Sobre el di¨¢logo
Un cristiano caviloso y profundo, el maestro Eckhart, escribi¨®: "Donde hay dos, hay dolor", frase en la cual lat¨ªan la desaz¨®n de vivir en el mundo y la esperanza de una recapitulaci¨®n transmundana de las criaturas, en la cual ¨¦stas, misteriosamente, fuesen todas unas sin quedar cada una aniquilada. El estado final de la historia que postula el pensamiento marxiano, la patria de que habla Bloch, ?son, me pregunto, una versi¨®n secularizada e historificada de esa sentencia y esa esperanza del m¨ªstico germano? Y la unidad que los Estados totalitarios coactivamente tratan de imponer entre sus s¨²bditos, ?no ser¨¢ un apresurado, torpe y brutal remedo inconsciente de aquella fe religiosa y de esta utop¨ªa hist¨®rica? Arduas y graves cuestiones, cuya discusi¨®n -como hablando de otras dec¨ªa cierto fino escritor nicarag¨¹ense- "no es para un mientras"; en este caso, para el mientras de un art¨ªculo period¨ªstico s¨®lo tocante a la Espa?a que hemos vivido y que, en cierta medida, a¨²n estamos viviendo.Trasladando a la vida hist¨®rica y social el dicho del maestro Eckhart, esto diremos nosotros: "Donde hay dos, puede haber discrepancia"; obvia, perogrullesca verdad, que cuando socialmente se dinamiza puede convertirse en "donde hay dos, hay contienda" o en "donde hay dos, hay di¨¢logo". Reiterada y lamentable experiencia de la primera posibilidad hemos vivido los espa?oles desde que bajo Carlos IV comenz¨® a hundirse la razonable y civil convivencia que nuestros ilustrados dieciochescos hab¨ªan iniciado. Tras el drama de nuestra ¨²ltima guerra fratricida, ?lograremos que la segunda de esas dos posibilidades, el di¨¢logo, sea entre nosotros bien asentada costumbre?
Alguna autoridad tengo para debatirme con esta pregunta, porque sobre el di¨¢logo y sus condiciones escrib¨ª cuando la exclusi¨®n de ¨¦l era entre nosotros regla, y porque en todos mis libros, cualquiera que haya sido su tema, con voluntad de di¨¢logo he intentado proceder. ?Tema ya rancio y obsoleto este del di¨¢logo? No lo creo. A los nueve a?os de reinstaurada, no parece que la libertad de expresi¨®n haya resuelto satisfactoriamente el problema que de tan dr¨¢stico modo hab¨ªa pretendido borrar la censura previa. Tal vez no sea in¨²til, pues, que, sin grandes ilusiones respecto a su personal eficacia, vuelva a discutirlo el terco dialogante que yo soy.
Para evitar el reparo de los seudoavisados -esos que se apresuran a estar de vuelta sin haber estado de ida, h¨¢bito ¨¦tico y mental nada infrecuente entre nosotros- comenzar¨¦ diciendo que el di¨¢logo de que yo hablo se halla a 100 leguas de cualquier panfilismo. La paz id¨ªlica s¨®lo es posible fingi¨¦ndola entre dialogantes como el T¨ªtiro y el Melibeo virgilianos; y ni siquiera as¨ª, porque tan pronto como T¨ªtiro y Melibeo no hablan de s¨ª mismos, sino de lo que les ha reunido -las consecuencias de un violento reparto de tierras-, hasta la ¨¦gloga se ti?e de protesta social. No: sea pol¨ªtico, econ¨®mico o intelectual, quede aparte el puramente amatorio o amistoso, el di¨¢logo no puede dejar de ser discusi¨®n si los que dialogan quieren ser fieles a sus ideas y a sus creencias. Pero la discusi¨®n se trocar¨¢ en disputa, y ¨¦sta, en contienda, si los que entre s¨ª discuten no cumplen tres reglas inexcusables: la lealtad con la existencia del otro (por tanto, el respeto a esa existencia y, si uno de los dos llega a mandar, el efectivo reconocimiento del derecho del otro a seguir siendo), la lealtad con lo que el otro es y dice (en consecuencia, el atenimiento en el di¨¢logo a lo que el otro realmente piensa, la renuncia a todo manique¨ªsmo, el decoroso cumplimiento de un viejo y noble precepto, "salvar la intenci¨®n" del adversario) y, en fin, la pr¨¢ctica de replicar con arreglo a la norma que alguna vez he llamado yo el abrazo dial¨¦ctico". Expresi¨®n ¨¦sta que requiere p¨¢rrafo aparte.
