se?alando su atestada sala de espera, donde el p¨²blico se revuelve ansioso al ver a su afable internista. Pero este facultativo debe lavarse las manos con alcohol de la botella, porque en su gabinete no existe lavabo, ni grifo, ni gota de agua. "De milagro funciona la l¨¢mpara de pie, que el otro d¨ªa fallaba", confiesa el m¨¦dico, evitando una silla medio rota.
Ya son las 18.30 horas cuando con cierta majestad irrumpen los mendigos. No vienen a curarse, que lo suyo no es dolencia, sino a pedir la voluntad contra la voluntad general y el reglamento de la instituci¨®n. "?Es una verg¨¹enza!", acepta la doctora Santidad, casi perdiendo su porte de beatitud, "?una verg¨¹enza que venga esa gente, intimide a los pensionistas y a los dem¨¢s enfermos, les amenace si no dan limosna, y la autoridad permanezca de brazos cruzados!".
La autoridad envi¨® un d¨ªa a la Polic¨ªa Nacional, que apres¨® a una pareja de estos pedig¨¹e?os, pero al d¨ªa siguiente, y en virtud de que el remedio es siempre peor que la enfermedad, los mendigos reaparecieron envalentonados. "Uno me puso la mano aqu¨ª", dice asustado un celador pidiendo que no sea citado su nombre, "y como si llevara una navaja, me amenaz¨® con pincharme hasta el hueso si le imped¨ªa entrar en el ambulatorio".
Los pedig¨¹e?os se convirtieron, de este modo, en una instituci¨®n complementaria de la sanidad p¨²blica. Su presencia inspira terror, que, a su vez, alienta a los desaprensivos: "?Usted cree que es justo que a nuestra edad y no estando sanos tengamos que pasar estos tragos?", pregunta, angustiado, un jubilado en, la sala de espera de radiolog¨ªa.
El libro de reclamaciones est¨¢ salpicado de advertencias en este sentido, pero como debe el reclamante anotar sus se?as, "no nos atrevemos a protestar, porque qui¨¦n sabe si ese libro lo roban los mendigos y luego nos dan una paliza", concluye otro afiliado, lleno de decepci¨®n.
Doce horas despu¨¦s de iniciadas las consultas, el p¨²blico sigue agolp¨¢ndose a las puertas del dermat¨®logo, estrella m¨¦dica de la rentr¨¦e. La doctora L¨®pez Berri no precisa, por t¨¦rmino medio, m¨¢s de dos minutos por paciente: "Oveja que bala bocado pierde", dec¨ªa Espinel, y aqu¨ª "tenemos muchos hongos, infecciones de estafilococos y dermatitis de los prados". Esta ¨²ltima dolencia proviene del revolc¨®n de placer sobre hierba h¨²meda, fino c¨¦sped o agua de colonia.
Pocas consultas hacen ver al ser humano sus miserias como esta orientada a la epidermis. Si la superficie la tenemos as¨ª, ?qu¨¦ pensar de otras profundidades? "Se me cae el pelo una barbaridad", dice una se?ora. "Tengo alergia en la oreja", se lamenta un muchacho por llevar pendiente punk de falso metal precioso. "?Es esto el hongo que llaman del conejo?", inquiere una jovencita a quien se receta ba?os de permanganato. "Usted ha contra¨ªdo el ezcen¨ªa solar", sentencia la recetista aproximando el rostro a un escocido pellejo. "?Cree usted, doctora, que esta calvicie puede venir de un susto?", pregunta otro balanceando el cr¨¢neo. Y todav¨ªa hay que atender a la mujer barbuda, pobre mujer, quien balbucea: "F¨ªjese el vello que se me pone por aqu¨ª, jo, rijese lo que me est¨¢ saliendo, qu¨¦ verg¨¹enza".
Pero tontos ser¨ªamos de avergonzarnos de nuestros m¨ªseros males. Tan tontos como de ufanarmos (y esto no es una moraleja) de los pr¨®speros bienes ajenos, que a la tumba llevan, aunque por distinto camino.
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