Nuestros fines de siglo
No creo que en esta coyuntura resulte in¨²til un examen sin¨®ptico y reflexivo de lo que respecto de nuestra aportaci¨®n a la cultura universal han sido los fines de siglo, desde que la uni¨®n de los reinos de Castilla, Arag¨®n y Navarra constituy¨® la siempre incierta y siempre problem¨¢tica unidad estatal de Espa?a. Cuatro fines de siglo, pues, antes del que ahora estamos viviendo: los correspondientes al quinientos, al seiscientos, al setecientos y al ochocientos, para decirlo a la manera italiana.En el primero, nuestra cultura podr¨ªa ser caracterizada mediante este modo: miseria y esplendor naciente. Hay en ¨¦l esplendor naciente, porque durante su segunda mitad -los decenios en que se difunde el Lazarillo, escriben Teresa de Jes¨²s, Juan de la Cruz y los dos fray Luis, brillan Juan de Herrera y Alonso Berruguete, pinta El Greco, componen Salinas y Victoria y disertan Francisco de Vitoria y Domingo de Soto- se inicia la parcial pero excelsa grandeza de nuestra cultura ¨¢urea. Hay tambi¨¦n miseria, porque tras las dr¨¢sticas medidas restrictivas de Felipe II, s¨®lo restos miserables quedan de la tenue, incipiente promesa que en la primera mitad de la centuria hab¨ªa sido la ense?anza de los calculatores formados en Par¨ªs, y en el filo entre ella y la segunda fueron los m¨¦dicos que se afanaban por proseguir originalmente la obra anat¨®mica de Vesalio. En la historia de la ciencia algo representan, desde luego, los renovadores y cr¨ªticos espa?oles de Galeno, el examen de ingenios y las descripciones del entonces nov¨ªsimo nuevo mundo, desde Fern¨¢ndez de Oviedo hasta Francisco Hern¨¢ndez y fray Bernardino de Sahag¨²n, y en la del pensamiento filos¨®fico no poco son las disputationes de Su¨¢rez; mas no lo suficiente en relaci¨®n con lo mucho que exig¨ªan entonces el nivel de la ciencia europea y el empuje hist¨®rico de un pa¨ªs que dominaba pol¨ªticamente el, mundo viejo y el nuevo.
Al segundo fin de siglo de nuestra modernidad, esta ense?a conviene: gloria que no basta. Han pasado y son luciente haber de todos los espa?oles Cervantes y Quevedo, Lope y Calder¨®n, Zurbar¨¢n, Murillo y Vel¨¢zquez, G¨®ngora y Graci¨¢n, Monta?¨¦s y Gregorio Fern¨¢ndez; pero tan indudable y alta gloria, ?pod¨ªa bastar a quienes bajo Carlos II -la Espa?a s¨²bitamente exang¨¹e que de tan sobrio y pat¨¦tico modo presenta Francisco Ayala en Los usurpadoes- aspiraban a vivir en el nivel intelectual de aquella Europa? Hable por todos ellos, los novatores que con tanto amor y tanta competencia han estudiado Maravall, Ce?al y L¨®pez Pi?ero, el m¨¦dico Juan de Cabriada: "Es lastimosa y aun vergonzosa cosa que, como si fu¨¦ramos indios, hayamos de ser los ¨²ltimos en recibir las noticias y luces p¨²blicas que ya est¨¢n esparcidas por Europa... ?Por qu¨¦, para un fin tan santo, ¨²til y provechoso como adelantar en el conocimiento de las cosas naturales, no hab¨ªan de hincar el hombro los se?ores y la nobleza, pues esto no les importa a todos menos qu¨¦ las vidas?". Cuentan que cuando a Cristina de Suecia le pidieron su regreso de Roma a Estocolmo para asumir de nuevo la corona, respondi¨®: "Non mi bisogna e non mi basta". No parece il¨ªcito pensar que, ante el esplendor literario y pict¨®rico de la Espa?a de su siglo, estos exigentes novatores sentir¨ªan dentro de s¨ª algo semejante a un mi piace, ma non mi basta.
