Los viejos y sus plazas
El miedo y el fr¨ªo acechan a estos esforzados supervivientesIGNACIO CARRI?N "Dijo la Muerte al viejo: '?Qu¨¦ haces aqu¨ª?". Y respondi¨® el viejo: 'Esperarte a ti'". (Del refranero espa?ol.) Aunque tr¨¢gica, esta sentencia se palpa en los escasos rincones de la ciudad donde los ancianos se calientan y descansan al resguardo de los coches
En la residencia de pensionistas de San Blas (edad media, 83 a?os) hay una lucha a muerte por los sof¨¢s y el caldo. Los 128 internos no permiten a los 600 externos el uso de los asientos tapizados del vest¨ªbulo. Y la Seguridad Social tampoco se permite el lujo de dar consom¨¦ caliente, a cualquier hora, m¨¢s que a quienes lograron la puntuaci¨®n m¨¢xima y el derecho de ingreso. "Los viejos tienen un sentido de la propiedad m¨¢s acusado que los perros", dice el director del centro, Gabriel del R¨ªo.Por la megafon¨ªa llaman al tel¨¦fono a do?a Simona Molina, y el residente Amancio Montes, 81 a?os, relata su desdicha: "Mi mujer y yo viv¨ªamos en Caracas y un d¨ªa se nos ocurri¨® volver; fuimos a M¨¢laga con los ahorros; mi mujer baj¨® a por pan y al cruzar la calle la atropell¨® un coche. All¨ª, agonizando, me dec¨ªa en la acera: 'Tengo fr¨ªo, tengo mucho fr¨ªo'. Y me qued¨¦ solo, con tanto miedo a los coches que casi no salgo de aqu¨ª".
Muchos viejos hablan de los autom¨®viles con p¨¢nico, porque son fieras sueltas en las calles. O¨ªrlos por la avenida de Guadalajara les estremece. Y cuando muere un residente, aunque s¨®lo sea de a?os y achaques acumulados, las culpas se las lleva el coche, chivo expiatorio, moderno s¨ªmbolo de la guada?a asesina. "Lo malo no es cuando muere uno", dice el director; "lo grave es cuando en una semana se mueren siete". Entonces la psicosis es atroz. Afortunadamente, hay barajas y fichas de domin¨® para todos. Y hay biblioteca, al cuidado del se?or Aquilino, que era herrero y tiene 74 a?os. "Revaloricemos el valor de nuestra vida cultural; lea para triunfar", escribi¨® este hombre en el r¨®tulo m¨¢s visible. Pero se lee muy poco, m¨¢s que nada, novelas del Oeste, y otro cartel de Aquilino advierte que los libros deben ser bien tratados; las novelas del Oeste, igualmente; la suciedad no tiene cabida en la vida cultural".
En los pasillos, con refuerzo de barandillas, se cruzan los pensionistas, agarr¨¢ndose al pasamanos. Francisca Redondo, 86 a?os, dice que los viejos no debieran ducharse (no tienen ba?eras), porque "eso es muy peligroso; caes y se acab¨®".
El se?or Reyes, 84 a?os, tiene un retrato dedicado de Ram¨®n y Cajal, y como parece influyente, le permitieron meter algunas antig¨¹edades en su habitaci¨®n, n¨²mero 204. "Pido y pido que me pongan una cerradura como Dios manda; la puerta as¨ª no est¨¢ segura". El se?or Reyes posee varios relojes valiosos, a los que da cuerda y mantiene puntuales con absoluta precisi¨®n.
Luego, el director del centr¨® pide a do?a Justina Ant¨®n, 96 a?os, que demuestre lo bien que se encuentra, y do?a Justina hace unas flexiones en el que llaman sal¨®n blanco, flexiones gimn¨¢sticas, y asegura que recuerda el d¨ªa que naci¨®, en Torrevicente, provincia de Soria: "Tuve 11 hijos y cri¨¦ otro que no era m¨ªo; pero ahora ya no me dan merienda, han suprimido la merienda".
