Jos¨¦ Lezama Lima y otras conductas
En uno de sus art¨ªculos publicados recientemente en EL PA?S (Lillian Hellman y otras conductas, 9 de julio de 1984), Mario Benedetti evocaba de forma sugerente la actitud ejemplar de la escritora durante la pesadilla del macartismo. La postura intransigente de Hellman en unos momentos en los que, como recuerda Benedetti, muchos actores, directores, guionistas, escritores, etc¨¦tera, "no tuvieron escr¨²pulos (y si los tuvieron, se sobrepusieron r¨¢pidamente a ellos) en delatar a sus amigos y compa?eros" e, incluso, a fin de ganar m¨¦ritos, "en inventar responsabilidades ajenas, asign¨¢ndoles nombres y apellidos reales" fue, en efecto, un paradigma de integridad y decencia. La caza de brujas desencadenada por Joseph Mc Carthy, con la celosa colaboraci¨®n de Richard Nixon, constituye uno de los cap¨ªtulos m¨¢s bochornosos de la historia norteamericana: muchas vidas y carreras profesionales fueron destruidas por la fobia antimarxista del senador y aun aquellos creadores y artistas que lograron rehacer su existencia e imponerse fuera de Estados Unidos, como el desaparecido Joseph Losey, conservaron de aquellos a?os una incicatrizable herida moral. El p¨¢nico sembrado en los medios intelectuales izquierdistas por el acoso judicial y televisivo de la siniestra Comisi¨®n de Actividades Antinort¨¦americanas cre¨® una situaci¨®n en la que, como resume muy bien Benedetti, "unos delataban espont¨¢nea y gozosamente, y siempre encontraban una justificaci¨®n patri¨®tica; otros delataban culposa y tartajosamente, y no se repondr¨ªan jam¨¢s de ese gesto abyecto... Nadie fue torturado para que declarase a gusto del t¨¢ndem Nixon-Mc Carthy, y, sin embargo, pocas sevicias han logrado en el mundo tantos y tan bien dispuestos informadores como la simple amenaza de eclipse del confort y la fama".Hoy, cuando el macartismo, al menos en sus formas m¨¢s virulentas y abiertas, pertenece al pasado y ha sido enjuiciado como merece en el mismo Estados Unidos tanto por los, historiadores como por sus v¨ªctimas y testigos, no ser¨ªa ocioso examinar lo ocurrido en otros pa¨ªses, bien conocidos por Benedetti, cuyos reg¨ªmenes se fundan precisamente en un formidable aparato de informaci¨®n y delaci¨®n que, a diferencia del montado por Mc Carthy, est¨¢ destinado a perpetuarse por ser consustancial con la naturaleza del sistema.
Los estudiosos de la historia peninsular durante el reinado de los Reyes Cat¨®licos -marcado, entre otras cosas, por la creaci¨®n de la Santa Hermandad, establecimiento de la Inquisici¨®n, expulsi¨®n de jud¨ªos y gitanos, aculturaci¨®n de los moriscos, prohibici¨®n de importar libros impresos fuera de los reinos, condena a la hoguera de b¨ªgamos y sodomitas, etc¨¦tera- no han dejado de subrayar entre sus elementos esenciales ese ubicuo mecanismo de delaci¨®n que iba a urdir en el pa¨ªs por espacio de tres siglos una tupida red de confidentes, malsines y acusadores: desde el episodio evocado por Gilman de la denuncia contra ?lvaro de Montalb¨¢n, suegro de Fernando de Rojas, por haber murinurado en el curso de una apacible merienda campestre una frase un tanto ir¨®nica sobre el m¨¢s all¨¢ -lo que le vali¨® un largo encarcelamiento y proceso-, hasta el temor expuesto 250 a?os despu¨¦s por Blanco White de ser delatado al Santo Oficio a causa de su incredulidad por su propia y amant¨ªsima madre, la lista de ejemplos ser¨ªa infinita. El dispositivo inquisitorial, guardi¨¢n de la ortodoxia religiosa de los reinos, analizado por Bataillon y otros historiadores de la ¨¦poca, convirti¨® finalmente a Espa?a en un pa¨ªs de informadores y acusados, en el que el arribismo, envidia, miedo o simple instinto de conservaci¨®n y autodefens,a impon¨ªan tambi¨¦n en caso necesario la obligaci¨®n patri¨®tica de delatar.
