El terror
La intenci¨®n del p¨²blico era pasar una tarde distraida, acaso interesante, presenciando un buen encuentro de tenis. Puede que incluso pretendieran coleccionar unas horas memorables con un Mc Enroe sobre la pista. Se trataba pues de una intenci¨®n inocente, pero inmediatamente se vio que no pod¨ªa ser as¨ª. Apenas aquel pobre ni?o, a quien una pelota de servicio casi le secciona la yugular, farfull¨® unas risas indiscretas, todos comprendimos en qu¨¦ fatal situaci¨®n nos encontr¨¢bamos. Mc Enroe hab¨ªa mirado al ni?o con tal instinto criminal que todos temimos instant¨¢neamente por su vida. Y lo que es peor, por lo que podr¨ªa ocurrirles no ya a sus padres, como seres m¨¢s pr¨®ximos, sino a todos los que supuestamente manifest¨¢ramos alguna forma de afecto hacia esa v¨ªctima. Era notorio que ¨¦ramos muchos all¨ª para que Mc Enroe lograra matarnos. De esto no cab¨ªa duda y, por lo tanto, tal pensamiento contribu¨ªa a tranquilizarnos. Pero bastaba que un irresponsable de la grada le disparara una foto con flash para que una c¨®lera sin l¨ªmite se apoderara del genio. Estando as¨ª las cosas y visto de qu¨¦ modo ese tipo americano nos amenazaba, habr¨ªamos preferido que al se?or irresponsable de la c¨¢mara fotogr¨¢fica lo degollaran all¨ª mismo algunos aposentadores. Sin duda, habr¨ªa sido ¨¦sta una soluci¨®n precipitada de la que luego nos arrepentir¨ªamos, pero trat¨¢ndose de defendernos y contando con que previamente el juez de silla hab¨ªa advertido que no se sacaran fotograf¨ªas con flash no puede decirse que ese imb¨¦cil no se lo tuviera merecido. Por otra parte, no cab¨ªa la esperanza de que Mc Enroe se aplacara de otro modo y, ciertamente, muchos de los que est¨¢bamos all¨ª todav¨ªa conserv¨¢bamos a esas alturas la esperanza de disfrutar esa tarde de tenis sosegado que nos hab¨ªamos trazado. No se hizo, sin embargo as¨ª, y se puede imaginar f¨¢cilmente la ignominia que hubo de padecerse hasta el final del encuentro. Por un lado todos dese¨¢bamos que perdiera el punto Mc Enroe pero eso s¨®lo pod¨ªamos desearlo ciegamente. Efectivamente, tan pronto se cumpl¨ªan nuestros deseos descubr¨ªamos lo poco juiciosos que hab¨ªamos sido. Su instinto criminal nos descubr¨ªa inmediatamente a todos como miserables enemigos. Y volv¨ªamos a sentir cada uno la terrible amenaza de caer bajo su vista. Era verdaderamente insoportable conciliar el deseo de su destrucci¨®n y de su victoria. Aquella para defendernos, y esta ¨²ltima, a la vez, con el prop¨®sito de no ser destruidos.
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