Un cuento amargo
Las relaciones del individuo (y s¨²bdito) con el Estado y las de ¨¦ste con el s¨²bdito (o individuo) siempre han sido motivo de resquemor y de preocupaci¨®n; pienso que quiz¨¢ m¨¢s pueda ser una inercia que un elemento condicionante o un matiz determinante. Los hombres somos, ignoro si por naturaleza o por azarosa circunstancia, no poco reacios a dejarnos manejar por entes administrativos (salvo que funcione la mediaci¨®n de los esp¨ªritus, lo que siempre da una nota de color a la cesi¨®n de voluntades) y, en consecuencia y por lo com¨²n, no vemos bien y con bastante resignado ¨¢grado la tutela de las oficinas y los oficinistas.Hasta ahora, los Estados ven¨ªan caracteriz¨¢ndose por una cierta suspicacia hacia la vida -privada y p¨²blica- del contribuyente. Desde el control de los nacimientos hasta el esmerado ejercicio de la pena capital, considerada en sus muy diversos trances e inn¨²meras vicisitudes, se intentaba ejercer una vigilancia preventiva -y negativa- de la conducta del ciudadano. Las muestras de celo en este sentido han sido tan abundantes que apenas merecer¨ªa la pena recordarlas, como no fuera en la curiosa paradoja en la que suelen meterse quienes, por ejemplo y dicho sea de pasada, defienden a rabiar el derecho a la vida de un embri¨®n, e, invocando los derechos naturales, se lo niegan a un hombre que no fue lo bastante respetuoso con las siempre pactadas leyes. Pero ahora est¨¢ apareciendo la preocupaci¨®n exactamente contraria, en la que la m¨¢quina estatal se apunta a una tutela, digamos que positiva, de nuestras vidas, imponi¨¦ndonos su arrogado derecho a que no dispongamos de ellas sin su permiso.
En Los ?ngeles de California, una mujer ole 26 a?os no puede morirse porque el Estado no le deja.
-?Quiere usted decir que el Estado se lo prohibe?
-S¨ª, eso es lo que quiero decir.
Semejarte conflicto de voluntades suele tener f¨¢cil soluci¨®n, por cuanto que el hecho de tipificar el suicidio como delito tampoco significa gran cosa. Una medida de esa ¨ªndole tiene tantas grietas y fisuras como oportunidades se te ofrecen al ciudadano de morirse irremediablemente, a poco que: descuide su esfuerzo encaminado a sobrevivir. No hace falta echar mano de exhibiciones tan espectaculares corno la de lanzarse al vac¨ªo desde la m¨¢s alta terraza del m¨¢s alto rascacielos, lance que exige acopio de verdaderas dotes de atletismo (para escalar las verjas que suelen cerrar los miradores) y de disimulo (para hurtarse de la atenci¨®n de los guardias y conserjes). Un m¨ªnimo despiste a la hora de cruzar la calle, o un adarme de oportunidad en los incendios, choques, descarrilamientos o aterrizajes, y ya est¨¢ el asunto resuelto. Pero cuando el que quiere morir -o dicho sea de m¨¢s dram¨¢tica forma: el que necesita morir- est¨¢ sujeto por la par¨¢lisis a una silla de ruedas, el Estado le veda el usar del ¨²nico recurso a su parvo alcance: el perecer de hambre.
?Qu¨¦ puede haber de amenazador en el suicidio de una mujer en sus cabales, harta de arrastrar por este valle de l¨¢grimas -y nunca mejor dicho- una amarga seudovida que podr¨ªa parecerse mucho a las im¨¢genes b¨ªblicas del infierno sin m¨¢s que eliminar del decorado la imagen na?ve de los demonios?
Hace unos siglos, la respuesta habr¨ªa adquirido tinte escol¨¢stico: una voluntad superior, la divina, no puede sujetarse a otra inferior, la humana, m¨¢s que en sucesos y situaciones accesorios y que excluyen, claro es, el de disponer de la propia vida. La voluntad superior queda demostrada por el hecho en s¨ª de la existencia naturalmente mantenida y, por tanto, imposible de arrebatar por medios artificiales. Tal argumento, de utilizarse en el supuesto de hoy, lo que no parece ser el caso, ni siquiera tendr¨ªa un valor autom¨¢tico, ya que naturaleza y artificio mudan sorprendentemente su respectiva condici¨®n gracias a los adelantos t¨¦cnicos, imprevisibles en el dogma.
Y, si no son los motivos de la virtud y el pecado los que asoman bajo la decisi¨®n oficial que comento, ?cu¨¢les ser¨¢n entonces? ?En qu¨¦ amenaza a la autoridad una tan suave y moderada forma de eutanasia?
Aunque me cuesta mucho trabajo conseguirlo, me gustar¨ªa pensar que las autoridades son capaces de hacerse una composic¨ª¨®n de lugar tan razonable como para temer la transformaci¨®n de nuestro mundo social en el de los lemingos, esas ratas escandinavas de ritual suicidio en las fr¨ªas aguas de la mar. Si se le da la suficiente oportunidad de reflexi¨®n, el ciudadano podr¨ªa acabar rescatando la idea existencial de que la muerte, por mala que pueda resultar, siempre ser¨¢ mejor que la suma del pesar y la incertidumbre. Pudiera ser que al principio s¨®lo optasen por tal soluci¨®n los verdaderamente hundidos en la enfermedad, la marginaci¨®n o la miseria, pero los eslabones de una cadena son siempre demasiado parecidos los unos a los otros y no resulta sencillo el conocer, a priori, d¨®nde habr¨ªan de detenerse en su carrera. Me gustar¨ªa pensar que el Estado piensa que pensamos, pero no puedo hacerlo.
La pobre mujer californiana de este amargo cuento est¨¢ pagando, probablemente, el pecado de soberbia de un jefe de negociado, de un juez, de un subsecretario o de un ministro que descubri¨® de repente los placeres de la divinidad. El funcionario tiene poder sobre la vida y la muerte, y lo ejerce. Quiz¨¢ no sea tan s¨®lo un ¨²nico personaje el implicado, y a todo el que tenga un poquito de mando le quepa una peque?a dosis de esencia divina. A lo mejor, todos somos en alguna proporci¨®n culpables de ese vicioso gusto que significa el imponer la voluntad en cosas nimias y casi imposibles de distinguir y medir. Elizabeth Bouvia no puede morirse, y, en su impotencia, todos estamos muri¨¦ndonos un poco, aunque no sea m¨¢s que de verg¨¹enza.
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