Ense?¨® Hegel -t¨®pico saber, desde ¨¦l- que el proceso dial¨¦ctico termina provisionalmente cuando la s¨ªntesis absorbe o asume de modo unitario la oposici¨®n entre la tesis y la ant¨ªtesis. En el curso de la historia, ?se cumple realmente este esquema l¨®gico? La hegeliana astucia de la raz¨®n, ?es tan s¨®lo un astuto recurso t¨¢ctico de la personal raz¨®n de Hegel? No es ¨¦sta ocasi¨®n id¨®nea para discutirlo. S¨ª lo es, en cambio, para afirmar que s¨®lo alcanza a ser verdaderamente satisfactoria una r¨¦plica cuando el replicante procede con voluntad de asumir en su respuesta la validez de las razones que el otro ha aducido o puede aducir; por tanto, cuando se esfuerza por replicar desde un punto de vista y con una argumentaci¨®n capaces de envolver o englobar -que lo consiga o no, es otra cosa- la posici¨®n de aquel con quien discute o a quien critica. A tal esfuerzo mental y ¨¦tico, cuyo ¨¦xito o cuyo fracaso s¨®lo a la historia pertenecen, es a lo que yo he propuesto llamar abrazo dial¨¦ctico. Sin ¨¦l, toda discusi¨®n terminar¨¢ en franca contienda o en di¨¢logo de sordos.
Cabe preguntarse si es posible lograr hist¨®ricamente la coincidentia oppositorum, que para Nicol¨¢s de Cusa se realiza en Dios, o si esa coincidencia no pasa de ser una bella aspiraci¨®n de la finita y caminante inteligencia humana. Hegel y Marx pensaron que tal aspiraci¨®n se realizar¨¢. Otros consideran quim¨¦rica esta esperanza, porque -dicen- la vida y la historia del hombre son radicalmente absurdas. Menos optimista que aqu¨¦llos respecto de las posibilidades de la condici¨®n humana, pero m¨¢s esperanzado que estos otros, Paul Ricoeur escribi¨® hace unos a?os: "Yo espero que todos los grandes fil¨®sofos est¨¢n en la misma verdad y tienen la misma comprensi¨®n preontol¨®gica de su relaci¨®n con el ser. Pienso, en consecuencia, que la funci¨®n de esta esperanza es mantener el di¨¢logo siempre abierto e introducir una intenci¨®n fraterna en los m¨¢s ¨¢speros debates. La historia sigue siendo pol¨¦mica, pero queda como iluminada por ese ¨¦skhaton -por esa postrimer¨ªa- que la unifica y eterniza". La opci¨®n por una de estas tres actitudes es, por supuesto, problema de creencia o descreencia, no conclusi¨®n racional; pero es evidente que, sea cualquiera el t¨¦rmino de la historia, s¨®lo la pr¨¢ctica del di¨¢logo seg¨²n el principio del abrazo dial¨¦ctico puede ofrecer
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una v¨ªa para que la dignidad de ser hombre y la convivencia en la paz perduren sobre el planeta. Tal era el designio a que pretendieron servir los coloquios, frecuentes poco tiempo atr¨¢s, entre cristianos y marxistas, y tal la pauta con arreglo a la cual -tengo que caer en la autobiograf¨ªa; de otro modo no ser¨ªan testamentarias estas prosas- coment¨¦ la peripecia intelectual de Men¨¦ndez Pelayo, glos¨¦ la honda y conmovedora pero insuficiente espa?ola de la generaci¨®n del 98, revis¨¦ m¨¢s tarde la profunda y sutil pero incompleta concepci¨®n heideggeriana de la pregunta, y critiqu¨¦ luego la fuerte y real pero manca idea sartriana del encuentro.