Tras la que se produjo en la declinaci¨®n del siglo XVI, esta que acontece en el ¨²ltimo decenio del siglo XVIII es la segunda ca¨ªda de nuestra cultura. M¨¢s grave, sin duda, que la anterior, porque los espa?oles que rige Godoy ya no tienen junto a s¨ª el esplendor de lo que poco antes hab¨ªan logrado sus abuelos, y porque, bajo los auspicios de Fernando VI y Carlos III, los cosm¨®grafos, los bot¨¢nicos, los qu¨ªmicos y los eruditos algo han hecho en Espa?a para que nuestra ciencia figure decorosamente en la historia universal del saber y se prepare para entrar con buen pie en las grandes empresas cient¨ªficas del siglo XIX. Es cierto, s¨ª, que la matem¨¢tica de Jorge Juan y de Bails y la bot¨¢nica de Mutis y de Cavanilles no est¨¢n plenamente en el nivel a que la matem¨¢tica y la bot¨¢nica de la ¨¦poca hab¨ªan llegado; pero esta reserva no quita verdad a lo antes dicho, e incluso hace m¨¢s notorio y penoso el hundimiento que en la Espa?a de Carlos IV -hostil cerraz¨®n de nuestra sociedad tradicional ante la noticia de la revoluci¨®n francesa, prisi¨®n de Jovellanos, chisperizaci¨®n y manolizaci¨®n de la aristocracia- va a sufrir nuestra ciencia, aunque todav¨ªa sea en Segovia donde el franc¨¦s Proust descubra la segunda de las leyes fundamentales de la qu¨ªmica. La genial respuesta de Goya a la nueva situaci¨®n nos enorgullece, pero no nos basta a quienes queremos una cultura espa?ola m¨¢s integral y m¨¢s integrada.
El cuarto fin de siglo de nuestra modernidad puede ser puesto bajo este ep¨ªgrafe: amenazado ascenso. Desde la lamentable postraci¨®n en que la cultura hab¨ªa ca¨ªdo durante la primera mitad de nuestro siglo XIX -los a?os en que los espa?oles se empe?an en dar raz¨®n al famoso "Aqu¨ª yace...", de Larra-, un pu?ado de hombres, a cuya cabeza est¨¢n Cajal y Men¨¦ndez Pelayo, vuelve a resucitar un empe?o dos veces fallido: que lo hecho en Espa?a cuente dignamente en la historia del saber, adem¨¢s de contar egregiamente en la historia de la literatura y del arte. No trato de afirmar que la obra de Cajal y la de Meri¨¦ndez Pelayo sean, como dir¨ªa este ¨²ltimo,proles sine matre creata. Cajal ten¨ªa detr¨¢s de s¨ª al modesto Maestre de San Juan y al docto Simarro; Men¨¦ndez Pelayo al no tan modesto Mil¨¢ y Fontanals y a varios m¨¢s; pero es a la generaci¨®n intelectual de que ambos son miembros -con ellos, Eduardo de Hinojosa, Juli¨¢n Ribera, Alejandro San Mart¨ªn, Ol¨®riz, G¨®mez Oca?a, Ferr¨¢n, Turr¨®, Garc¨ªa de Galdeano, Torroja- a la que corresponde el m¨¦rito de haber iniciado ese vigoroso ascenso que desde los a?os de la restauraci¨®n se produjo en la historia de nuestra ciencia; ascenso que a trav¨¦s de tres generaciones, la del 98 y las dos subsiguientes, continuar¨¢ informando la vida universitaria (qu¨¦ salto cualitativo, desde la Universidad de La casa de la Troya a la de 1930), la producci¨®n editorial (baste recordar esta serie de nombres: la Espa?a Moderna, Jorro, EspasaCalpe, Revista de Occidente), la Prensa (a su cabeza la obra de El Sol) y el creciente n¨²mero de las ideas est¨¦tica e intelectualmente solventes que circulaban en los niveles m¨¢s cultos de nuestra sociedad. ?nase a ello la espl¨¦ndida contribuci¨®n de quienes protagonizan el que hace 40 a?os yo propuse llamar medio-siglo de oro de las letras espa?olas.
Tan hermosa primavera tard¨ªa de nuestra cultura no podr¨ªa ser cabalmente entendida si no se advirtiese la amenaza que desde su iniciaci¨®n misma pesaba sobre ella; amenaza muy real, aunque apenas perceptible hasta que se hizo inmediata, y dimanante de uno de los m¨¢s centrales y m¨¢s graves caracteres de nuestra historia desde la crisis del antiguo r¨¦gimen: la nunca satisfactoria y nunca definitiva soluci¨®n del problema de nuestra convivencia social y pol¨ªtica. M¨¢s all¨¢ de la indudable, pero superficial paz interior que trajo a Espa?a la Restauraci¨®n de Sagunto, la crisis moral del 98, la semana tr¨¢gica, la huelga revolucionaria de 1917, la diversa reacci¨®n al desastre de Annual, la dictadura de Primo de Rivera y -tras la enorme y general esperanza del 14 de abril- los sucesos de agosto de 1932 y de octubre de 1934, nos hacen ver hoy que la progresiva mejora de nuestra cultura y la racionalizaci¨®n de la vida colectiva que ella determin¨® no hab¨ªan calado de modo suficiente en los entresijos de nuestra sociedad.
