Diferencia de fase
Por regla general este tipo, licenciado en medicina, palpaba diariamente cuatro docenas de h¨ªgados, reventaba medio centenar de granos, ejecutaba unos 20 tactos rectales, plantaba cinco c¨¢nulas en la uretra, auscultaba alrededor de 30 aortas y ve¨ªa por rayos X otros tantos pulmones, bazos, p¨¢ncreas, est¨®magos e intestinos. Met¨ªa gran cantidad de cucharillas en el gaznate, daba martillazos en la r¨®tula, exig¨ªa an¨¢lisis de orina o de sangre y en torno a ¨¦l se condensaba una granizada de p¨ªldoras con diagn¨®sticos, consejos y recetas. Tambi¨¦n firmaba certificados de defunci¨®n con una cadencia semanal, pero era totalmente un hombre optimista que re¨ªa a carcajadas atravesando sucesivas consultas donde esperaban pacientes de rostro desconocido. De un tiempo a esta parte su vida hab¨ªa comenzado a adquirir una velocidad alarmante hasta el punto de que el malet¨ªn con el fonendoscopio cierta ma?ana se le hab¨ªa quedado rezagado en el aire, en mitad de la calle, mientras caminaba con una intensidad de b¨²falo en direcci¨®n al primer dispensario.-Eh, oiga, que pierde la cartera.
-?Es a m¨ª?
-A usted. ?Es suyo esto?
-??P¨¢renlo!! ?Es mi malet¨ªn!
-?Y esta chaqueta?
-Tambi¨¦n.
La chaqueta ya hab¨ªa ca¨ªdo en la acera pero el malet¨ªn del doctor a¨²n iba volando a media altura y algunos transe¨²ntes trataban de alcanzarlo con las manos in¨²tilmente. Le hab¨ªa pasado otras veces. De pronto la ansiedad le engendraba por dentro una fuerza centr¨ªfuga que lo divid¨ªa por dos. En los casos m¨¢s simples una r¨¢faga de s¨ª mismo lo impulsaba hacia adelante de forma vertiginosa y entonces se sal¨ªa del traje, continuaba andando desnudo, seguido a corta distancia por los propios zapatos vac¨ªos. Volv¨ªa la cara y un minuto despu¨¦s pod¨ªa contemplar su abrigo azul doblando la esquina, con la cartera unida a la hueca bocamanga. Aunque si el golpe era muy rudo sol¨ªa suceder lo contrario. Sent¨ªa que una copa de viento interior le arrancaba las orejas de cuajo y luego le arrebataba el meollo del cr¨¢neo junto con todos los menudillos y otras partes sustanciales de su personalidad. En ese momento el sujeto en cuesti¨®n lograba verse el cuerpo de lejos, enfrente o detr¨¢s, seg¨²n el sentido que hubiera tomado el remolino. No obstante, este tipo era un buen profesional, sonriente y acreditado. S¨®lo iba con la lengua fuera. Ten¨ªa mujer y tres hijos, un perro d¨¢lmata y un horario autom¨¢tico que se repet¨ªa un¨ªvocamente cada jornada.
Aquella noche el tel¨¦fono hab¨ªa sonado cinco veces. Nada de importancia. La familia de un moribundo quer¨ªa m¨¢s morfina; un ni?o confesaba haberse tragado un imperdible, s¨ª bien finalmente lo neg¨®; una madre llorosa estaba segura de que su reci¨¦n nacido hab¨ªa dejado de respirar; a un desconocido con cartilla le dol¨ªan las proximidades de la pleura y a otro m¨¢s, de voz gangosa, le hab¨ªa dado una fiebre de tripa. A pesar de todo, el doctor, que se hab¨ªa multiplicado en la oscuridad impartiendo frascos desde la almohada, se levant¨® a las ocho de la ma?ana y sali¨® de casa arrebatado por el celo. Primero tuvo que ir a un dispensario de pobres en el extrarradio a pasar la consulta del seguro. Una sucesi¨®n de am¨ªgdalas, huesos rotos, alergias, colitis, ataques de asma y tumores de menor cuant¨ªa, durante dos horas de reloj, desfilaron ante ¨¦l. A las once en punto se despoj¨® de la bata blanca, cruz¨® a zancadas un pasillo lleno de enfermos que se mostraban mutuamente las p¨²stulas o narraban entre ellos las calamidades de la vida, y el m¨¦dico mont¨® en el coche, tom¨® un movimiento uniformemente acelerado hasta alcanzar la barrera del sonido en direcci¨®n al hospital donde ten¨ªa a un paciente abierto en canal. All¨ª ech¨® una ojeada al botell¨®n del suero, baj¨® la s¨¢bana, vigil¨® las sondas con absoluta brevedad, pregunt¨® qu¨¦ tal, un ser despavorido cuyas heridas lat¨ªan f¨¦rvidamente bajo las vendas le contest¨® que muy mal con un hilillo de aliento, le baj¨® el p¨¢rpado inferior, le enumer¨® el pulso, estuvo cinco minutos animando al descuartizado con una sonrisa helada y se larg¨®. En el contestador de la consulta privada ten¨ªa algunos avisos y la enfermera le dijo que la pr¨®stata del banquero era lo m¨¢s urgente. En ese momento el magnate le estaba esperando en la cl¨ªnica y ya blasfemaba. Pero antes el m¨¦dico quiso batir la propia marca. Trat¨® de realizar en media hora la visita a tres clientes en puntos separados en la ciudad. Cuando llam¨® al timbre de la segunda casa se llev¨® un buen susto. Una mujer en bata de felpa le abri¨® la puerta.
