El tiempo y las miserias del poder
Todo tiempo pol¨ªtico tiene su prop¨®sito. Tambi¨¦n su estilo y sus gentes. Y las pr¨¢cticas de los oficiantes en la gobernaci¨®n se adornan de virtudes y defectos. Nadie es perfecto; los pol¨ªticos en el poder, tampoco. Pecadillos los tenemos todos.En las dictaduras, el tiempo no se mide, es un elemento est¨¢tico: el que marca el reloj de horas fijas. Es un tiempo detenido, como las aguas estancadas. En las mareas revolucionarias, como escribe Carlos Fuentes, "se dispara contra los relojes para que el tiempo se detenga y el irrepetible instante sea la eternidad", cosa que raras veces sucede. Cuando se hace diana, el tiempo se para y la revoluci¨®n se vuelve dictadura. La eternidad viciosa y la fugacidad exaltada constituyen los grandes fallos del tiempo pol¨ªtico, son los causantes de la opresi¨®n y el servilismo, los que imponen el enmudecimiento, la sinraz¨®n y la verdad oficial. Son la mentira pol¨ªtica, lo homog¨¦neo a la fuerza.
Con la democracia, las agujas del reloj reh¨²san lo ef¨ªmero y lo quieto, y pasan met¨®dicas, azacanadas en el debate, implacables.
El paso del reloj democr¨¢tico se encuentra condicionado y medido por las leyes electorales. ?stas dictaminan el modo y la frecuencia del voto y, por tanto, el cambio de hora -las elecciones-, que perturba la tranquilidad de los usuarios del esca?o y la poltrona. El reloj democr¨¢tico es el m¨¢s higi¨¦nico de los inventados hasta la fecha, porque favorece la alternancia. Gimnasia que agradecen los ciudadanos y las mismas instituciones: es la aceptaci¨®n de la disidencia y la pluralidad en la convivencia social.
En el tiempo democr¨¢tico todo es relativo, no existen absolutos, y al reloj hay que darle cuerda diariamente. El horario se hace minuto a minuto y mediant¨¦ di¨¢logos y compromisos. Las disputas que propicia molestan a veces los deseos del pol¨ªtico, pues, secretamente, piensa que posee la raz¨®n y es adem¨¢s inamovible. No obstante, se acomoda a este traqueteo. El reloj del tiempo democr¨¢tico es el vig¨ªlante adecuado para controlar los abusos de poder, y el voto, la disciplina puntual para las flaquezas posibles de los que ostentan el poder ganado previamente en las urnas.
El pol¨ªtico suele ser el ¨²ltimo en darse cuenta de que la vida -en consecuencia, el tejido social- es m¨¢s rica y compleja que un proyecto de ley o un decreto. A pesar de la carga ut¨®pica y la leg¨ªtima ambici¨®n de poder que alimentan los motores del pol¨ªtico, su acci¨®n va a remolque de los problemas que la realidad social ofrece. El pol¨ªtico padece la neurosis de hacer cosas, hasta las imposibles, pero su inoportunidad de andar ocupad¨ªsimo en reuniones interminables le hace llegar tarde al coraz¨®n de los asuntos. La distancia abierta entre los programas electorales y las realizaciones de Gobierno proviene en gran medida de la desconexi¨®n del pol¨ªtico con los problemas reales: el clientelismo y las estrategias partidarias son su coartada. Este voluntarismo a trancas y barrancas acucia tanto al pol¨ªtico, que cuando llega la hora del relevo se ve asaltado por una enfermiza grafoman¨ªa, que s¨®lo se cura con un ladrillo de memorias exculpatorias o de conversaciones a tumba abierta, cuando ya nada de lo no hecho tiene arreglo. Esos textos son los recuelos chismogr¨¢ficos y nost¨¢lgicos del pol¨ªtico en estado de cese.
El pol¨ªtico tiende a sobrevalorar su oficio, porque es esp¨¦cimen que florece en el regalado cardo de la vanidad. Por ese flanco se pierden muchos pol¨ªticos, por no decir casi todos. Es tan grande su autoestima, que se siente obligado a mostrar continuamente sus verg¨¹enzas y mise-
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rias. Igualmente, los signos de su situaci¨®n: el coche oficial, los puros gigantescos, las declaraciones sobre temas que ignora y nadie le ha pedido, la asistencia a almuerzos y homenajes que jam¨¢s paga, la presencia, tambi¨¦n gratis, en manifestaciones deportivas y culturales para que no le pongan falta, etc¨¦tera. El pol¨ªtico vive con usura el culto a su propia imagen. En muchas ocasiones se excede en esos mimos y, en lugar de reforzarla o acrecentarla, lo que consigue es deteriorarla. Al pol¨ªtico se le escapa el sentido del rid¨ªculo: carece de ¨¦l, simplemente. Por el voraz aprecio a su propia imagen, el pol¨ªtico cae en los mismos errores sin soluci¨®n de continuidad.
