Liberaci¨®n y victoria
La angustia aumentaba: las municiones tomadas a los alemanes la v¨ªspera y la antev¨ªspera se agotaban; resultaba dificil hacerse con otras, puesto que el enemigo apenas se aventuraba ya a salir a las calles y llegaban noticias inquietantes: grupos enemigos se infiltraban por todas partes. ?Intentar¨ªan reconquistar la ciudad? Hab¨ªan reaccionado con violencia ante la aparici¨®n de los peri¨®dicos y fusilado a algunos vendedores de los mismos: ?asaltar¨ªan el edificio de Paris-Soir?..( ... )Los rostros estaban descompuestos, los semblantes resueltos, pero sombr¨ªos. No se exclu¨ªa una cat¨¢strofe final. Vi a los dos j¨®venes oficiales que fueron a encontrarse con los ej¨¦rcitos aliados para rogarles a los jefes que aceleraran su entrada en la ciudad. Esta entrada estaba prevista para el s¨¢bado y el domingo. ?Resistir¨ªamos? El mi¨¦rcoles se anunciaba de hora en hora que los americanos estaban en Versalles, y cada vez que se produc¨ªa el anuncio, un desmentido disipaba nuestra alegr¨ªa: alguien telefone¨® a Versalles; no estaban all¨ª.
El mi¨¦rcoles, la radio inglesa anunci¨® que Par¨ªs hab¨ªa sido liberado. Un amigo y yo lo escuchamos tumbados boca abajo, porque alrededor del edificio donde nos encontr¨¢bamos acababa de producirse una nutrida descarga de fusiler¨ªa, y no pudimos dejar de encontrar bastante sorprendente y un poco inoportuna esta noticia. Par¨ªs estaba liberado, pero resultaba imposible salir del edificio; la calle de Seine, en la que yo viv¨ªa, estaba cortada; un tanque alem¨¢n, inm¨®vil sobre el puente de las Tuller¨ªas, apuntaba su ca?¨®n hacia la rive gauche.( ... )
Contar¨¦ ahora con humildad c¨®mo esa enorme esperanza hizo que Armand Salacrou y yo dej¨¢ramos escapar a un esp¨ªa de la Gestapo. Hab¨ªamos ido a ver a un amigo que se hospedaba en el hotel Beaujolais, un peque?o y tranquilo hotel situado bajo las arcadas del Palais Royal, cuyas ventanas se abren sobre los jardines. Nos acerc¨¢bamos a la ventanilla de recepci¨®n cuando un'hombre de cara colorada, alto y grueso, vestido con un traje de tweed color marr¨®n, cabeza descubierta y un paquete bajo el brazo, abord¨® a Salacrou. Parec¨ªa que estaba ebrio y muy cansado. "Lleva usted la Legi¨®n de Honor", dijo a Salacrou, con un fuerte acento extranjero. "Yo, tambi¨¦n". Con el dedo nos mostr¨® la solapa de su chaqueta, en la que llevaba una sarta de condecoraciones francesas. Salacrou, que ten¨ªa prisa, le respondi¨® brevemente, y nos dirigimos hacia el patr¨®n del hotel para pedirle noticias de nuestro amigo.
Entretanto, el hombre de las condecoraciones hab¨ªa ido a sentarse en un div¨¢n cerca de la entrada y, agotado, se hab¨ªa dejado caer hacia atr¨¢s, sobre los cojines. El patr¨®n nos dijo en voz baja: "Es un paracaidista canadiense". ?Un canadiense! ?El primer canadiense! Corrimos hacia ¨¦l, y Salacrou, en ingl¨¦s, le dio la bienvenida. Respondi¨® en ingl¨¦s, luego en franc¨¦s; le apremiamos a preguntas: ?de d¨®nde ven¨ªa?, ?qu¨¦ hac¨ªa aqu¨ª?, ?cu¨¢ndo llegar¨ªan los aliados? Respondi¨® con amabilidad: "He venido en coche, precedo al general Leclerc, que llegar¨¢ al H?tel de la Ville a las cuatro". Se levant¨® los pantalones y nos ense?¨® las pantorrillas quemadas, cubiertas de manchas negruzcas: "Saint- L?", nos dijo. Re¨ªa pesadamente, con risa de cansancio y de embriaguez. Yo le pregunt¨¦: "?Es seguro que llegar¨¢n a las cuatro?". Su semblante se endureci¨® y sus ojos lanzaron un destello que yo no advert¨ª en ese momento, pero del que me acord¨¦ despu¨¦s. "Seguro", dijo, "y yo dar¨ªa todo lo que tengo por no perderme su entrada". Luego golpe¨® el paquete de trapo envuelto en una tela negra que hab¨ªa dejado en el suelo cerca de ¨¦l, y dijo: "Paraca¨ªdas...".
