Santander, sitio de los vientos
DUQUE DE ALBANo s¨®lo ver volver, que lo supo Azor¨ªn, sino vemos volver: vivir es eso. All¨ª donde se est¨¢ jam¨¢s se vive, ya que la vida es una trama de incertidumbre y de memoria. La ruta que ¨¦sta traza no es de cenizas, sino de brasas. Para no hacernos quemaduras, ponemos, al pisarlas, el coraz¨®n en vilo; su fulgor, su sigilo alumbran nuestras ventanas a la ca¨ªda de la tarde. Es entonces cuando levantamos la cabeza.
Aquella ciudad era el "sitio de los vientos". Por eso es m¨¢s dif¨ªcil recordarla como concepto. Ni sus devaneos urban¨ªsticos, ni cualesquiera otros nos comprometen, sino precisamente su hechura inm¨®vil. El recuerdo hace como si se olvidara de esta perfecci¨®n, en la que busca alivio nuestro desenga?o pendiente y enfila calles, antes interminables; acaricia viejas portadas de libros que, le¨ªdos tantas veces, se han convertido casi en ejemplares de autor; escucha a las olas lamentarse sin escarmiento; vuelve a cerrar portales en d¨ªas de galerna. La nostalgia sigue su cuesta arriba, que no conduce a cima alguna y que, por el contrario, nos abandona al borde mismo del despe?adero. Estalla entonces la memoria, impasible, implacable, que no se explica por sus etapas previas. La memoria suspende los "mustios collados" del pret¨¦rito y ordena el miedo a lo que llamamos seguir viviendo.
La sentencia de Kierkegaard conviene a este proceso. "El que no sabe repetir es un esteta. El que repite sin entusiasmo es un hortera. S¨®lo el que logra repetir con entusiasmo constantemente renovado es un hombre". Mi repetici¨®n santanderina es la de un peregrino que no reh¨²ye la obstinaci¨®n. Los nombres se funden con los paisajes y las lecturas, con las primeras, inquebrantables admiraciones "Pi¨¦lagos, Hoces, Montes Claros", ?es un verso de Hierro o son lugares en los que dej¨¢bamos exhaustas nuestras excursiones colegiales? La Magdalena fue, desde luego, una se?a de distinci¨®n en aquella sociedad falangista -a la cual, por cierto, sucede hoy otra no menos victoriosa-, e indistintamente las ense?anzas novedosas de ?ngel ?lvarez de Miranda, que resultaron tambi¨¦n teol¨®gicamente nov¨ªsimas en la truncada biografla de su autor. La misma Magdalena, que es ahora de todos, pero de todos al mismo tiempo, por tanto de ninguno. El t¨®pico barroco, andaluz sobre todo, del pintor que es poeta -ut pictura poiesis- se cobraba la vida de Jos¨¦ Luis Hidalgo y se alzaba de nuevo, entre ni?os y p¨¢jaros, con la obra, cat¨®lica y pagana, de Julio Maruri, que se transterr¨® luego para ponerse el subconsciente al cuelilo.
El verano era el tranv¨ªa con su jardinera, desde la cual pod¨ªamos saber, numerosos los dedos de la apuesta inf¨¢ntil, si entre las hortensias ganaban las rosas o las azules. La espesura sonora de Debussy se aclaraba, tal una romanza, con las palabras del soneto de Gerardo (hoy s¨¦ que la poes¨ªa andaluza tiene en Gerardo Diego algo as¨ª como un giraldillo adelantado entre las brumas). Veraniegos eran los tamarindos de Piqu¨ªo, iricomprensibles y lejanos en otras estaciones, y las piedrecitas de colores entre las losas del Sardinero, cuyos senderos familiares no distra¨ªan a Jorge Sempr¨²n y a m¨ª del Par¨ªs de las consp¨ªraciones. ?Es Pe?a Labra la asunci¨®n en roca del valle de Tudanca o la tipografla esmerad¨ªsima de las ediciones de Aurelio Cantalapiedra? Las compa?¨ªas de alta comedia, con Benavente como plato fuerte -"no querer querer ya es querer"- y las revistas multicoloras de Celia y Trudy Bora llenaban de aspavientos pacatos o de alborotos encubiertos el deste?ido aforo del teatro Pereda. Por ser a?oso ¨¦ste y por el color de sus tapicer¨ªas soportaba el apodo, inmerecido por cualquier otro motivo, de viejo verde. Desde sus palcos segundos, que estim¨¢bamos eran una distinci¨®n a precio asequible, hice mis primeras observaciones sobre el p¨²blico como espect¨¢culo fuera de la escena. El oro precoz de los ¨¢rboles proclamaba el adi¨®s a la "claridad viva de harto breves veranos".