Pero hay desde luego modelos m¨¢s pr¨®ximos. En un reciente y sabros¨ªsimo texto de Alexander Zinoviev, el novelista reivindicaba ir¨®nicamente las virtudes y m¨¦ritos del informador: tras recordar que todo ciudadano sovi¨¦tico era un informador en potencia y enaltecer, con el humor corrosivo de Swift, esa proba, escrupulosa figura injustamente vilipendiada en Occidente, Zinoviev ve¨ªa en la oferta del KGB al ciudadano de que colaborara con ¨¦l una muestra de la val¨ªa del ¨²ltimo y un indicativo infalible de sus posibilidades de hacer carrera.
Ser reclutado para informar ser¨ªa, as¨ª, un honor, y el sovi¨¦tico dejado de lado por las autoridades se sentir¨ªa dolorosamente marginado y tenido en menos. La masa de los ciudadanos frustrados alimentar¨ªa entonces la categor¨ªa inferior de quienes act¨²an por su cuenta y no por encargo expreso: los delatores individuales; categor¨ªa, in¨²til precisarlo, no tan bien vista como la anterior y de porvenir menos claro, en tanto en cuanto que una iniciativa privada, aun con las mejores intenciones del mundo, no podr¨¢ parangonarse nunca con una aut¨¦ntica, ennoblecedora, exaltante misi¨®n oficial. Si el derecho al ascenso, piso, autom¨®vil, tienda del partido o permiso de viajar al extranjero dependen de esa colaboraci¨®n, el feliz solicitado a darla se sentir¨¢ leg¨ªtimamente orgulloso de su elecci¨®n y la confianza depositada en ¨¦l por los jefes. Hecha una breve composici¨®n de lugar, el homo sovieticus, consciente de que la plena integraci¨®n en el tejido social exige de ¨¦l un acto de abnegaci¨®n y civismo, decidir¨¢ mostrarse a la altura de la tarea que se le fija y emular¨¢ a los pioneros de la delaci¨®n revolucionaria, seguidores de aquel peque?o Pavel Morozov, cuya denuncia sublime y precoz de sus padres le enhest¨® hace 50 a?os a las esferas del mito por obra de los servicios de propaganda. ?Promoci¨®n espectacular, salto cualitativo que transforman lo antes tenido por abyecto en un gesto no s¨®lo positivo, sino hermoso y digno de imitarse! iGloria, pues, al inforinador patentado, palad¨ªn de los valores morales, flor y nata del hombre nuevo! Cuantos han escalado la jerarqu¨ªa piramidal del Ipartido hasta llegar al v¨¦rtice del poder supremo desempe?aron en su d¨ªa tan envidiable cometido y son objeto hoy de universal reverencia.
Cualquier intelectual invitado conocedor del socialismo irreal en sus diversas variantes sabe por experiencia que gu¨ªas, pirivochos, acompa?antes, despu¨¦s de facilitarle las cosas en la medida de lo posible y orientar diligentemente sus pasos por los recovecos y meandros del laberinto burocr¨¢tico, cumplen con el patri¨®tico deber de informar sobre todas y cada una de sus actitudes, palabras y comentarios: en la ¨¦poca del deshielo jruschoviano, se permit¨ªan incluso consultar al visitante con respecto al contenido de su parte escrito. Recuerdo que a mi llegada a Cuba, en 1961 , justo en el momento en que la Seguridad sovi¨¦tica tomaba las cosas en mano y empezaba a poner un poco de orden en el idealismo y confusi¨®n reinantes, la segunda y menos apreciable categor¨ªa de los espont¨¢neos supl¨ªa artesanalmente los defectos y carencias de un organismo entonces en pleno cambalache y reorganizaci¨®n: la ca¨ªda en desgracia de un oscuro poeta paraguayo, a ra¨ªz del eclipse de Escalante y la vieja guardia comunista, fue saludada con j¨²bilo por el personal de la Casa de las Am¨¦ricas que hab¨ªa sido objeto durante meses de sus brillantes iniciativas internacionalistas en el campo de la investigaci¨®n. Esta magn¨¢nima pasi¨®n de informar, que s¨®lo las malas lenguas osar¨ªan motejar de chivateo, se desenvolvi¨® paralelamente a la oficial y acab¨® con las hablillas y manejos de una serie de escritores y descontentos como Arrufat y Calvert Casey. Los meritorios espont¨¢neos fueron promocionados y, en el caso de cierto escritor mexicano, ¨¦ste pas¨® a figurar en la n¨®mina de asesores de una conocida publicaci¨®n cultural. S¨®lo a mediados de la d¨¦cada, cuando las cosas empezaron a agriarse y cundir el descontento, la pir¨¢mide informativa alcanz¨® la perfecci¨®n de su modelo y se pudo prescindir por in¨²til de la cooperaci¨®n voluntaria: todo ciudadano consciente aguardaba serena, confiadamente, a que se le asignara la misi¨®n. Partes, informes, comunicaciones escritas u orales alimentaban con regularidad el expediente del sujeto investigado. ?ste pod¨ªa ser a la vez informador sobre quien, secretamente tambi¨¦n, le expedientaba. Una estimulante rivalidad en el cumplimiento del deber aunaba a acusadores y acusados: a partir de cierto nivel de responsabilidad, el prestigio inherente a la misi¨®n de confidente otorgaba un cachet social, un aura discreta de excelencia.
