El caballo amante
El primer acto de amor hab¨ªa sido un caballo. ?l adoraba las formas, y sin duda, aquella muchacha rubia cabalgada sobre un viento de crines en el picadero ten¨ªa un dise?o solar. La ve¨ªa galopar a¨²n en las tardes nupciales y era casi una m¨²sica. El perfume de carne caliente, la espuma en las fauces de caucho, el sudor animal, los temblores del relincho y la chica abierta con el talle tenso en el aire de primavera, montando un alaz¨¢n por los sotos del club de campo, le doraban la memoria. El caballo le hab¨ªa sido fiel hasta la muerte, pero ahora el marido tambi¨¦n recordaba otros d¨ªas lejanos, cuando llevaba a la muchacha desposada a los conciertos del teatro Real. Ella iba con gasas palpitantes en los senos, se abanicaba la fin¨ªsima mand¨ªbula con el programa rebosante de sinfon¨ªas, le tintineaban las esmeraldas en los l¨®bulos de leche y cerraba los ojos en los instantes m¨¢s sublimes de Mozart. Luego, en el entreacto, fumaba una boquilla de marfil, y puede decirse que no hab¨ªa una pareja cuya est¨¦tica ambigua fuera m¨¢s putrefacta.La belleza posee siempre un fondo de corrupci¨®n, y ellos eran as¨ª, un poco viciosos, muy visuales, con una decadencia de lino color hueso o de lacitos malvas de seda pura, seres viscontianos en las exposiciones de arte, figurantes en los vest¨ªbulos de los hoteles ingleses con valija de un cuero antiguo que tra¨ªa pegada una etiqueta de Creta o tal vez de Nairobi. ?l hac¨ªa versos secretos, aunque trabajaba de ingeniero jefe en una central t¨¦rmica y habitaba un apartamento decorado seg¨²n el estilo de Van der Rohe, con muebles fr¨ªos de acero y cristal, alguna talla rom¨¢nica, cuadros de T¨¤pies, un ¨®leo diab¨®lico de Jardiel y sillones blancos. Ca¨ªdo en el sof¨¢ estaba ahora el joven amante de su mujer, con las costillas ensangrentadas, muerto del todo; pero el marido miraba turbiamente por la ventana, dando la espalda al traidor y no pod¨ªa olvidar el pacto que entre ellos formularon un d¨ªa.
-La amo.
-De acuerdo. La amas.
-Y ella me necesita.
-Lo s¨¦.
-?Entonces?
-No consentir¨¦ que le hagas da?o. ?Te enteras? No lo consentir¨¦ jam¨¢s.
Una fascinaci¨®n m¨®rbida
Eso sucedi¨® hace algunos a?os. Ella era en aquel momento un ejemplar de discoteca, una de esas chicas algo puta o un poco artista, de cuerpo totalmente deseable, que hab¨ªa logrado trincar por el rabo a un marido rico y enamorado. La pareja vivi¨® una primera etapa muy feliz, en la que ambos saciaron sus ansias de lujo demasiado evidente. ?l la exhib¨ªa en los restaurantes, fiestas y convenciones como a una yegua purasangre y la mujer lograba acopiar joyas y pieles de las fieras m¨¢s elegantes, hasta tal punto que incluso hab¨ªa aprendido a rugir. El regalo de boda fue un caballo alaz¨¢n sobre el cual rein¨® algunas tardes nupciales en la pradera del club de campo, y all¨ª se dejaba admirar fugazmente por el marido cuando su r¨¢faga rubia cruzaba a galope tendido bajo las hayas musicales; pero el caballo hab¨ªa muerto ya. Lentamente, el dinero les oblig¨® a amar la superficie de las cosas, la atm¨®sfera que despiden los objetos, las profundidades de la imagen para alcanzar el refinamiento y con ¨¦l tambi¨¦n ese espacio del tedio donde el amor adquiere formas complicadas.
