Recordando a Fernando Z¨®bel
De todos es sabido que Cuenca posee una luz prodigiosa, una luz que la ciudad sale a buscar en la altura, desde la altura. Es esa luz transparente la que envuelve las horas y se muestra diferente en el verano pleno. Adem¨¢s de ser luz de altura, la luz de Cuenca es prodigiosa y siempre sorprendente porque tiene d¨®nde mirarse.En muchas ciudades -en concreto, en las mar¨ªtimas- la luz se levanta del mar para vaciarse en el espacio o, a su vez, desciende de lo alto para difundirse y licuarse en el mar, en la inmensidad del agua. Pero en Cuenca la luz se demora excesivamente en las hondonadas, en las tortuosidades, en los jardines incrustados en las hoces, en el paisaje arriscado y lleno de precipicios.
Al amanecer la luz cae pesadamente al fondo del Hu¨¦car, a pesar de que s¨®lo es una neblina que envuelve el hilillo de agua del r¨ªo y los m¨ªnimos y miniados huertos, mansos y perfectos como en la ilustraci¨®n de un libro de horas. Es el instante de la luz m¨¢s densa y azulada. Luego, a medida que el d¨ªa avanza, la luz se vuelve cada vez m¨¢s fogosa, cada vez m¨¢s cuajada. La luz recorta los relieves de las rocas y de los ¨¢rboles, perfila magistralmente los tejados y deja que el rumor del ca?o de alguna fuente y los zumbidos de las cigarras en los chopos y negrillos sean las que difuminen y llenen de sopor los sentidos.
Junto a las primeras horas de la ma?ana -las nueve, las diez- hay otra hora prodigiosa en la que la luz nos deja perplejos: es la del ultim¨ªsimo atardecer. Pero ?es esto ya luz? ?Es ya luz esa emanaci¨®n que no brota del cielo, sino de la mism¨ªsima tierra? La luz se ha ido, pero, sin embargo, antes de la oscuridad completa hay un halo fosforescente de luz verdosa transformando m¨¢gicamente el paisaje.
No cabe duda que detr¨¢s de la ventana enrejada de un caser¨®n, desde la altura, vemos un paisaje no habitual. Un paisaje en el que su luz es inm¨®vil; o quiz¨¢ vemos esa categor¨ªa de la luz que ya est¨¢ bajo el dominio de la sombra llena de escalofr¨ªos.
Pero antes de esa luz recortada y fr¨ªa, en el atardecer pleno, antes de que se levante el vientecillo embalsamado de los pinares, hay esa otra luz a retazos, doradamente explosiva, en los m¨¢s insospechados lugares: en el escudo de piedra de un callej¨®n, en la copa de las acacias de alguna plazoleta, en los hierros de -una barandilla, en los cantos carcomidos de un muro. Es como si la luz fuera seleccionando a su capricho los lugares que prefiere y en ellos se posara de forma provisional y violenta.
Todas estas impresiones agoste?as, al sesgo de la luz total, me recuerdan y contrastan la luz de otro viaje, de mi anterior viaje a Cuenca. Entonces era invierno y el recogimiento y la severidad envolv¨ªan a la piedra y llevaban el prodigio y la intensidad al interior de los edificios. Al interior, por ejemplo, de la casa del pintor Fernando Z¨®bel, a un paso de la plaza Mayor. Z¨®bel hab¨ªa trenzado en unos instantes, para los amigos que le visit¨¢bamos, un prodigio de locuacidad, de entrega, de generosidad, de m¨²sicas leves, de rasgos y de concentraciones sobre el papel de su gran mesa de trabajo, en medio de la deslumbrada blancura total de la estancia.
Por eso, en este nuevo viaje de luces aristadas e intensas no he tenido por menos que recordar aquella escen,a'enfebrecida, ejemplar, del artista intentando apresar la luz, de transformar la luz con el color y los signos. Z¨®bel trabajando y dialogando, revelando desde sus explicaciones, tan propias de un.humanista del Renacimiento, la entra?a de la ciudad muerta. "Ahora no hab¨¦is tenido suerte con la luz... En oto?o, desde el mirador de..." Pero, como digo, tambi¨¦n nos acompa?aba la m¨²sica, que con su equilibrio templaba la ciudad por la que pasaban su mano el cierzo y los soles fr¨ªos.
Vi luego varias veces a Z¨®bel en Madrid, pero nunca el recuerdo ser¨ªa tan vivo como el de aquel d¨ªa de luces huidizas y fr¨ªas. La intensidad estaba en su casa, en las obras de su museo, en la comida animad¨ªsima que nos brind¨®, llena de comentarios gastron¨®micos y culturales sublimes y siempre exaltados, pero no desprovistos de gestos y de miradas de discreci¨®n, de reserva. No es ninguna novedad que la inesperada muerte de Z¨®bel ha dejado a la ciudad, y a su museo, y a su plaza Mayor sin su presencia animadora y f¨¦rtil. No es tampoco ninguna novedad que su entierro fue, m¨¢s que un sentido testimonial formal, una desbordada y popular¨ªsima manifestaci¨®n de afecto.
Recuerdo, ante este vac¨ªo de su presencia en la ciudad de hoy, aquel primer encuentro invernal, y recuerdo tambi¨¦n el ¨²ltimo en-
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cuentro, en el entreacto de un concierto en el teatro Real de Madrid. Curiosamente, como si algo o alguien presintiera que aquel encuentro estaba abocado a ser el ¨²ltimo, tuvo su ep¨ªlogo. Nos despedimos en el vest¨ªbulo, pero poco despu¨¦s, finalizado el concierto, volvimos a coincidir inesperadamente, en los camerinos, pues los dos fuimos a felicitar al director de la orquesta, un com¨²n amigo nuestro.
Se hab¨ªa, prolongado unos instantes m¨¢s aquel encuentro ¨²ltimo. Antes de despedirnos me habl¨® de un proyecto que me consta le apasionaba: ilustrar mi poema Sepulcro en Tarquinia. Tambi¨¦n, entre sonrisas despreocupadas, me dec¨ªa que alguna vez me hab¨ªa tenido que defender con sus opiniones. Se refer¨ªa a ciertas a?agazas e insidias de terceros que, a veces, perturban pero que no acaban con las amistades verdaderas.
Por todo ello reconozco que pocas veces he acudido tan tembloroso a ese acto, un tanto ritual y frustrante, de visitar la tumba de un amigo muerto como cuando acud¨ª hace unos d¨ªas al peque?o cementerio de San Isidro, en Cuenca, a la tumba de Z¨¢bel, casi al mismo borde de la hoz del r¨ªo. Y quise hacerlo con la presencia cordial con que se celebr¨® nuestro primer encuentro, con la compa?¨ªa de algunos amigos y en una atm¨®sfera fervorosa y feliz de cultura y de naturaleza, en un atardecer lleno de entusiasmo; como a ¨¦l le hubiera gustado.
Zumbaban ebrias, abajo, en la hondonada, las cigarras, y estos sonidos se fund¨ªan en la luz, y la luz difuminaba los colores secos y ¨¢speros de las escarpaduras. Como en una de esas obras leves, suaves e infinitas que Z¨®bel esbozaba con delicadeza en compa?¨ªa de sus amigos y de sus m¨²sicas.
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