Fe de erratas
El escritor peruano Manuel Scorza fue una de las v¨ªctimas mortales en el accidente a¨¦reo ocurrido en las cercan¨ªas de Madrid en la madrugada del 27 de noviembre. Horas antes de tomar el avi¨®n en Par¨ªs, envi¨® a su agente literario en Espa?a, Ram¨®n Serrano, tres art¨ªculos, de los cuales EL PAIS ha recibido ¨¦ste y otro que publicaremos en los pr¨®ximos d¨ªas.
A veces estoy por pensar que en el libro de mi vida nadie se interes¨® en la fe de erratas. El departamento de correcci¨®n que vigila el libro de la existencia de cada hombre cuid¨® de se?alar en may¨²sculas los desastres. Y de tiempo en tiempo, en min¨²sculas, las alegr¨ªas. Pero ning¨²n funcionario se ocup¨® de corregir lo que yo considero la parte m¨¢s importante de mi vida: la fe de erratas. Aunque pens¨¢ndolo bien, si se las hubiera se?alado a tiempo, no ser¨ªa quien soy y no estar¨ªa en esta columna diciendo que el hombre que est¨¢ m¨¢s cerca de la muerte que del nacimiento tiene la urgencia de ser feliz.No he le¨ªdo mi ficha en el servicio de inteligencia ni tampoco la que debo tener en la CIA. Pero estoy seguro de que tambi¨¦n est¨¢n plagadas de malentendidos. El primer malentendido debe ser que yo fui conspirador desde los 18 a?os. Esa edad ten¨ªa cuando la polic¨ªa asalt¨® mi casa, asust¨® a unos ni?os que hab¨ªan ido a intercambiar bolas de colores con mi primo y me sacaron, rev¨®lver en mano. Muchos de los vecinos de ese barrio, donde el desprestigio era prestigio, se jactaban de tener parientes en la c¨¢rcel; algunos alardeaban o llegaban hasta inventar prisiones. Esto los aureolaba de honor inalcanzable para nosotros. Injusticias del destino: nuestra familia no necesitaba fantasear. Muchos de mis t¨ªos y de mis primos estaban en la c¨¢rcel, y por razones justificadas. Pero mi padre, que fue siempre un hombre modesto, no queriendo que se le tomara por petulante, nunca nos permiti¨® alardear. Soportamos, pues, mal la jactancia de los Toro, o del cojo Garc¨ªa, o de Willy Z¨¢rate, que pretend¨ªan tener amigos o familia en la chiasma. Cuando la polic¨ªa me extrajo de mi casa, bajo apariencia de peligros¨ªsimo conspirador, la vecindad comprendi¨® que para ellos hab¨ªa terminado el, tiempo de alardear.
Pero era una errata. Yo no era conspirador, ni revolucionario, ni nada; simplemente estaba enamorado de Nora Seoane, y le hab¨ªa dedicado un poema de amor, que se public¨® en La Tribuna el d¨ªa en que el partido aprista se sublev¨® contra el Gobierno de Bustamante. Pero qued¨¦ como aprista, y permanec¨ª en la c¨¢rcel, pateado, golpeado e insultado cada vez que para demostrar mi inocencia intentaba recitar mi poema. Todo esto lo tom¨¦ como adelanto de lo que me esperaba por la ignominia de amar y ser escritor.
En M¨¦xico, Juanito Chang, Luis de la Puente, Gonzalo Rose, mi. hermano Miguel y yo trabajarnos en una lavander¨ªa. El hambre nos hizo enjabonar, refregar y planchar bestialmente durante 15 d¨ªas. Cuando reclamamos nuestros salarios, el amante de la due?a, un inspector de Inmigraci¨®n, solicit¨® nuestros permisos de trabajo. No los ten¨ªamos. Hab¨ªamos violado tres leyes: trabajar sin permiso, creer que el dinero se gana trabajando y confiar en los propietarios de la lavander¨ªa Teissy. Merecimos que se nos dijera: "O se van sin cobrar o se largan de M¨¦xico".
Era yo muy amigo de Luis de la Puente y compart¨ªamos un cuarto en los tiempos en que ¨¦l preparaba su primera expedici¨®n de guerrilla a Per¨², la que traicion¨® Gasta?eta. S¨¦ que aparezco fotografiado, fichado por la polic¨ªa y clasificado como un peligroso subversivo. Pero tambi¨¦n era una errata. Luis y yo ¨¦ramos asm¨¢ticos y a veces me sent¨ªa muy mal. Por eso me ofreci¨® su cuarto, a fin de estar siempre listo para colocarme las inyecciones urgentes que pod¨ªa exigir mi enfermedad.