La muchacha ejerc¨ªa una fascinaci¨®n m¨®rbida en aquel hombre. Con el tiempo a¨²n le perduraba el deseo de poseerla constantemente hasta estrangularla dentro de su candor venenoso. La amaba, eso era todo, y trataba de complacerla con diamantes y versos secretos. Si estaba aburrida, pod¨ªa llevarla a tomar el aperitivo a Nueva Delhi para que se distrajera viendo mendigos leprosos, y sin embargo, tambi¨¦n la odiaba como lo hacen por instinto de conservaci¨®n ciertas bestias inferiores. En esa ¨¦poca se dejaban ver en las inauguraciones de pintura, a¨²n bailaban en las discotecas de moda y asist¨ªan a los conciertos, conferencias y fiestas de sociedad y estaban en tratos para comprar otro caballo. Aparec¨ªan siempre a ¨²ltima hora, elegantemente aburridos, de vuelta de un largo viaje, con un bronceado reciente. Aquella tarde la mujer iba vestida con un sombrero blando y muchos flecos, con una cinta de moar¨¦ que le divid¨ªa la grupa como en los dibujos de Penagos. El marido la segu¨ªa con una copa en la mano y ambos repart¨ªan besitos de pi?¨®n y frases mundanas entre la concurrencia.
-Oh querida, s¨¦ que vas a tener otro caballo.
-Me hace mucha ilusi¨®n.
-Te presento a...
-Encantada.
-Me llamo Luis Alberto. He o¨ªdo que vas a comprar un caballo.
-As¨ª es.
-?Te puedo sugerir una idea?
-?T¨² montas?
-Un poco. A veces.
Sin duda era el mejor jinete de la reuni¨®n, ya que se trataba de un joven ecologista con un aire vaquero en medio de un cotarro de ingenieros industriales que celebraba un aniversario de la promoci¨®n. C¨®mo este p¨¢jaro hab¨ªa ido a caer en ese sal¨®n del hotel es dif¨ªcil de explicar si no se toma en serio el destino de los mortales. El asunto no pod¨ªa ser m¨¢s banal. Se hab¨ªa citado con un primo llegado de C¨®rdoba para recoger una carta o un paquete en el vest¨ªbulo y desde all¨ª hab¨ªa divisado la fiesta en la sala de convenciones, donde reconoci¨® al subjefe t¨¦cnico de una f¨¢brica de productos qu¨ªmicos que vert¨ªa residuos en un arroyo de su lejano pueblo; pero ¨¦l s¨®lo era un licenciado sin trabajo que ejerc¨ªa un pacifismo agropecuario en los aleda?os de Malasa?a. Los caballeros vest¨ªan de severo gris y corbata con pasador, la cuchilla de afeitar les hab¨ªa sacado un brillo violento a la sotabarba y besaban la mano de las damas; en cambio ¨¦l iba vestido con zamarra y camisa de felpa a cuadros, el aler¨®n le ol¨ªa a tigre y ten¨ªa una presencia ruda del domador, aunque no hab¨ªa salido nunca del asfalto.
Se la ve¨ªa radiante
Entr¨® como una tromba en su vida, tal vez por aburrimiento o por simple curiosidad. Ella estaba un poco cansada de esa existencia extasiada en el c¨®ctel de cada d¨ªa y, por otra parte, hab¨ªa o¨ªdo hablar d¨¦ los nuevos seres naturales, de esos j¨®venes agrestes que experimentan la aventura moderna del perro callejero y son felices. Este hombre no ten¨ªa trabajo, pero sab¨ªa aIgo de caballos, dispon¨ªa de todo el tiempo libre, se alimentaba de bocadillos de calamares y sonre¨ªa con unos dientes perfectos cuyo mordisco pod¨ªa resultar exacto de ternura y ferocidad. Al principio este sujeto a¨²n desconocido acompa?¨® a la mujer a ciertos picaderos para elegir un potro en buenas condiciones y durante el camino le hablaba de p¨¢jaros, flores y hierbas, de la costumbre de los bichos y de la propia soledad. El marido se hallaba muy complacido con esta situaci¨®n, ya que a ella se la ve¨ªa radiante y ¨¦l hab¨ªa logrado aligerarse de una carga. Esta pareja tan fina hab¨ªa dejado entrar en su apartamento decorado seg¨²n el estilo glacial de Van der Rohe a un tipo peludo, informal y portador de una rara ecolog¨ªa no exenta de piojos. A menudo le invitaban a comer y le ense?aban a las visitas, hab¨ªan comenzado a presumir de su amistad y se lo llevaban algunos fines de semana a la casa de la sierra, donde el joven silvestre les contaba ¨ªntimas historias de lagartijas, grillos y alima?as que alcanzaban la alucinaci¨®n.