Se hablaba poco entonces de Cantabria, y s¨ª, en cambio, a prop¨®site, de la Monta?a. Porque en el siglo XIX los ultramontanos envalentonaban sus pol¨¦micas con tozudas recurrenc¨ªas a lo c¨¢ntabro, mientras que lo monta?¨¦s, contrapuesto a la meseta castellana, quedaba m¨¢s liberal y m¨¢s moderno. Bien es verdad que sobre la geolog¨ªa pocas trapisondas pol¨ªticas pueden perpetrarse y muchas, desde luego, sobre una prehistoria cuyo conoc¨ªmiento s¨®lo a los especialistas se les alcanza. Escasean los pol¨ªticos capaces de continuar la historia de los pueblos; abundan, eso s¨ª, los que por ignorarla la deforman, y son manada quienes se apresuran a cambiarla para que no se sepa qu¨¦ papel desempe?aron precisamente ayer. ?Infeliz sociedad aquella en la que los actores poll¨ªticos sean protagonistas!
En Santander el sol no es, por fortuna, sino un atuendo para recibir a las visitas. La ciudad est¨¢ amurallada por el viento y las lluvias. Quiz¨¢ por eso no les hagan falta cortinas o visillos a sus ventanas, a sus miradores. Su discreci¨®n, su hermetismo, tienen confines naturales. Dentro de ellos proliferan los personajes
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Santander, sitio de los vientos
Viene de la p¨¢gina 9singulares, los chistes y los motes. En un espacio social abierto o desguazado estas. figuras y figuraciones resultar¨ªan indescifrables. Su lectura requiere una mercader¨ªa restringida y consuetudinaria. Es preciso ver muchas veces y todas y cada una en el mismo sitio a quien, sin hacer nada, saluda cort¨¦smente aun al que no conoce, para llegar a llamarle "educaci¨®n y descanso". Las capitales eternas, como Roma o Venecia, son tambi¨¦n provincianas. La universalidad de las ciudades es su ensimismamiento. Las cosas que acaecen s¨®lo les ocurren extramuros.
"Prestos siempre a partir, permanecemos siempre". La unidad temporal de Racine recoge las andaduras circulares de nuestras vidas, las vueltas a una noria de sorpresa de las peripecias que urdimos in¨²til y necesariamente. Ocupan en ellas los encuentros el lugar del recodo: que s¨®lo nos conoce aquello que reconocemos. ?Dura m¨¢s la amistad que el amor? Este es innovaci¨®n, la misma soledad, el misimo amor, aun estrenados cada d¨ªa. La wnistad, por su parte, es la madeja, cuyo cabo celeste asimos, ccinflados, en tanto laberinto. La entr¨¢da, en sus recovecos, tiene una puerta ¨²nica: la de salida. Sui camino sube y baja, pero, como el de, Her¨¢clito, es uno y el mismo camino, el de la amistad en tanto repetici¨®n.
Cuando mis a?os mozos, la bah¨ªa monta?esa transmutaba en marinas vespertinas los cristales de la casa de Ricardo Gull¨®n. Decoro de Santander se le llamaba entonces a mi amigo. Fue el hombre del perd¨®n y la ense?anza. Reley¨®; para unos cuantos j¨®venes, a Gald¨¢s y a Pereda. Por ¨¦l tuve primicia de las arenas movedizas de Pi¨¦rre Reverody; de las respuestas polvorientas de la Leliman, de los quebrantos, cotidianos y visionarios, de Virginia Woolf. Ante la preponderancia entre nosotros, por obra y gracia de Ortega, de las literaturas alemana y francesa, Marichalar, marqu¨¦s de Montesa, y Gull¨®n impulsaron el inter¨¦s por la narrativa anglosajona. Debemos a Gull¨®n el testimonio de primera mano sobre un Juan Ram¨®n con todos los sobresaltos de la exigencia po¨¦tica sin desmayos y ninguno de los que le han achacado la envidia literaria y la soldada pol¨ªtica. Su presencia en la- Escuela de Altamira hizo que Gull¨®n pasase por comunista ante quienes ignoraban la persecuci¨®n rusa al arte abstracto y la curiosa coincidencia artistica de Hitler, pintor de brocha gorda, con Stalin, cocinero mayor del engendro que se Uama realidad socialista. Todav¨ªa muyjoven, y presidente de las juventudes republicanas madrile?as, organiz¨® Ricardo un baile y, a toda prisa, le expulsaron por fr¨ªvolo. Vinieron luego las depuraciones pol¨ªticas, que no ha cobrado nunca, y la! avalanchas vengativas, que no amainar¨¢n porque tampoco dejar¨¢ Gull¨®n de ser todos los d¨ªas nada menos que ¨¦l mismo. "?Qui¨¦n es el desgraciado", podemos preguntarnos con Sheridan, "que no posee m¨¦ritos bastantes para tener un enemigo?".
Poco a poco, con la cautela de quien acaso topar¨¢ consigo mismo, estoy volviendo a Santander. El azogue de los espejos taladra la imagen penitente que devuelve. Aquella perfecci¨®n de la ciudad que pretend¨ªamos existe en s¨ª, pero no para nosotros. Las gentes no son olvidadizas, pero lo es el paisaje. Las dunas inflamadas, el silbido del viento, las rocas en forma de camello, la frente apaciguada de los valles, la intemperie de plazas y paseos, s¨ª me habr¨¢n olvidado.
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