El ocaso del Estado benefactor
Las distintas -y con frecuencia encontradas- teor¨ªas que los fil¨®sofos han ido tejiendo para explicar el Estado, aquello que es o aspira a ser el Estado, suelen caminar ordenadamente, como no deja de ser natural, por los cauces que la historia acierta a construir. La organizaci¨®n ideal de los Estados propuesta en los textos griegos -La rep¨²blica, La pol¨ªtica- resulta, ce?ida y precisamente, de la formalizaci¨®n del contenido de la polis, y el terrible hierro que salpica las p¨¢ginas del Leviat¨¢n de Hobbes no es m¨¢s cosa que la imagen de ese poder absoluto en la que acab¨® por convertirse el proyecto de la ragione di stato renacentista. Es ley de vida que los hombres usen las herramientas que manejan para medir y comparar el mundo en tomo y, en este sentido, la filosof¨ªa pol¨ªtica no tiene por qu¨¦ resultar excepcional. Incluso las utop¨ªas funcionan como un espejo en el que, por contraste, se dibuja la imagen de la f¨®rmula de Estado de cada momento. Los instantes hist¨®ricos cambian, es cierto, pero a su trav¨¦s aparece siempre el Estado como un artilugio condenado a incluir no pocas lacras y demasiados inconvenientes. Y esos escollos han de nivelarse o sortearse tan s¨®lo con la esperanza de que la m¨¢quina construida pueda servir para resolver, con permiso de la autoridad, si el tiempo y la ocasi¨®n lo permiten y los dioses nos son propicios, alguna que otra de las muchas y urgentes demandas perenne y permanentemente planteadas.Cuando los fil¨®sofos se pusieron a discurrir sobre la mejor manera de hacer compatible el ya inmenso poder¨ªo que el Estado hab¨ªa ido acumulando a lo largo de la historia con los intereses del individuo, cada vez m¨¢s amenazado en su personal intimidad, apareci¨® la f¨®rmula -o se arbitr¨® la receta- del Estado benefactor. In¨²til es decir que tal idea, como la del contrate, social, no pasa de ser sino una mera proposici¨®n heur¨ªstica. Ni los hombres pactan jam¨¢s la forma de organizarse para salir del "estado de naturaleza", ni existe posibilidad alguna de sostener di¨¢logos paternofiliales entre dos interlocutores que, sobre no ser homog¨¦neos, tampoco pueden renunciar a los lazos que les unen y aun les atenazan. Pero resulta hermoso, ?qui¨¦n lo duda!, olvidar la realidad inmediata e imaginarse que la entera maquinaria estatal, con sus burocracias, sus p¨®lizas y sus barenios, se halla al servicio y mejor remedio de las miserias que puedan ir acech¨¢ndole a uno a lo largo de la vida y en la antesala de la muerte. Desde tal supuesto, el mayor hito jam¨¢s alcanzado por el Estado benefactor no coincide con las enormes organizaciones de asistencia sanitaria a los ciudadanos, ni tampoco con el mantenimiento de esas masas crecientes de pensionistas en unos pa¨ªses que envejecen al mismo ritmo al que adelantan las edades de jubilaci¨®n. La cumbre del Estado benefactor coincidi¨®, a caballo de los siglos XIX y XX, con los a?os de esplendor de la f¨®rmula imperial brit¨¢nica. El contar entonces con un pasaporte de color azul marino con el escudo del le¨®n y el unicornio val¨ªa tanto como saber que la Home Fleet estaba presta a acudir a donde hiciese falta -y con los ca?ones de sus acorazados en posici¨®n de tiro- para sacar las casta?as del fuego a quien fuere, siempre que fuere s¨²bdito, naturalmente, de Su Graciosa Majestad. Insisto en que no es preciso que eso sea verdad del todo, ya que basta con hacer de tal proyecto una hip¨®tesis para interpretar las relaciones entre el Estado y los ciudadanos. Pues bien, la teor¨ªa del Estado benefactor acaba de ser de nuevo representada por un presidente quiz¨¢ m¨¢s nervioso de lo que autorizan las medidas estad¨ªsticamente fijadas. Seg¨²n nos explican las agencias de prensa, el motivo para la invasi¨®n de una diminuta isla del Caribe por parte de la flota m¨¢s poderosa del mundo, heredera de la que a¨²n enarbola la bandera blanca con la Union Jack en un ¨¢ngulo, ha sido el de asegurar la protecci¨®n de unos 600 estudiantes, sobre poco m¨¢s o menos, amenazados por los avatares de la pol¨ªtica local. Damos de lado a circunstancias como el valor estrat¨¦gico de las pistas de aterrizaje, la presencia de obreros cubanos (la condici¨®n de obrero y de estudiante es por igual relativa y mudable), o las carambolas que apuntan a Afganist¨¢n, L¨ªbano y a las discusiones sobre la limitaci¨®n de armamentos de Ginebra. Olvidamos incluso la paradoja que supone el que desde el basti¨®n neoliberal se caiga en los mismos vicios de an¨¢lisis que Popper critica y engloba bajo el nombre de Teor¨ªa conspirativa de la sociedad. Cada uno de los 600 repatriados bajo el fuego de los morteros de la fuerza expedicionaria ha podido volver atr¨¢s a lo largo de la historia, situarse en los a?os anteriores al episodio de Suez y sentirse due?o por unas horas de toda la compleja estructura militar del Estado.
No es la primera vez, en estos revueltos tiempos, que un presidente enamorado de la ¨¦poca modernista decide llevar adelante y hasta sus ¨²ltimas consecuencias la pol¨ªtica del Estado benefactor. Pero tales fintas y ejercicios suelen tropezar hoy con mayores inconvenientes de los previstos en un principio y sobre el papel. Antes, los paseos militares sal¨ªan todos a pedir de boca, porque apenas exig¨ªan mayor rutina ni esfuerzo que las revistas navales o los airosos desfiles de la caballer¨ªa. Hubo un tiempo en el que ni siquiera las ametralladoras de Balaclava eran capaces de apagar el sonido de las burbujas del champa?a. Pero ahora, ?vaya por Dios!, es ya otra cosa. Los helic¨®pteros se estrellan en el desierto persa, los franceses venden mort¨ªferos misiles a todo el que los pague y, al final, no hay m¨¢s remedio que invadir min¨²sculas islas, quiz¨¢ un tanto de rebote, porque incluso la aventura nicarag¨¹ense puede acabar resultando demasiado peligrosa. Para m¨ª, tengo que la teor¨ªa del Estado benefactor est¨¢ muy seriamente tocado de ala.
?
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.