Los de Manoteras est¨¢n peor. Son inv¨¢lidos y ocupan un moderno edificio en la calle de O?a, inaugurado en 1980. "Se dijo que esto era una tapadera y que en realidad el centro es un centro militar secreto", afirma su director, Juan Jos¨¦ Ara¨²zo. En el acceso a una sala de actos se lee: "Prohibido comer pipas; se sancionar¨¢ con expulsi¨®n". Y el inmueble no es otra cosa m¨¢s que un inmenso ir y venir de sillas de ruedas, la mayor¨ªa empujadas por un celador sanitario. Cada residente (hay 300) cuesta un mill¨®n de pesetas anuales a la Seguridad Social. La mitad no pagan nada. Quienes pagan una porci¨®n "se quejan de los otros y exigen que se les d¨¦ un trato preferente", lamenta el director. Pero la vejez, grave enfermedad es, y cada cinco d¨ªas y medio se produce un fallecimiento. Aqu¨ª pasa totalmente inadvertido: "Actuamos con la m¨¢xima discreci¨®n". El boom religioso hizo que la peluquer¨ªa de caballeros tuviera que habilitarse para capilla cat¨®lica. El lavabo para cabezas fue cubierto con puntillajes para guardar copones.
Los seniles ocupan nueve estancias con rejas. Un hombre de 80 a?os, que era asentador de pescado, se golpea la frente con los pu?os y, entre sollozos, canta los n¨²meros de la subasta imaginaria.
Los bancos est¨¢n h¨²medos
En la calle de Mart¨ªnez Campos, sor Rosario, hija de la Caridad, llena platos de lentejas para los tres turnos de ancianos pobres y prematuros que acuden diariamente a comer gratis. O casi gratis: algunos llevan volantes de Cruz Roja, y ¨¦stos tienen derecho a dos platos en el men¨² Manuel Fern¨¢ndez Moreno, 68 a?os, vomita la primera cucharada: "No es culpa de la comida, que est¨¢ buena; es que se va, a hacer oscuro y no tengo d¨®nde ir, me echaron de casa, en el n¨²mero 19 de Moreno Nieto (bajo, derecha E); vino un abogado y un cami¨®n del Ayuntamiento para vaciarlo todo, por no pagar. ?Qu¨¦ tengo qu¨¦ hacer?"
Llovizna por estas plazas de la gran ciudad, una lluvia peque?a y disimulada. En la calle de la Libertad, los coches espantan a unos viejos que buscan la plaza de Chueca, donde dos perros se hacen caranto?as delante de los ancianos. Algunos se sientan sobre peri¨®dicos porque los bancos est¨¢n h¨²medos. En la plaza de Santa Ana rodeados de palomas, teatros y contaminaci¨®n, ?ngel Costanilla, 77 a?os, y su amigo, de parecida edad, hablan de esta lluvia: "Ser¨¢ buena para la siembra del trigo, que iba retrasada". Son de Villa Taranc¨®n, provincia de Cuenca. De all¨¢ conservan la boina, muy chica, y ese aire de extra?eza frente al mundo de cemento y cohetes disfrazados de lujo y progreso. Cuando se cansan de estar sentados aqu¨ª se sientan en la repisa del escaparate de Almacenes Sime¨®n.
Hay viejos solos en la plaza de Jacinto Benavente y pueden ver a las putas que hacen la carrera, muy j¨®venes y tiradas, en la esquina de la calle de la Cruz. Tambi¨¦n hay muchos viejos en la plaza de San Ildefonso, porque las plazas son como asilos sin puertas, sin rezo del rosario, sin olor de inyecciones. En esta plaza hay 17 ¨¢rboles, una iglesia, una fuente con dos grifos de bronce eterno y una muchacha que observa a tres ni?os con la mirada ansiosa y turbia por algo que ella s¨®lo sabe. El viejo Salvador Marcial, 72 a?os, querr¨ªa decirle al alcalde que cambie los adoquines de esta plaza: "Se te mete el pie y est¨¢s perdido".
