La c¨®lera
Domingo. Noche tranquila; luego una gran tormenta inflam¨® el cielo. Muchos oyeron en sus lechos el fragor lejano del trueno y pensaron: "Son los Aliados que entran en la ciudad". Con el frescor de la ma?ana renace una t¨ªmida esperanza. Uno se levanta y se va a contemplar el Senado. ?Est¨¢n todav¨ªa all¨ª ellos? Un breve instante de alegr¨ªa: la bandera no ondea. Pero no tarda en llegar la decepci¨®n. Los alemanes han enrollado la tela alrededor del asta -quiz¨¢ por miedo a parecer provocadores- Pero la bandera sigue all¨ª. Y los boches tambi¨¦n. La calle de Selne se hace m¨¢s larga que de costumbre. Al final la atraviesan grandes barreras de madera blanca. Ante el Senado, cuya puerta est¨¢ abierta de par en par, hay una garita vac¨ªa.Mediod¨ªa. Hace bochorno. Algo se ha endurecido en la atm¨®sfera Primeros disparos: se reanuda el combate, la gente est¨¢ all¨ª, como ayer, en las ventanas, en la calle, nerviosa y llena de esperanza pero una profunda angustia altera su alegr¨ªa: ellos eran tan fuertes hace s¨®lo ocho d¨ªas ... ; les hubiera bastado una hora para ahogar en sangre la insurrecci¨®n. ?Es que no van a aparecer de repente decenas de carros de combate y blindados con ametralladoras? Corre el rumor de que est¨¢ arde el H?tel de Ville (Ayuntamiento), de que ellos han vuelto a tomar la Prefectura Y el recuerdo de Oradour est¨¢ en todas las mentes.( ... )
Poco a poco, llegan noticias.Los veh¨ªculo s alem¨¢n es est¨¢n all¨¢ abajo, en el muelle, cogidos en una trampa mortal; las escasas camionetas llenas de soldados que han bajado por el bulevar Raspail parec¨ªan huir; los alemanes, tendidos bajo las lonas, l¨ªvidos, con la ametralladora en posici¨®n de disparo, parec¨ªan enloquecidos de miedo y de cansancio. Alguien telefonea a la prefectura de polic¨ªa: "?C¨®mo van la cosa por ah¨ª? Soy un parisiense que quiere enterarse". Una voz firme responde: "Aguantamos". "Se dice que ellos han vuelto a tomar la Prefectura". Una carcajada al otro lado del hilo.
Es, pues, cierto: ellos no son tan fuertes, la lucha ser¨¢ dura, pero no insensata. Aparecen fusiles. En el caf¨¦ M¨¦phisto, un negro, ebrio de alegr¨ªa, dispara, entre risotadas, un rev¨®lver. ?Contra qui¨¦n? ?Contra qu¨¦? Quiz¨¢ ¨¦l mismo no lo sabe. Pasa un veh¨ªculo alem¨¢n. El negro dispara sobre ¨¦l. Las balas no, alcanzan al veh¨ªculo, que sigue su camino. Las cabezas asoman por las ventanas. En el Od¨¦on restallan tiros de fusil. Se tuercen los cuellos, la gente se inclina para ver mejor. De repente, el veh¨ªculo se inmoviliza. Dos alemanes salen del mismo con las manos en alto. Y, a la vez, en todas las ventanas, como en los palcos de un teatro, estallan aplausos. Sobre el techo del H?tel, un hombre arrodillado, con clavos en la boca y un martillo en la mano, clava, con aire obstinado y tranquilo, una bandera.( ... )
Hacia las cuatro de la tarde un ciclista se detiene en la calle de Seine. Anuncia la tregua. Despu¨¦s pasan dos autom¨®viles: uno, con un altavoz que, con su voz gangosa, confirma la noticia; otro, con un polic¨ªa franc¨¦s, de pie en medio de unos alemanes desarmados. Se forman grupos que, desconcertados, comentan la noticia. Me acerco y escucho. "Si los alemanes son tan d¨¦biles", dice un hombre en mangas de camisa, "?por qu¨¦ concederles una tregua?". Una anciana responde: "As¨ª se evitar¨¢n derramamientos de sangre". "?Y si fuera una argucia de los alemanes para ganar tiempo?". "Tambi¨¦n necesitamos nosotros ganar tiempo". "Pero no tenemos mucha munici¨®n", dice un joven, "hay que quit¨¢rsela a los alemanes; no tengan miedo, no nos faltar¨¢n, balas". Dice un viejo: "?Y qu¨¦ podemos hacer si han firmado la tregua? ?Cruzarnos de brazos?. La libertad no se da, la libertad se toma". Brotan sonrisas.( ... )
