Treinta segundos irrepetibles
La proyecci¨®n televisiva de la pel¨ªcula de Bardem Siete d¨ªas de enero supuso para la inmensa mayor¨ªa de los espectadores un penoso revival. Al margen de la discutible calidad del filme, la visi¨®n de la horrenda matanza de Atocha nos situ¨® otra vez frente a uno de los momentos claves de la peligrosa transici¨®n democr¨¢tica. Personalmente volv¨ª a sentir la absoluta precariedad del proceso de cambio de sistema, la fragilidad en que nos mov¨ªamos, la alarma continuada a la que la extrema derecha someti¨® a Espa?a.Han pasado m¨¢s de siete a?os y, sin embargo, que cerca estaba en nuestra memoria el asco ante la barbarie desatada. La reproducci¨®n de esas im¨¢genes alucinantes perd¨ªa su car¨¢cter de ficci¨®n para reconstruirse en nuestra mente como una secuencia real en tiempo presente. Est¨¢bamos no tanto viendo una pel¨ªcula como asistiendo a la repetici¨®n de un drama inolvidable. S¨¦ que muchas personas, las que de una u otra manera tuvieran relaci¨®n directa con los hechos o sus protagonistas, no pudieron soportarlo. Los dem¨¢s, los que sufrimos la matanza de Atocha como simples espectadores de una historia tr¨¢gica, tuvimos la sensaci¨®n de retroceder al ¨¢mbito del terror.
Hubo, sin embargo, un espectador de excepci¨®n. Uno de los protagonistas de la matanza pudo ver la pel¨ªcula en directo, gracias a la permisividad de los responsables del hospital penitenciario donde cumple condena, rodeado de correligionarios ultras. Estamos en la otra barrera, en la de aquellos que llevaban las armas y disparaban despiadadamente sobre el grupo de inocentes api?ado contra la pared.
Para este individuo, la reproducci¨®n de la matanza de Atocha ten¨ªa otro significado, representaba otra experiencia. ?Qu¨¦ pudo sentir el pistolero al presenciar su acci¨®n completa? En el hecho real, ¨¦l no pudo verse a s¨ª mismo, sino s¨®lo aquello que le rodeaba. Ahora, desde su perspectiva de autor-espectador, ha podido contemplar el suceso en todas sus dimensiones. Ha estado dentro y fuera simult¨¢neamente. Por fin tuvo la posibilidad de mirarse al espejo y verse en la totalidad de su persona y de su acto. Como un perfecto voyeur.
Dicen los peri¨®dicos que, mientras se desarrollaban las horrendas escenas cinematogr¨¢ficas, el asesino era vitoreado por sus compa?eros, que comentaban: "Ten¨ªamos que haber matado a m¨¢s gente". La sesi¨®n televisiva, en efecto, se convirti¨® en un acto de "exaltaci¨®n fascista", una especie de fiesta en el centro de la cual se ergu¨ªa el h¨¦roe. ?Es posible que, por debajo de tan cruel folklore, el individuo asistiera impasible a la reconstrucci¨®n del crimen? Probablemente su conciencia pudo rodearse de los v¨ªtores de sus correligionarios y de las justificaciones patri¨®ticas al uso hasta formar un cerco protector. Pero pienso que ese hombre, en el fondo de s¨ª mismo, tuvo que enfrentarse a su soledad; esa soledad que implica mirarse al espejo sin intermediarios, sentir la intimidad ¨²ltima desasistida, realizar el m¨¢s punzante careo con su identidad.
?Qu¨¦ pudo sentir entonces, en esos treinta segundos que le dejaron a solas con su espejo y su silencio? En toda vida siempre hay treinta segundos decisivos en los que cada cual se da de bruces con el vac¨ªo descamado, con su propia muerte. El criminal tambi¨¦n posee esos treinta segundos irrepetibles. Es dif¨ªcil imaginar la reacci¨®n rec¨®ndita de semejante personaje en ese momento culminante. No debieron ser momentos de exaltaci¨®n patri¨®tica, ni de reafirmaci¨®n personal, ni de nostalgia por haberse quedado corto. Ni, desde luego, de arrepentimiento o cualquier otro tipo de conversi¨®n. La fiesta tuvo que ser posterior a la mirada en el espejo. Quiero imaginar que durante esos treinta segundos el preso del centro penitenciario fue asaltado por un paralizante sentimiento de p¨¢nico, una espe-
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cie de ca¨ªda en el abismo, en la vivencia de su propia muerte. Ante la truculencia de los cuerpos de los abogados abatidos por las balas, en medio de la sangre dispersa, el asesino tuvo que sentir una traslaci¨®n hacia s¨ª mismo de aquellas muertes. Fue s¨®lo un momento, treinta segundos, es decir, un per¨ªodo de tiempo interminable.
Luego, todo pasa. Viene el jolgorio macabro, el aqueIarre inaudito, el enardecimiento, esa vor¨¢gine que por todos los medios trata de enterrar la mirada ¨ªntima que ve la primera muerte de cada persona. La escena en el hospital penitenciario debi¨® acumular horror sobre el horror. El celuloide volvi¨® a ser pasto para la celebraci¨®n de la ceremonia ultra, la reiteraci¨®n de los prop¨®sitos criminales, el envalentonamiento ante determinados privilegios penitenciarios, la relajaci¨®n ante un futuro imcomprensiblemente favorable. El asesino se sabe protagonista de lo que sucede en la pantalla, y eso empeque?ece, debilita la realidad de lo acontecido hace siete a?os. Ahora ni siquiera sufre la tensi¨®n nerviosa del crimen. Ha superado el trauma de la memoria, si es que lo hubo. Se siente capaz de nuevas empresas de mayor envergadura sanguinaria. Sonr¨ªe al ver que los dem¨¢s r¨ªen. Alza los hombros, estira el cuello: todo ha ido bien. A¨²n queda mucho por hacer. Puede uno imaginar todos los grados de la crueldad, porque el horizonte de la crueldad es ilimitado. Pero reitero que el individuo en cuesti¨®n no pudo humanamente mantenerse en la risa mientras en el televisor ca¨ªan los cuerpos ensangrentados de los abogados laboralistas. Insisto en que debi¨® de haber treinta segundos de vivencia mortal, irrepetibles. Quiz¨¢ nadie se percat¨®, pero existieron.
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