En Santa Mar¨ªa Soledad, el anuncio de una marca de medias ("Destapa tus piernas con Dim") pone cachondos a dos chavales de la plaza, mientras tres viejos se cubren con mantas hasta las orejas, alarg¨¢ndose en los bancos que recaen sobre el edificio de Telef¨®nica. Siempre hay un roto para un descosido. Estos viejos se duermen con facilidad junto a la pintada de la pared que les cobija: "Marta, madre de mi hijo".
Todo parece un texto escrito en clave, coherente y desesperado como la s¨²plica de la mujer que pide a las puertas del restaurante chino El Buda Feliz. Esta vieja, echada en el suelo, extiende su mano acartonada y dice, una y mil veces: "Que d¨¦le a la abuelica para una barrica de pan".
El albergue tiene plazas limitadas
La plaza del Rey es muy vistosa y hasta alegre. Tiene el edificio de Tabacalera; otro, monumental, llamado de Las Siete Chimeneas, y viejos que tambi¨¦n fuman su cigarro negro con la mirada perdida en el teniente Jacinto Ruiz, h¨¦roe del Dos de Mayo. Un anciano comenta: "Tenemos tan pocos sitios donde estar seguros que han de cuidar estas plazas para nosotros". El viejo parece agradecido al teniente de Infanter¨ªa, sin cuya intervenci¨®n el lugar ser¨ªa franc¨¦s.
Las Damas Apost¨®licas recogen lo que ya no cabe en las plazas, las residencias y los asilos. Su albergue de San Jos¨¦ da cena y cama a los hombres "que hemos marginado". El albergue est¨¢ en Embajadores, 162, lanzado como a golpe de honda sobre los pasos elevados que tanto afean la ciudad. "El que perturbe la convivencia pac¨ªfica (borrachos, drogados, etc¨¦tera) no puede ser admitido aqu¨ª", dice un cartel de reglamento interior. Una religiosa sin h¨¢bito, pero con un crucifijo en el pecho, atiende las peticiones desde un ventanuco de estaci¨®n. Hay mucha cola desde mediada la tarde, porque el cupo es limitado: s¨®lo caben 40 camas en dos habitaciones de azulejos y olor a lej¨ªa. Sor Maravillas pide el carn¨¦ de identidad y anota en un libro-registro. A muchos les da zapatos y ropas. Y, sobre todo, les entrega n¨²mero: "Tan mal est¨¢n hoy las cosas que tenemos muchos j¨®venes y extranjeros, que quitan la plaza a los ancianos", dice la monja. Mientras se sirve el plato de alubias y el bocadillo de mortadela, los m¨¢s humildes contemplan el universo sublime de la televisi¨®n en una pantalla sin color. Casi no hablan, como en las familias modernas. Y m¨¢s de la mitad saben que, terminado el potaje, ir¨¢n a la calle por falta de espacio. Las escenas son id¨¦nticas un d¨ªa y otro. A las 20.30 horas la suerte est¨¢ echada. Si no se presentan los n¨²meros entregados, el de la lista de espera logra billete y vuela a la segunda planta, donde hay ducha y cama. Si se presentan todos, la tensa espera fue in¨²til: "?Entonces me toca ir a la puta calle, hermana? ?Quiere que me cargue una luna para que me den techo? ?Esto es caridad?". Sor Maravillas Echevarr¨ªa, con guantes de goma para fregar la vajilla, intenta aplacar las iras. "En ocasiones creo que no puedo m¨¢s, que no voy a poder resistirlo, pero Dios me ayuda. Esa gente tiene raz¨®n: cualquiera de nosotros romper¨ªa escaparates y robar¨ªa para sobrevivir; pero vamos al Ayuntamiento, hemos hablado con la concejala Pilar Fern¨¢ndez y ella nos dice que lo lamenta mucho, que no hay presupuestos y que el problema le desborda". Un viejo, que con su peque?a bolsa de pl¨¢stico vuelve a la soledad de la noche, arrebata un abrigo a la monja. Y se va gritando, tembloroso, que ma?ana volver¨¢: "Dos noches seguidas no las paso yo en la calle".
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