Un amor com¨²n
Lentamente creci¨® en ellos un amor com¨²n, un poco franc¨¦s, de un determinado car¨¢cter morboso. No se trata de que el marido fuera exactamente un homosexual ni siquiera un dulce decadente, sino que su alma se hab¨ªa iniciado en una clase de aroma muy delicado, en ese sabor agridulce que despide el vicio m¨¢s exquisito. Esa conquista no est¨¢ al alcance de cualquiera. Le produc¨ªa mucho placer asistir de cerca a este acto de pasi¨®n, comprobar por medio de aquellas miradas calientes, primero furtivas., luego retadoras, a trav¨¦s de unos gestos o caricias casi inapreciables, c¨®mo su mujer se enamoraba de aquel nuevo habitante reci¨¦n llegado. A su vez eso le proporcionaba un lujo supremo: poseer todav¨ªa a su pareja y sentirse libre de ella, poder cabalgarla a su antojo, compartirla, usarla, huir y volver a solicitarle los muslos en el momento oportuno.
-La quiero.
-De acuerdo. La quieres.
-Ella est¨¢ contenta.
-Yo tambi¨¦n.
-?Entonces?
-No consentir¨¦ que le hagas da?o. ?Te enteras? No lo consentir¨¦ jam¨¢s.
Puesto que se amaban de una forma tan moderna, era necesario establecer ciertas reglas europeas entre ellos. El marido pagar¨ªa los gastos y el amante deber¨ªa comportarse con la nobleza de un buen caballo. Durante los primeros meses de amor iban juntos siempre los tres y se dejaban ver socialmente en las salas de arte, en los conciertos y en las conferencias. De noche, en la buhardilla del d¨²plex, a la sombra de un ¨®leo diab¨®lico de Jardiel, el esposo amado escrib¨ªa versos que se inspiran en la excitaci¨®n de algunos gemidos en el piso de abajo y nunca hab¨ªa sentido un latido tan fiero en, la caverna del vientre. Su trabajo de inspector de la central t¨¦rmica permit¨ªa a la mujer quedarse sola con el peludo ecologista unos d¨ªas a la semana, pero el s¨¢bado era una m¨²sica verlos galopar en las verdes colinas del club de campo y o¨ªr risas plateadas en los sotos.
El marido hab¨ªa contado con esa suerte de excitada imaginaci¨®n para toda la vida y le llenaba de morbidez el coraz¨®n constatar que sus amigos le envidiaban. Poseer una mujer hermosa con un amante a sueldo era la fascinaci¨®n m¨¢s audaz que pod¨ªa ofrecerse en los vest¨ªbulos de moda. Viajar a la selva, matar elefantes, desembarcar en puertos, egeos con una hembra radiante llevando atado al tobillo a un atleta genital contratado, asistir al espect¨¢culo de un deseo compartido y acariciarse juntos bajo las mosquiteras del Caribe o contemplar un paso a dos desde una butaca de mimbre en una terraza del Mediterr¨¢neo resultaba lo m¨¢s ven¨¦reo que la modernidad pod¨ªa dar. El equilibrio nunca lleg¨® a romperse. La dicha com¨²n era completa, sin posesiones exclusivas; pero hubo un momento en que el amante, al conseguir el tedio, quiso abandonar la partida. Se lo dijo as¨ª expresamente al marido.
-No voy a seguir.
-?Por qu¨¦?
-Este camino est¨¢ agotado.
-No lo est¨¢. ?Te r¨ªes?
Despu¨¦s de este di¨¢logo somero, sin abandonar las reglas de la cortes¨ªa, el joven engre¨ªdo qued¨® en el sof¨¢ sonriendo y el marido burlado entr¨® en la cocina, eligi¨® el cuchillo m¨¢s agudo o resplandeciente y decidi¨® hacer venganza.
De una forma helada descarg¨® un par de estocadas fatales en las costillas del amante de su mujer, y cuando ella volvi¨® de la peluquer¨ªa aquella ma?ana se encontr¨® en la moqueta el cuerpo reci¨¦n ensangrentado y al marido que le daba la espalda mirando turbiamente por la ventana. ?l pensaba en un lejano caballo al galope con el lomo desnudo en la sombra de unas hayas musicales.
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