Le cre¨ªmos. Abstra¨ªdos por diversas ocupaciones, le dejamos all¨ª; nos encontramos luego con un grupo de amigos a los que orgullosamente anunciamos: "?Hemos visto al primer canadiense!". Incluso creo que comuniqu¨¦ por tel¨¦fono la noticia a algunas personas. Pero una actriz encantadora, cuyos servicios durante la guerra se revelar¨¢n alg¨²n d¨ªa, despu¨¦s de habernos escuchado con educada sonrisa, telefone¨® a un capit¨¢n del servicio de informaci¨®n del Ej¨¦rcito: "En el hotel Beaujolais hay un alem¨¢n vestido de civil. Vayan con urgencia". Pero cuando la actriz y el capit¨¢n se presentaron en el hotel Beaujolais, el falso canadiense hab¨ªa desaparecido.( ... )
A nuestras puertas
La lucha continu¨® durante toda la tarde. Los tanques patrullaban por las calles. En la escuela militar fueron los alemanes los que levantaron barricadas. Los mirones les contemplaban ri¨¦ndo de gusto: llegan, pues, ellos. En el metro de Duroc, en la calle Lecourbe, en la esquina de la calle Vaugirard y del bulevar Pasteur, los alemanes ametrallaron caf¨¦s y tiendas. Dispararon sobre las casas y hasta en los respiraderos de las calles; su rabia aumentaba.( ... )
A lo lejos retumban los ca?ones; la esperanza crece en todos los corazones. Cae la tarde, la gente hace corrillos por las calles, se preguntan los unos a los otros; un ciclista que atraviesa Vav¨ªn es detenido por la multitud, que se agolpa a su alrededor: "?D¨®nde est¨¢n?". "En la puerta de Ch?tillon", dice uno; otro dice: "Hay combates en la puerta de Orl¨¦ans". Y, de repente, por las ventanas abiertas, la radio da la noticia: "Est¨¢n en el H?tel de Ville".
Empiezan a repicar las campanas, las ventanas se iluminan, un inmenso clamor brota de las casas y de las calles. En medio de la calzada, un hombre entona La Marseilla¨ªse... No sabe m¨¢s que una estrofa, que la multitud repite dos, tres veces; para variar, el hombre canta La Madelon; pero los cantos no bastan para expresar nuestra alegr¨ªa: hombres y mujeres se cogen de la mano. y bailan y cantan en corros. Hay una fogata en la esquina del bulevar Montparnasse, donde en otros tiempos se celebraba el 14 de julio con un baile. La multitud se despliega en farandolas alrededor de un fuego de alegr¨ªa.( ... )
Vienen. En los camiones, en los jeeps, sobre los tanques, bajo los cascos americanos, curtidos, felices, sonrientes... Son los soldados franceses de Leclerc. La multitud da gritos de alegr¨ªa. Toma al asalto los veh¨ªculos, se apodera de las manos tendidas. Durante cuatro a?os, la guerra nos hab¨ªa mostrado un rostro inhumano; con su semblante tenso, los ojos vac¨ªos, los soldados que nos cruz¨¢bamos parec¨ªan marcados por un destino implacable; pertenec¨ªan a un mundo extra?o, fant¨¢stico y desolado. Y he aqu¨ª que, bajo el uniforme caqui, estos guerreros que hoy saludamos, son hombres.( ... )
Durante el d¨ªa, a trav¨¦s de todo Par¨ªs, unos milicianos, unos alemanes de paisano, unas mujeres tambi¨¦n, dispararon sobre los transe¨²ntes. En la calle de Rennes, acodada en un balc¨®n que luc¨ªa una bandera, una mujer aplaud¨ªa: tumbado en el suelo, oculto por la bandera tricolor, un hombre disparaba por debajo de las piernas de la,mujer; otra mujer tiene un ni?o en brazos y sonr¨ªe; el ni?o es una mu?eca bajo la cual se disimula un rev¨®lver. El odio que atormenta sus corazones extiende su sombra sobre la ciudad en fiesta. Miradas llenas de temor se vuelven hacia los tejados y lucernas. Y la alegr¨ªa de la multitud, esa alegr¨ªa de la ma?ana, tan pura, despreocupada y generosa, alterada por la sospecha, por el miedo, se torna a veces crueldad.
