Madrid era una fiesta
Cada a?o, al llegar la primavera Madrid se transformaba en una fiesta para chicos y grandes; para los chicos sobre todo. No en el Par¨ªs de Hemingway, sino en otro alegre y provinciano que anunciaban puntualmente los pregones de lilas de la Casa de Campo. Era un Madrid rural a¨²n, cabeza y coraz¨®n de la Pen¨ªnsula, heredero, a su modo, de Larra y Mesonero, a pesar de que ya el modernismo fuera abri¨¦ndose paso Gran V¨ªa arriba, alej¨¢ndole de la Puerta del Sol, la villa se extend¨ªa desde r¨ªo de Goya hasta los miradores del marqu¨¦s de Salamanca; desde los cementerios viejos hasta el nuevo; desde una ciudad para universitarios, apenas iniciada, hasta la plaza donde hac¨ªan gala de su valor toreros venidos desde los cuatro puntos cardinales. Tranv¨ªas de un rabioso amarillo la cruzaban con su eterno lamento, entre un pu?ado de altivos autom¨®viles, casi tan orgullosos como sus mismos due?os. El tel¨¦fono era un lujo al alcance de pocos, como el ba?o privado, salvo en los pisos m¨¢s modernos, dotados tambi¨¦n de elementales ascensores. Una lenta y callada invasi¨®n de fachadas austeras iba empujando d¨ªa a d¨ªa, fuera de sus solares primitivos, a aquel Madrid tradicional de ladrillo rojo y oscuros balcones; poco a poco se marchitaban para siempre sus ventanas abiertas al viento del vecino Guadarrama, su agua famosa o la pausada voz de las acacias a lo largo de los dormidos bulevares.Madrid se resist¨ªa, luchaba, sin saberlo, por mantener en pie todo aquello que hoy se intenta recuperar, levantar de nuevo para ofrec¨¦rselo a una generaci¨®n que lo ve con ojos bien distintos, que a duras penas se identifica con un tiempo borrado y enterrado.
Aparte de otras fiestas, de corridas dedicadas, no a turistas, sino a autenticos aficionados, el cenit del verano madrile?o lo se?alaban sus verbenas trashumantes, que desde el r¨ªo hasta el extremo opuesto de la villa arrastraban consigo un rumor cada a?o renovado de fervor popular. Desde desmontes desgarrados, a¨²n cubiertos de adobes y pinos, a la vera del ferrocarril, sub¨ªan hasta el centro ruidosos carromatos, que encerraban los ¨²ltimos adelantos del noble y viejo arte de entretener o divertir. Llegaban, alzaban sus muros de ca?izo o de lona y encend¨ªan su mundo de bombillas, que, formando guirnaldas, se?alaban el recinto de aquel ruidoso para¨ªso, salpicado de gangosas megafon¨ªas. Era una fiesta en la que, part¨ªcipe o no, apenas se conciliaba el sue?o, viviendo la noche para, de d¨ªa luego, sortear escondidas estrecheces que raramente alcanzaban a los chicos. Los mayores vest¨ªan a¨²n la misma ropa de los meses fr¨ªos, con la chaqueta a mano eternamente y los mismos zapatos, relucientes por sucesivas capas de bet¨²n. Todo ello se prolongaba a lo largo de una semana en cada barrio, dejando tras de s¨ª calzadas sembradas de despojos, aceras tapizadas de platos y v¨ªdrios rotos, que s¨®lo alguna repentina tormenta se encargaba de borrar. As¨ª no era raro que tanto memoralista venido m¨¢s tarde de provincias, dispuesto a erigirse en protagonista de la villa, confundiera los tiempos, incapaz de imagin¨¢rsela con un bosque de norias invadiendo sus calles, barracas de feria y bailes populares. Los eruditos suelen saltar desde don Hilari¨®n hasta la guerra civil y, sin embargo, no fue as¨ª, aunque ya la pol¨ªtica anduviera en boca de todos, apuntando a un cercano desenlace. Ya los guardias de asalto interven¨ªan en la calle, lanz¨¢ndose a ella desde sus entoldadas camionetas o desde lo alto de sus caballos, herrados de goma, seg¨²n unos, para no resbalar; seg¨²n, otros para caer de improviso sobre los manifestantes. Alguna que otra barricada de adoquines se alzaba cada noche para ser desmontada de mala gana a mediod¨ªa, y en tanto las cuestas de la Dehesa de la Villa se animaban con las canciones de los chibiris, especial San Ferm¨ªn, de la izquierda impaciente, los profesores de los colegios religiosos nos sorprend¨ªan una ma?ana con sus nuevos h¨¢bitos: un guardapolvos parecido al de los dependientes de coloniales, como dispuestos m¨¢s que a ense?ar, a servir medio kilo de pl¨¢tanos. Desde una ventana de aquellas aulas donde ahora el p¨²blico asiste a un cine para minor¨ªas se ve¨ªa otro cine, pionero del erotismo en la pantalla. La pel¨ªcula se titulaba El para¨ªso de los hombres desnudos, y su novedad consist¨ªa en mostrar a los int¨¦rpretes de uno y otro sexo desnudos de cintura para arriba.
En el colegio, unos cuantos fueron a verla, a pesar de las amenazas del director, que inclu¨ªan incluso a aquellos que osaran detenerse ante las carteleras, mas, la verdad es que salieron defraudados, salvo alg¨²n que otro comentario apenas susurrado a media voz.
As¨ª estaban las cosas; entre un recuerdo de pasados ex¨¢menes que habr¨ªamos de recordar toda la vida y la espera de las vacaciones al otro lado de la sierra, m¨¢s all¨¢ del alto de los Leones de Castilla, tal como bautiz¨® la ret¨®rica b¨¦lica a aquel paso que muchos conocimos como alto del Le¨®n, por el mudo testigo de piedra que todav¨ªa lo domina.
All¨ª, la guerra nos sorprendi¨® a mi familia y a m¨ª. Fuimos para tres meses y all¨ª quedamos tres largos a?os. Hasta entonces a los chicos se nos hab¨ªa ense?ado la justicia y el orden, la l¨®gica del premio y el castigo, y ahora, de pronto, todo aquel mundo que hab¨ªamos aprendido a querer o respetar se derrumbaba a golpe de disparos. Por encima de nuestras cabezas, del mismo modo que sucede hoy, se alzaba una guerra en la que no cont¨¢bamos, salvo para sufrir sus consecuencias. Un d¨ªa termin¨® tal como hab¨ªa empezado. Nadie nos dijo nada, nadie nos explic¨® una sola raz¨®n capaz de convencernos a favor o en contra. Madrid, para muchos, nunca m¨¢s fue una fiesta; no s¨®lo para los que acabaron con sus huesos en la c¨¢rcel, en el exilio o bajo tierra. Un mundo distinto y duro se puso en movimiento. Atr¨¢s quedaba, muy clara y definida, la fugaz y mudable adolescencia. Una nueva etapa se abr¨ªa ante aquellos que por entonces comenz¨¢bamos a asomarnos a la vida. Hoy que Madrid quiere volver a despertar, es de esperar que alcance su destino m¨¢s all¨¢ esta vez de ojivas y misiles nucleares, a lo largo de una tranquilidad civilizada, convertida en d¨ªa de fiesta permanente.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.