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La Junta para Ampliaci¨®n de Estudios, la Residencia de Estudiantes, El Sol, la Revista de Occidente, el Centro de Estudios Hist¨®ricos, el Institut d'Estudis Catalans y la peque?a fracci¨®n europeizada de nuestro catolicismo no pasaban de ser la tenue y quebradiza pel¨ªcula de un cuerpo social en el que la guerra civil era todav¨ªa posible. Posible y real iba a ser la guerra civil, en efecto, desde julio de 1936. Lo que en la historia de nuestra cultura hab¨ªa sido amenazado ascenso sufri¨® s¨²bitamente un tajo brutal. El exilio y la represi¨®n subsiguiente a la contienda apartaron de nuestra comunidad cient¨ªfica y literaria a gran parte de lo mejor de ella, y la estrecha y torpe pol¨ªtica cultural de los vencedores hizo muy dif¨ªcil trabajar intelectualmente en el nivel del tiempo. Hab¨ªa que seguir, sin embargo. Pese a todo, los que continuaron residiendo en Espa?a (As¨ªn Palacios, Ors, Zarag¨¹eta, Carande, Gonz¨¢lez Palencia, D¨¢maso Alonso, Jim¨¦nez D¨ªaz, F. de Castro, Angulo, Garc¨ªa G¨®mez, Lapesa, Julio Palacios, Velayos, Bru, Emilio Jimeno, Jos¨¦ Pascual, ?lvarez Ude, R. Bachiller, San Juan, Pedro Pons), los que paulatinamente fueron regresando (Men¨¦ndez Pidal, Ortega, Mara?¨®n, Hernando, Lafora, Germain, Rey Pastor, Zubiri, Duperier) y una creciente gavilla de j¨®venes resueltos a trabajar en serio, han logrado que hoy sea entre nosotros eminente o muy estimable el nivel de no pocas disciplinas cient¨ªficas: la filolog¨ªa cl¨¢sica y la rom¨¢nica, la filosof¨ªa, la bioqu¨ªmica, la gen¨¦tica, la psicolog¨ªa, la historiograf¨ªa, la ecolog¨ªa, la f¨ªsica, la qu¨ªmica, para nombrar algunas. A las cuales hay que a?adir, que disciplinas son si se las cultiva responsablemente, las concernientes a la creaci¨®n literaria y art¨ªstica.
Tras los cuatro precedentes, henos aqu¨ª ante el roto de un nuevo fin de siglo de nuestra cultura. ?Cu¨¢l podr¨¢ ser su ense?a? ?sta propongo yo: ¨²ltima oportunidad.
Oportunidad, porque efectivamente puede serlo si desde la actual situaci¨®n logramos proseguir y actualizar el ascenso de nuestra cultura interrumpido en 1936, y si sabemos incorporar a ella cuanto desde 1939 han hecho, mundo adelante, los protagonistas de la Espa?a peregrina. Ultima, a la vez, porque si no acertamos en ese empe?o, si no somos capaces de vivir creadoramente, con el relieve que sea, dentro de lo que va a ser -de lo que ya est¨¢ empezando a ser- la vida del siglo XXI, muy de temer es que, en lo tocante a la cultura, nuestros bisnietos tengan que decir con ¨ªntima melancol¨ªa: Hispania fuit. Conmov¨ªa profundamente a don Miguel de Unamuno un texto de S¨¦nancour: "El hombre es perecedero. Puede ser. Pero, si es as¨ª, perezcamos resisti¨¦ndonos a ello; y si la nada nos est¨¢ reservada, no hagamos que esto sea justo".
Dejemos que cada cual se comporte como le plazca -o como le desplazca- respecto de su destino allende la muerte y, en relaci¨®n con el porvenir de nuestra vida hist¨®rica, dig¨¢monos: "Vivamos y actuemos de tal modo que si de este fin de siglo no sale una cultura espa?ola capaz de decir algo importante a todos los hombres, esto sea injusticia".
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