Vengamos ahora a nuestro ib¨¦rico patio de vecindad. Hoy y aqu¨ª, ?c¨®mo se expresa la discrepancia en las ideas y las creencias? ?Existe entre los actuales espa?oles voluntad de di¨¢logo? Hubo hace poco en Espa?a una atroz guerra civil. ?Qu¨¦ hacer con ella? Unos -cierta porci¨®n de los anta?o vencedores- responden as¨ª: "Recordarla y recuperar como sea la vigencia de las ideas que nos dieron la victoria". Todo parece indicar que el n¨²mero de ¨¦stos va siendo cada vez menor. Otros -instalados o reafirmados por esa victoria en la posesi¨®n del poder social y decididos a que la ineludible democracia n? se lo arrebate- dicen, o act¨²an como si as¨ª dijeran: "Olvidarla, pero combatiendo sin cuartel a cuantos intenten representar los ideales de quienes en ella fueron vencidos". Y, en efecto, se rasgan las vestiduras ante cualquier recuerdo objetivo de la doble y contrapuesta ferocidad a que los espa?oles nos entregamos, y d¨ªa a d¨ªa convierten la cr¨ªtica en puro manique¨ªsmo. Otros, en fin, razonan as¨ª: "Despu¨¦s de 40 a?os en que nosotros, vencidos o herederos de los vencidos, hemos tenido que soportar en silencio c¨®mo incesantemente se nos injuriaba, ?qui¨¦n, dentro de una democracia en la que somos mayor¨ªa, podr¨¢ negarnos nuestro derecho a recordar esa guerra civil, tal y como nosotros la vimos y la vivimos?". Posici¨®n enteramente irrecusable y hasta hist¨®ricamente necesaria, porque es cierto, s¨ª, que la guerra civil debe ser por todos olvidada, mas tan s¨®lo despu¨¦s de haber conocido la ¨ªntegra verdad -insisto: la ¨ªntegra verdad- de lo que ella fue, y porque s¨®lo puede ser realmente olvidado lo que realmente se conoci¨®. Pero estos recuerdos, ?son revividos siempre con el suficiente rigor hist¨®rico y con la cabal voluntad de di¨¢logo que antes describ¨ª?.
Dec¨ªa Ortega en Lisboa, all¨¢ por 1944: "Habr¨¢ que hablar de la irresponsabilidad en el decir, caracter¨ªstica del hombre peninsular y aneja a su nativa insolencia y a su habitual petulancia, porque este vicio hace imposible toda vida en com¨²n que tenga cariz de seriedad y destruye toda posible colaboraci¨®n, toda vida colectiva con sentido constructivo y creador -no importa en qu¨¦ direcci¨®n pol¨ªtica- que se intente". Insolencia y petulancia, a?ado yo, cuya m¨¢s acabada expresi¨®n es el manique¨ªsmo de las palabras o -esto es lo grave- el manique¨ªsmo de las armas. Manique¨ªsmo: por extensi¨®n del que estudian los historiadores de las religiones, h¨¢bito mental y operativo consistente en actuar como si se pensase que el adversario es el mal absoluto y el absoluto error. Pocos a?os antes de que Ortega escribiera ese p¨¢rrafo, todos los espa?oles que hoy hemos rebasado los 60 hab¨ªamos visto c¨®mo un r¨¦gimen pol¨ªtico nacido con viva y ampl¨ªsima esperanza popular ca¨ªa sangrientamente, v¨ªctima de la total ruptura del di¨¢logo entre quienes ten¨ªan el deber de dialogar. Diversa en sus opiniones, pero coincidente en el deseo de ver consolidadas la libertad y la democracia, la gran mayor¨ªa de los espa?oles asiste hoy a una pr¨¢ctica diferenciada de los dos modos de ese duplice manique¨ªsmo: el de las armas, por parte de la exigua minor¨ªa de los terroristas; el de las palabras, a cargo de los grupos que con agresividad invariable y variable ingenio de este modo entienden la cr¨ªtica en libertad.
No quiero ser y no soy catastrofista; conf¨ªo en que los espa?oles, despu¨¦s de haber perdido tantas veces el buen sentido, se decidir¨¢n por fin a no perderlo; pero, contra mi voluntad y mi inclinaci¨®n, la edad y la experiencia me traen a la memoria los a?os en que la insolencia y la petulancia de los peninsulares -Ortega dixit- fueron troc¨¢ndose en manique¨ªsmo sistem¨¢tico y en sangrienta confrontaci¨®n. Algo que ni siquiera en tenue y fugaz remedo quisiera ver otra vez.
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