-Soy el m¨¦dico.
-?Qu¨¦ m¨¦dico? -exclam¨® la se?ora.
-Acabo de recibir un aviso. ?No me han. llamado ustedes?
-S¨ª, claro, lo hemos llamado, pero debe de haber una confusi¨®n. El doctor ya ha llegado. Est¨¢ dentro atendiendo a mi hermana.
En ese momento, desde el recibidor se oy¨® a s¨ª mismo en la alcoba de la enferma. Era su propia voz inconfundible la que recetaba un jarabe. Dos cucharadas despu¨¦s de cada comida. Cogido por el p¨¢nico corri¨® escaleras abajo y se detuvo jadeando en el portal. No fue necesario esperar demasiado esta vez, ya que la diferencia de fase s¨®lo dur¨® unos minutos. Casi en seguida vio salir del ascensor un cuerpo id¨¦ntico al suyo, que caminaba precipitadamente con una r¨¢faga de malet¨ªn. En la acera se produjo el contacto mediante un violento chasquido carnal entre ambos y a partir de ah¨ª todo fue bien. El m¨¦dico parti¨® volando a un palmo del suelo, se meti¨® en el coche y aquella ma?ana a¨²n logr¨® tentarle el hipocondrio a un enfermo residual que expir¨® sin novedad al d¨ªa siguiente. De nuevo en mitad del atasco, continu¨® camino hacia la consulta particular donde lo esperaban unos 30 pacientes con volantes o cartillas de alguna mutua, presididos por un financiero prost¨¢tico. La congesti¨®n del tr¨¢fico lo hab¨ªa puesto muy nervioso, fumaba de un modo imparable y en los altos del sem¨¢foro rojo miraba con cierta alucinaci¨®n por la ventanilla. La deformaci¨®n profesional le obligaba a vislumbrar a los ciudadanos por dentro. Para ¨¦l los peatones s¨®lo eran un c¨²mulo de v¨ªsceras con dos patas. Se sent¨ªa rodeado de h¨ªgados palpitantes, de una red de arterias, de sucesivas oleadas de intestinos y no ten¨ªa piedad por nadie.
El atasco de la calle le hizo llegar a la consulta privada con mucho retraso, pasado el mediod¨ªa, sin que lograra detenerse a s¨ª mismo por detr¨¢s. Al entrar con pasos furiosos en la cl¨ªnica su enfermera se precipit¨® sobre ¨¦l, le arranc¨® la chaqueta, le puso la bata blanca, recogi¨® su bofe de la moqueta y lo empuj¨® hacia el despacho, pero no hab¨ªa remedio. El banquero prost¨¢tico ya estaba boca abajo en la piedra con el trasero desnudo a su merced. Paralizado en la puerta de cristal, el m¨¦dico pudo presenciar a media distancia la escena que ¨¦l mismo realizaba desde hacia un cuarto de hora. Se hab¨ªa calzado el dedo ¨ªndice con un celof¨¢n as¨¦ptico a modo de funda y con ¨¦l barrenaba el recto. del financiero y entre ellos llevaban una conversaci¨®n informal que a veces cortaba un alarido de angustia.
-?Le duele?
-Mucho.
-Acabo de comprar unos bonos de Bankinder. ?Cree usted que he hecho bien?
-No lo s¨¦.
-Ahora le voy a lastimar un poco.
-Me est¨¢ usted matando, doctor.
-D¨¦me un consejo. ?En qu¨¦ puedo invertir dos millones de dinero negro?
-?Qu¨ªteme ese maldito dedo del culo!
-No lo har¨¦.