El fuego ha cesado. Hay banderas en todas las. ventanas. A las cinco de la tarde, en bicicleta, llegu¨¦ ante la C¨¢mara de los Diputados. Al final del bulevar Saint-Germain ya han quitado los escombros, pero 20 alemanes avanzan fusil en mano. Un oficial detiene a cuantos pasan, amenaz¨¢ndoles con su rev¨®lver, los hace levantar los brazos y los registra. En la acera agoniza un hombre, su camisa est¨¢ roja de sangre, le falta la mitad del rostro: esa es su tregua. Lleg¨® a Alma. Todo est¨¢ tranquilo, pero se oyen fuertes explosiones en direcci¨®n de Etoile. Hacia las ocho, cuando vuelvo sobre mis pasos, las banderas han desaparecido: han pasado unos alemanes disparando sobre todas las ventanas que las ten¨ªan colgadas. La calle ha tomado un aspecto vagamente siniestro, la gente comenta los acontecimientos sin alegr¨ªa, casi en voz baja. ?Es precisa la tregua? Y, por otra parte, ?existe verdaderamente una tregua? Comienzan a correr rumores: la Wehrmacht observa el armisticio, pero las SS se niegan. Pasa una anciana hura?a, cansada y de aspecto distinguido, empujando una bicicleta. Pulula de grupo en grupo y cuchichea: "Los alemanes anuncian un bombardeo masivo de Par¨ªs si se dispara un solo tiro". Se va, flaca y cansada, dejando en todas partes una especie de abatimiento. ?Es sincera? ?Es la quinta columna? No se sabe. Las gente se miran y se dicen: "?Es idiota!", alzando los hombros. Pero, sin embargo, queda un imperceptible veneno. Y siguen all¨ª, sin saber qu¨¦ hacer, simplemente porque la calle es ahora inexplicablemente atrayente y porque les repugna sepultarse en esos agujeros negros y tibios: los dormitorios.
Y despu¨¦s, de repente, un grito de alarma: "?Esa luz!...". Se ha iluminado uno de. las grandes ventanales del Hotel Luis XV. Hay una desbandada; en un abrir y cerrar de ojos la calle se queda vac¨ªa, como si la hubieran barrido con una ametralladora: corren a escuchar la radio inglesa. Se ha hecho de noche. Las ventanas se iluminan sin preocuparse de la defensa pasiva. Se oyen detonaciones lejanas, chasquidos, grandes y vagos estertores, las inhumanas voces de los aparatos de radio.
Lunes. La gente se despierta con el coraz¨®n alegre; todo el mundo est¨¢ persuadido de que ellos se han ido. Sin ni siquiera lavarse, los hombres bajan a echar una ojeada al Senado. Como la v¨ªspera, como la antev¨ªspera, vuelven a subir a sus casas decepcionados: la bandera sigue all¨ª. Y a los labios les acude la eterna pregunta: "Pero, si est¨¢n vencidos, ?por qu¨¦ no se van?". Pero el tono ya no es el mismo. La jornada de la v¨ªspera ha sido decisiva. Esos mismos hombres se conformaban con esperar pasivamente a que los alemanes quisieran irse. Ahora, en la ma?ana, la c¨®lera sopla sobre la ciudad. Han decidido agarrar su destino con sus manos. Hacia las once se levantan las primeras barricadas. El camino que lleva de la dolorosa docilidad a la insurrecci¨®n ha sido por fin recorrido. A partir de ahora ya solo hay combatientes.
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