Los hombres del Ateneo
Desde que el duque de Rivas, diplom¨¢tico y poeta, se constituy¨® en 1835 en su primer presidente -antes, el Ateneo hab¨ªa funcionado embrionariamente, durante el trienio liberal- hasta la definitiva instalaci¨®n en la calle del Prado, sucedieron muchas cosas, muchos traslados, muchas cecas y mecas en las que nombres como Donoso Cort¨¦s, Aleal¨¢ Galiano o, m¨¢s tarde, Joaqu¨ªn Mar¨ªa L¨®pez o C¨¢novas del Castillo arden como pavesas.La trashumante historia del Ateneo encuentra su materializaci¨®n ya en la calle de la Montera, en donde el nombre de La Cacharrer¨ªa, el sal¨®n de tertulias en el que hoy ense?orea el sill¨®n que habitualmente ocupaba Unamuno, ya es importante. Y en 1884, un a?o antes de morir Alfonso XII, el Ateneo se instala en el edificio que hoy ocupa, construido por los arquitectos Fort y Landecho, con Arturo M¨¦lida como decorador. N¨²?ez de Arce, Echegaray, Men¨¦ndez y Pelayo, Men¨¦nez Pidal, Coss¨ªo, Ram¨®n y Cajal, Joaqu¨ªn Costa..., Ortega y Gasset. Hasta Larra se hizo socio, aunque poco despu¨¦s morir¨ªa. Tantos nombres.
En La Cacharrer¨ªa -que fue, durante el franquismo, refugio de tertulistas que conservaban viva la llama atene¨ªsta- se alzaron voces contra la p¨¦rdida de las colonias y a favor de la p¨¦rdida de las colonias; voces apocalipticas que maldec¨ªan a los "carniceros de Chicago" y voces realistas que afirmaban que los de Chicago ten¨ªan armas y dinero, y nosotros s¨®lo nostalgia.
De 1930 a 1932, Manuel Azafla fue presidente, coincidiendo con la llegada de la II Rep¨²blica. Su comit¨¦ revolucionario se gest¨® y se reuni¨® muchas veces en el Ateneo. A ¨¦l le siguieron, como presidentes, Ram¨®n Mar¨ªa del Valle-Incl¨¢n, Miguel de Unamuno y Fernando de los R¨ªos. Luego vino el gran desastre, la guerra civil.
As¨ª y todo, el Ateneo ha seguido adelante. Demasiada historia en sus paredes, demasiados nombres, demasiados hombres, demasiada energ¨ªa, demasiada inteligencia como para que podamos renunciar. El pasado, en este caso, no es ni una coartada ni un fr¨ªvolo blas¨®n que echarse al bolso: es un verdadero tesoro que cabe conservar, no s¨®lo para desempolvarlo cuando llegan los centenarios, sino para,tenerlo muy en cuenta en el acontecer cotidiano.
Babelia
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