Yo me he encontrado con el triste cortejo hacia la parte baja del Boulevard Saint-Michel. La mujer ten¨ªa alrededor de 50 a?os; no le hab¨ªan cortado el pelo por completo. Algunas mechas colgaban alrededor de su rostro hinchado; iba descalza, con una pierna cubierta por una media y la otra desnuda; andaba lentamente, sacud¨ªa la cabeza de un lado a otro, repitiendo en voz muy baja: "?No, no, no!". A su alrededor, algunas mujeres j¨®venes y bonitas cantaban y re¨ªan con fuerza: pero me pareci¨® que en los semblantes de los hombres que la escoltaban no hab¨ªa alegr¨ªa: una especie de fatiga vergonzosa pesaba sobre ellos. ( ... )
Victoria entre balas
Hace ocho d¨ªas, a estas horas, estall¨® la insurrecci¨®n. Yo me encontraba tambi¨¦n entonces en la calle de Rivoli; estaba desierta y yo o¨ªa unos chasquidos, unos estallidos ins¨®litos que parec¨ªan venir del Pont-Neuf. Hoy, ellos est¨¢n aqu¨ª, ellos van a desfilar dentro de poco. Estoy en un balc¨®n del hotel del Louvre. Frente a m¨ª, la gran masa negra del Ministerio de Hacienda. Debajo, la multitud que brilla al sol. Jam¨¢s he visto tantos hombres juntos.( ... )
Nunca, por muy atr¨¢s que nos rernontemos, una insurrecci¨®n ha convivido, ha fraternizado tanto con un ej¨¦rcito; jam¨¢s se ha visto desfilar, bajo las mismas aclamaciones, a unos combatientes civiles, annados por la guerrilla y la emboscada, en la rebeli¨®n y la lucha desigual de las barricadas, y a unos soldados impecables junto a sus jefes. La multitud aplaud¨ªa a unos y otros; comprend¨ªa oscuramente el doble car¨¢cter de este desfile patri¨®tico y revolucionario.( ... ) De pronto, en el desfile hubo una prisa misteriosa; el orden de la ceremonia pareci¨® perturbarse. Un largo veh¨ªculo pas¨® muy veloz llevando entre hurras al genera De Gaulle; luego pasaron a grar velocidad, rozando a la multitud otros veh¨ªculos, y sus ocupante gritaban avisos incomprensibles a pasar. Supimos, m¨¢s tarde, el motivo de ese brusco desorden: acababan de disparar sobre el cortejo en los Campos El¨ªseos, en la Concordia. Pero, en ese momento, nosotros no vimos en ello m¨¢s que una rareza suplementaria, un manifestaci¨®n inexplicable y todav¨ªa m¨¢s bella de esa enorme y poderosa vida que animaba el desfile. Detr¨¢s de los ¨²ltimos coches, la multitud hab¨ªa invadido la calzada. La calle de Rivoli desaparec¨ªa, convertida en un rugiente r¨ªo de hombres y mujeres.
En ese momento restallaron los primeros disparos, seguidos de otros. En esa atm¨®sfera tensa, casi tr¨¢gica, despu¨¦s de la exhibici¨®n de todas esas armas, despu¨¦s de seis d¨ªas de sangre y de gloria, en modo alguno parec¨ªan desplazados. ?Me atrever¨ªa a decir que, en un primer momento, se me presentaron como una consecuencia natural de la fiesta? La multitud no grit¨®: una multitud grita cuando ve caerse de un trapecio a un gimnasta o a un auto aplastar a un ni?o; pero si se dispara sobre ella, guarda silencio. Se dir¨ªa que un viento silencioso mece de repente las espigas de un sembrado. No era una desbandada: no exist¨ªa el menor espacio libre por donde la multitud pudiera desbandarse.. Era m¨¢s bien una vasta marea, una enorme ondulaci¨®n.( ... )
Logr¨¦ llegar al puesto de socorro del Th¨¦¨¢tre-Frano;ais. La multitud hab¨ªa invadido el vest¨ªbulo y los FFI ten¨ªan que hacer el mayor de los esfuerzos para impedir que aplastaran a los heridos. Lograron detenerla en las escaleras y en el primer piso, no sin soportar algunos insultos.( ... )
En el vest¨ªbulo, un hombre estaba tendido en una camilla manchada de sangre, con las manos juntas y un pa?uelo sucio sobre la cara: un muerto. Hab¨ªa venido a aclamar al general De Gaulle, se hab¨ªa puesto una escarapela tricolor en el ojal, hab¨ªa gritado su alegr¨ªa junto a los dem¨¢s y ahora una bala le hab¨ªa hecho estallar la cara: la muerte se hab¨ªa cerrado sobre su alegr¨ªa. Algunos heridos graves; muchas crisis nerviosas. En total, 15 v¨ªctimas. Un ni?o de 3 a?os fue pisoteado por la multitud durante un cuarto de hora.(...)
Siguen disparando, pero menos intensamente. Unas actrices corren por Rivoli llevando camillas. Una de ellas pierde sus sandalias, y, con los pies descalzos, contin¨²a su marcha. Pero la gente se guarece bajo las arcadas, ahora que ya no hay m¨¢s heridos. Todav¨ªa algunos disparos, y se acab¨®. Se acab¨® tambi¨¦n la gran fiesta, se acab¨® la semana de la gloria. Ma?ana ser¨¢ un domingo muy triste, desierto, y el lunes volver¨¢n a abrir las tiendas, las oficinas: Par¨ªs se pondr¨¢ de nuevo a trabajar.
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