Mi siguiente querida errata la conoc¨ª en la Guatemala de Arbenz. Su coraz¨®n era de oro, y merm¨® 25 d¨®lares de su sueldo para ayudarme a llegar a M¨¦xico; era hermosa, era fea, era gorda, pero no se sent¨ªa mal en su cuerpo. Se enamor¨® de un argentino tambi¨¦n asm¨¢tico. En M¨¦xico volvieron a encontrarse Hilda Gadea y Ernesto Che Guevara, que ya se preparaba para embarcarse en la historia. Pero antes decidieron casarse. El poeta Juan Gonzalo Rose fue testigo del matrimonio, y los otros poetas peruanos les. dijimos cosas lindas, les recitamos poemas de amor en la fiesta. Obviamente, la CIA no pod¨ªa pensar sino que constitu¨ªamos un c¨®nclave de terroristas. Pero era otra errata. Yo no era guerrillero, sino un poeta extraviado en la melancol¨ªa.
Volv¨ª a Per¨². No s¨¦ por qu¨¦ fui a Huancayo. Ah, ya recuerdo. Nuestro movimiento necesitaba ubicar a un hombre fundamental para emprender su reconstrucci¨®n en el centro. No lo encontr¨¦ donde supuse; ignoro las razones por las que decid¨ª buscarlo en casa de sus hermanos de leche; all¨ª estaba, y hac¨ªa 15 d¨ªas que se emborrachaba. Amaba, poeta ¨¦l tambi¨¦n, a una deslumbrante loretana. La amaba irremediablemente. La esperaba todos los domingos en la puerta de la iglesia, mucho antes de que la misa terminara, y uno de esos domingos la muchacha sali¨® justo en el momento en que ¨¦l se enjugaba el sudor con una mano y con la otra sosten¨ªa el sombrero. Con la adorable mala fe que caracteriza a las amadas, ella dej¨® caer unas monedas sobre su sombrero. As¨ª, con delicadeza femenina, lo lacr¨® de mendigo. Nunca se recuper¨® del desastre. Tan abatido lo encontr¨¦, que me pidi¨® lo reemplazara en un mitin. Y que luego encabezara la consabida marcha de protesta. Cumpl¨ª. Como siempre, la polic¨ªa bloque¨® las calles. Nos atac¨®. Nos dispersamos velozmente. Yo -poeta l¨ªrico, ante todo- me coloqu¨¦ a la vanguardia de los que escap¨¢bamos de la polic¨ªa, ignorando que una de sus t¨¢cticas m¨¢s comunes es aguardar a las multitudes cuadras m¨¢s abajo para surgir sorpresivamente y coger a las masas entre dos fuegos. Pero en ese caso no se pudo. Calles abajo, la polic¨ªa se apareci¨® con sus uniformes, sus metralletas, sus bolsas de granadas lacrim¨®genas; pero nosotros avanz¨¢bamos a tal velocidad que no pudimos detenemos. Hay leyes fatales en la mec¨¢nica. Una de ellas enuncia que un cuerpo que avanza en el espacio sin encontrar resistencia puede seguir hasta alcanzar los confines del universo. Yo no llegu¨¦ tan lejos. Pese a todos los esfuerzos, pese a mi desesperado intento, no pude detenerme. Y, sin querer, ca¨ª y derrib¨¦ a los guardias sorprendidos y al oficial desconcertado, que se imaginaron que semejante arremetida s¨®lo pod¨ªa ser el comienzo de un mot¨ªn. Pero era una errata m¨¢s.
En el local del movimiento, nadie, absolutamente nadie, quiso aceptar la versi¨®n ver¨ªdica. Mi propio jefe se enfureci¨® al o¨ªrla. Se necesitaba a toda costa h¨¦roes que hubieran vencido a la polic¨ªa. Y no hubo manera de cambiar esta errata.
Imagino que as¨ª debe ser la historia que muchos h¨¦roes no pueden revelar desde sus monumentos. Este art¨ªculo es igualmente un equ¨ªvoco: yo pensaba escribir un art¨ªculo sobre un inquietante texto de Germ¨¢n Poma de Ayala. Pero alguien que no quiere que cumpla con estas notas me regal¨® unas imperiales botellas de vino h¨²ngaro. ?C¨®mo releer la Nueva Cr¨®nica despu¨¦s de la quinta copa?
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