Ruina, mugre, arte
Durante toda nuestra vida hablamos en prosa sin saberlo. Sin darnos mucha cuenta, por no ser especialistas y por pereza, tambi¨¦n nos acostumbramos a amar cosas deterioradas; pinturas sucias, iglesias a las que faltan chapiteles o tienen torres desiguales, estatuas decapitadas, sin brazos o piernas... Esta cosas, o se alteraron poco antes de que las vi¨¦semos por vez primera, o su desvanecimiento ha tenido lugar durante un largo per¨ªodo de tiempo, que excede el de nuestra vida o nuestra experiencia colectiva. Da igual, porque nos encontramos a gusto con ellas. En el mejor de los casos, nuestra imaginaci¨®n suple los elementos perd¨ªdos hoy en la obra art¨ªstica. Con el regodeo de la decadencia dejamos que las estampas antiguas o las reconstrucciones ideales nos digan c¨®mo fue en realidad, en un principio, antes de la desaparici¨®n o los estropicios. As¨ª nos quedamos contentos, porque la costumbre y el afecto son muy poderosos, y, muy grande el temor a que la obra se reconstruya, aunque sea para bien, porque la labor no s¨®lo -puede cargarse una vieja representaci¨®n, tambi¨¦n puede constituir particular veh¨ªculo de la particular teor¨ªa del restaurador.Apenas nos conmueve la vehemencia de quienes aseguran que en el pasado esas obras eran mejores. Apenas, porque con a?os de contemplaci¨®n y de lectura y conversaciones han recibido la calidad suprema. Nos encontramos a gusto con ellas, tal cual, en ruinas y mugrientas, y de aqu¨ªnace una cierta y suicida desconfianza hacia- limpiezas, barnices, nuevas t¨¦cnicas, etc¨¦tera -desconfianza, por lo dem¨¢s, no desconocida por los especialistas-, indudablemente destinados a evitar que la obra se deteriore a¨²n m¨¢s, pero cuyo uso equivocado puede producir desastres irreparables.
Enga?ados por una seguridad, precaria porque si nadie lo remedia todas las piedras terminar¨¢n por tierra y la pintura por desaparecer, nos gusta el Parten¨®n en ruinas y los frescos sucios de la Capilla Sixtina. Contemplarlos as¨ª, sin ning¨²n tipo de ayudas, supone una valiosa experiencia personal y generacional. Quien diga que fueron mejores en cierta manera se equivoca, porque insensiblemente hemos ido abandonando las reconstrucciones para los arquitectos ut¨®picos y los grabados que aparecen en los tratados de arte, incluso nos hemos convencido del horror que producir¨ªa la obra maestra si estuviera nueva. Ser¨ªan precisos a?os y muchos esfuerzos para habituarse a una obra que ya no es la nuestra, a una obra que vuelve a ser perfecta, cuando durante tanto tiempo nos hemos estado identificando con algo que hoy se halla m¨¢s guarro que ayer, que alg¨²n d¨ªa podr¨ªa esfumarse, sin que nada hagamos por impedirlo.
La viva pol¨¦mica sobre los criterios de la restauraci¨®n nunca resuelta y con cambios de actitud constantes, no es ajena a esta visi¨®n precisa, existencial, y tambi¨¦n pat¨¦tica, de la obra.de arte. A la consideraci¨®n de que su valor no reside en la perfeccci¨®n primera, por lo dem¨¢s tan dif¨ªcil de recobrar, sino al estado en que se encuentra entre nosotros. Resulta imposible tomar partido cuando en muchas ocasiones ya no se trata de preservar nuestras im¨¢genes, el statu quo sentimental, ni de situar en un alto pedestal el santo horror a poner las manos encima de una obra cl¨¢sica, si lo que se intenta es evitar la p¨¦rdida pura y simple, y total tambi¨¦n, de la obra misma. No siempre sabemos muy bien lo que en realidad nos preocupa. Las casas de Roma no pueden revocarse, y as¨ª Pasa a la p¨¢gina 12 Viene de la p¨¢gina 11 se nos presentan con una p¨¢tina -a la postre m¨¢s debida a los excrementos de los motores de explosi¨®n que al paso del tiempo-, de la que dudamos, aunque tambi¨¦n comprendamos el desconcierto que producir¨ªa la casa de Keats limpia. A veces existe tal brutalidad en quienes se empe?an en conservar y restaurar con criterios historicistas tan s¨®lo, que cuesta advertir el respeto que tras ella existe ante lo irreparable, ante la obra y nosotros. El respeto del que son maestros los italianos, y que han llevado hasta sus ¨²ltimas consecuencias con el Cristo de Cimabue, restaurado a medias tanto para destacar la pintura que quedaba como para no ocultar lo mucho que el agua hab¨ªa destruido.
Pero en mal momento estamos, no porque falle nuestra inclinaci¨®n decadentista o la rechacemos ya, sino porque las obras est¨¢n muriendo, en un desmoronamiento generalizado cuyos relatos, de Toledo a Cracovia, tienen a veces el patetismo de las epidemias, de la muerte del mar o el exterminio de las ballenas. Por ello, la salvaguardia y la restauraci¨®n ocupan en la cr¨®nica del arte un espacio tan destacado como el que se dedica a las creaciones concretas. Ante esta perspectiva precisa e insoslayable, todo aquel que de alguna manera permanece anclado en una memoria que apenas permite novedades, espera con estupor los resultados que una operaci¨®n gigantesca de recreaci¨®n y rescate de bienes culturales europeos -no de otra cosa se trata- acabar¨¢ presentando frente a sus ojos mal acostumbrados. Nunca se sabe. Es posible que en esta hora de alarma surjan presuntos restauradores geniales que suplanten las labores primeras, pero tampoco son imposibles las sorpresas agradables. Hace pocos a?os, las limpiezas efectuadas en muchos cuadros de El Greco eliminaron, junto con las capas de suciedad que soportaban, la idea de un pintor de colores apagados. Muchas preguntas podemos hacernos al saber que Las Hilanderas y los frescos de la Capilla Sixtina alg¨²n d¨ªa ser¨¢n restaurados. ?Se eliminar¨¢ lo que Vel¨¢zquez no pint¨®? ?Desaparecer¨¢n los calzoncillos que cubren laspartes de los titanes de Miguel Angel? Inm¨®viles, nos hemos acostumbrado a todo, hasta a los aditamentos y las falsedades, debidos a terceras manos, que carecen de esa naturalidad que la ruina y la mugre proporcionan a las cosas. Unas cosas cuya convalecencia esperamos, necesitamos (necesitan ellas) y tememos, todo a un tiempo.
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