Tal perfeccionamiento moral y c¨ªvico no exclu¨ªa con todo el recurso a procedimientos m¨¢s dr¨¢sticos y espectaculares. Las asambleas depuradoras oreadas en las universidades para limpiarlas de homosexuales, lesbianas y dem¨¢s gente de mal vivir, establecieron la pauta: una noche de abril de 1971, los escritores e intelectuales cubanos fueron invitados a asistir a una reuni¨®n de denuncia y autodenuncia -perd¨®n, de catarsis y autocatarsis- en la que un conocido poeta, menos "espont¨¢nea y gozosamente" que "culposa y tartajosamente", y sin necesidad tampoco de ser torturado, procedi¨® a trazar una larga lista de sus cr¨ªmenes e involucrar en ellos a sus compa?eros y amigos; ¨¦stos, a su vez, no s¨®lo admitieron la realidad de los hechos, sino que a?adieron nuevos datos y elementos
Pasa a la p¨¢gina 10
Viene de la p¨¢gina 9
acriminadores compitiendo entre s¨ª en dignidad y entereza. Pese a la ausencia ego¨ªsta y malintencionada de uno de los principales acusados, el escritor Lezama Lima, la sesi¨®n fue calificada por uno de sus promotores de velada fraternal, hermosa e inolvidable.
Pero volvamos ahora a Lilli¨¢n Heliman y su actitud frente a los inquisidores de la Comisi¨®n de Actividades Antinorteamericanas para plantearnos algunas preguntas: quienes, ya espont¨¢nea, ya culposamente, se autoacusaron y convirtieron en delatores, ?merecen nuestra reprobaci¨®n en determinados contextos y nuestro aplauso en otros?; la furia savonar¨¢lica de Mc Carthy, con su extra?a amalgama de oportunismo, puritanismo y xenofobia, ?fue un fen¨®meno ¨²nico o se repiti¨®, con caracter¨ªsticas muy similares, a 90 millas de Estados Unidos, contra toda forma de desviacionismo, disconformidad y conducta impropia?, la tesitura de los que se negaron a colaborar y suministrar informes, ?es ¨ªntegra en EE UU y censurable en La Habana?; ?las vidas y carreras arruinadas por el difunto senador son dignas de una evocaci¨®n conmovida y las que lo fueron por la intolerancia castrista de un cauto o despectivo silencio?; las "embarazosas reconstrucciones e inc¨®modos recuerdos", ?son privativos de la pesadilla macartista o abarcan tambi¨¦n otras m¨¢s tenaces y pr¨®ximas?
"La verdad es que quienes actuaron con decencia lo perdieron todo o casi todo", evoca, con raz¨®n, Benedetti a prop¨®sito de la escritora norteamericana. Pero lo mismo podr¨ªa decirse de quienes, v¨ªctimas de la delaci¨®n vergonzante, acomodaticia o gozosa, acabaron enclaustrados y aterrorizados como Virgilio Pi?era o suicid¨¢ndose como Calvert Casey. La postura de Lezama Lima, neg¨¢ndose a participar en esa c¨¦lebre sesi¨®n de la UNEAC que, de no haber sido tan nefasta habr¨ªa que calificar merecidamente de farsa, fue tambi¨¦n un ejemplo de coraje y nobleza -coraje y nobleza que como a Lillian Hellman, le costaron muy caros: objeto de un ostracismo absoluto, privado del derecho de publicar y viajar al extranjero, vivi¨®, como sabemos por la correspondencia que mantuvo con su hermana, una aut¨¦ntica existencia de paria, encerrado con sus recuerdos y libros.
Agradezcamos a Benedetti su oportuna remembranza de la autora de Tiempo de canallas. Por mi parte, tras trazar el paralelo entre determinados hechos, situaciones y contextos vividos por ella y otros m¨¢s recientes, conocidos o presenciados tanto por m¨ª como por mi colega, extender¨¦ los sentimientos admirativos de ¨¦ste a la decencia y dignidad de Lezama y de los que en plena caza de brujas y apoteosis delatoria, sabiendo muy bien lo que se jugaban, se negaron no obstante a denunciar y rehusaron salvarse tambi¨¦n a costa de la desdicha ajena.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.