El reunionismo es consecuencia directa de la soledad del pol¨ªtico en el poder. El poder es p¨²rpura, pero tambi¨¦n carga y aislamiento. El miedo a la soledad lo palia el pol¨ªtico con monta?as de reuniones, no todas justificadas, sin darse cuenta de que las toneladas de informaci¨®n son muy dif¨ªciles de analizar, procesar y proyectar por un solo cerebro humano. Pero el pol¨ªtico prefiere sentirse en compa?¨ªa y acumular materiales dispersos antes que delegar en otro. A un ordenador no le importa notar la falta de edecanes a su alrededor, est¨¢ habituado a ello, forma parte de su condici¨®n. El pol¨ªtico, por el contrario, se rodea de expedientes, informes, visitas, viajes oficiales multitudinarios y asesores porque tiene pavor a la soledad en la habitaci¨®n de un hotel o el despacho oficial. Es un miedo id¨¦ntico al que siente cuando un parigual le hace sombra. El pol¨ªtico es un coleccionista de soledades y recelos.
La apuesta a la modernidad viene a ser la regla de oro del pol¨ªtico contempor¨¢neo. Si no la recalca p¨²blicamente, parece que le falta algo trascendental en su quehacer y su imagen. Sin embargo, queda un poso en lo m¨¢s profundo del pol¨ªtico que es como un resabio del peor de los romanticismos: los amores y los odios apasionados en asuntos de competencias administrativas. El pol¨ªtico volcado en sus afanes toma partido por un departamento en contra de otro, por un cuerpo administrativo en detrimento de otro, y el resultado de esa dial¨¦ctica edipiana es no saber -ni poder- separar el grano de la paja. Confunde lo fundamental con lo accesorio. El pol¨ªtico es un Otelo con cartera de cuero negro y guardaespaldas de plena dedicaci¨®n que se siente acosado por los fantasmas de gremios y cuerpos de funcionarios.
La obligaci¨®n de cuidar los aspectos formales suele abandonarla el pol¨ªtico. Ya no s¨®lo se trata de cumplir los c¨¢nones del protocolo o de vestirse adecuadamente para los actos oficiales, sino que afecta al lenguaje que utiliza. La palabra p¨²blica es contenido y es s¨ªmbolo, y el pol¨ªtico parece desconocer esta dualidad y su importancia en el ritual. Es frecuente escuchar barbaridades en la boca del pol¨ªtico -abuso de niveles, funciones, deque¨ªsmo, esdr¨²julas, etc¨¦tera-, como tambi¨¦n el manejo de brumas solidarias que jam¨¢s se, podr¨¢n cumplir. En el viejo r¨¦gimen, el lenguaje pol¨ªtico andaba sobrado de rigidez, sem¨¢ntica y cripticismo. En el actual, el lenguaje es un caj¨®n de sastre rebosante de vulgaridades, t¨®picos y eufemismos: hay inflaci¨®n de confianzas, paradojas e inconcreciones. Debe de ser efecto de la crisis, que el pol¨ªtico no sabe dome?ar ni solucionarla.
Dudo del pol¨ªtico suficiente de ideolog¨ªa que me habla de rearme moral, porque tengo miedo a que se limite al rearme. Muestro prevenci¨®n ante el pol¨ªtico transe¨²nte y beneficiario de totalitarismos que, convertido recientemente a la fe democr¨¢tica, nohace m¨¢s que abrumarse con su nueva posici¨®n ideol¨®gica, tal vez porque intuyo que no lo es tanto. Desconf¨ªo del pol¨ªtico formado en las sombras del marxismo-leninismo que me repite hasta la saciedad las bondades de la paz, la libertad y el desarme, porque temo que busque anularme por medio de la mordaza y el dogma. Huyo del pol¨ªtico escol¨¢stico que se aferra a la batalla de la libertad de ense?anza, porque veo que lo que me propone es la seguridad, el orden y el patrimonio docente para los de siempre. Pero estos lenguajes no confunden al personal, sino todo lo contrario: aclaran posturas y evitan fintas, descalifican y desenmascaran a los oradores.
Hay que desmitificar y situar en su lugar la profesi¨®n de pol¨ªtico en el poder. Es oficio reconocido como un mal necesario. Y por serlo, exige facultades encallecidas y harto precisas: aliento decidido, excelente condici¨®n f¨ªsica, una cierta preparaci¨®n jur¨ªdico-econ¨®mica, un pelo de carisma, est¨®mago de acero, nervios probados, honestidad y coherencia en lo que dice y hace, un pellizco de imaginaci¨®n y utop¨ªa y una concepci¨®n clara del Estado, sus problemas y sus prioridades. Y, por supuesto, una conciencia estricta de la moral social.
A lo mejor estoy pidiendo peras al olmo. Conf¨ªo en que el reloj del tiempo democr¨¢tico termine por despejar mi antojadiza y feble mente, que vive al relumbre de las ideas y gusta demorarse en la palabra irreverente y esc¨¦ptica.
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