. Compre renta fija, pagar¨¦s del Tesoro. ??Cuidado!! Me va a destrozar la pr¨®stata.
-Necesito un cr¨¦dito. Usted podr¨ªa hacer algo.
-??Auxilio!!
-Maldita sea. No sacar¨¦ este dedo nunca si no me lo concede ahora mismo.
-P¨ªdame lo que quiera.
-Eso est¨¢ mejor.
Pose¨ªdo por la imbecilidad transitoria que a uno le acoge cuando le introducen un dedo por el trasero, el magnate de las finanzas cant¨® de plano algunos secretos bancarios, abri¨® una p¨®liza al doctor con cr¨¦dito facial y abandon¨® la consulta con el culo lacerado, aunque sonre¨ªa. A continuaci¨®n el m¨¦dico volvi¨® a recuperar el propio cuerpo y pidi¨® a la enfermera un bocadillo de lomo. A rengl¨®n seguido comenz¨® un nuevo despliegue de bazos, p¨¢ncreas, pulmones, tosferinas, ca?er¨ªas obstruidas, huesos quebrantados, costillas hundidas, tumores de radiante porvenir, an¨¢lisis de sangre o de orina, que pasaban en fila india ante su mesa de nogal de donde surg¨ªa una granizada de p¨ªldoras. As¨ª permaneci¨® hasta las siete de la tarde con dos interrupciones de urgencia: un viejo solitario se hab¨ªa tragado un tubo de aspirinas y una clienta de la Moraleja hab¨ªa obtenido del cielo un derrame cerebral. Por lo dem¨¢s, el doctor, una hora despu¨¦s, ya se encontraba listo para operar de fimosis o tal vez de apendicitis o de un o¨ªdo supurante a otro paciente que ya aguardaba en el quir¨®fano con todas las gomas de rigor en la nariz.
Al final de este d¨ªa tan agitado, a la ca¨ªda del sol el hombre volvi¨® a casa y se encontr¨® con que ¨¦l mismo ya estaba all¨ª. En su mente no hab¨ªa sucedido nada extraordinario. Ni siquiera se hab¨ªa permitido un vah¨ªdo en toda la jornada. Abri¨® la puerta del hogar murmurando una canci¨®n de moda, dej¨® el malet¨ªn en la consola del vest¨ªbulo, se afloj¨® el nudo de la corbata por el pasillo y al cruzar el sal¨®n vio otra vez a un sujeto extremadamente conocido sentado en la butaca frente al televisor, en babuchas y bat¨ªn de seda, con la cena frugal en una bandeja encima de las rodillas. El perro d¨¢lmata agitaba el rabo a sus pies y toda la familia lo rodeaba. El doctor se detuvo en el lado m¨¢s oscuro del comedor y a trav¨¦s del espejo biselado de una vitrina pudo divisar la silueta, la sombra o el fantasma de sus actos. A simple vista, de espaldas, parec¨ªa un se?or respetable, con la coronilla pelada y unos ademanes cortantes que obligaban a su mujer a viajar constantemente a la cocina para complacer sus deseos. Muy pronto sorprendi¨® la primera mirada de odio.
Realmente all¨ª estaba todo. Los muebles encerados, los m¨¢rmoles pulidos, la cristaler¨ªa del aparador, la porcelana de la estanter¨ªa entre libros encuadernados en cuero se trababan en una red de reflejos y dentro de ellos se agitaban seres alternos. El sujeto pudo observarse a sus anchas. En este preciso instante tomaba a lentos bocados una tortilla a la francesa mientras sal¨ªan del televisor anuncios de jabones. A intervalos le echaba una miga de pan al perro y a esto segu¨ªan algunas ¨®rdenes contundentes, generalmente sin sentido. Luego se hurgaba la nariz o se rascaba el hombro. Soltaba alg¨²n grito. Alguien hab¨ªa estornudado a su lado. Despu¨¦s ¨¦l mismo solt¨® un largo bostezo. Desde el lado oscuro del comedor el doctor no cesaba de escrutarse minuciosamente. El color de su piel ten¨ªa una tonalidad de ceniza y sin duda sus ojos saltones eran un poco fieros. Hab¨ªa comenzado a desperezarse y la mujer trat¨® de sonre¨ªr, pero ¨¦l encendi¨® un pitillo. Durante media hora acarici¨® al d¨¢lmata y el cenicero. Volvi¨® a hurgarse la nariz. El doctor se estuvo analizando por fuera hasta la madrugada y no lleg¨® a ninguna conclusi¨®n. S¨®lo hab¨ªa descubierto una mirada de odio.
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