Rafaela Ibarra
?Es Rafaela Ibarra de Vilallonga santa? ?Era santa la t¨ªa Rafaela, "la ti¨ªta", como sol¨ªan llamarla en la familia de mi padre? Aunque yo sab¨ªa que iba a ser beatificada a finales de septiembre de este a?o, la noticia de su beatificaci¨®n del lunes 1 de octubre me cogi¨® de sorpresa. Sin querer lo hab¨ªa tomado a la ligera. Como si me hubieran dicho por tel¨¦fono que ya ten¨ªamos un ministro en la familia, o un ganador del festival de Eurovisi¨®n, o la dama m¨¢s elegante de Espa?a. La impersonal brevedad de la rese?a period¨ªstica me ha hecho pensar de nuevo en serio sobre Rafaela Ibarra.?Qu¨¦ es, en realidad, un santo? Dec¨ªa la noticia que "el tiempo desluci¨® la ceremonia, con una ma?ana gris de lluvia pegajosa que oblig¨® a muchos fieles a abandonar la plaza de San Pedro". Me alegro que lloviera; as¨ª el Vaticano se parecer¨ªa a Bilbao. Y dice la noticia que Juan Pablo II record¨® que Rafaela Ibarra, "desde su acomodada posici¨®n, supo mirar con sensibilidad humana y cristiana la sociedad de su tiempo". Una posici¨®n acomodada significaba en el Bilbao de la segunda mitad del siglo XIX, entre otras cosas, grandes y lujosas casas atendidas por una multitud de criados y criadas. Es el mundo, casi desaparecido ya, del servicio dom¨¦stico. Un mundo cuya complejidad -y, si se quiere, terribilidad- est¨¢ muy lejos de recoger Las criadas de Genet.
Era el mundo menor, un poco agobiante, de las mujeres y de los ni?os -que se criaban con los criados, con las a?as- del que sal¨ªan a los negocios los hombres. Era el momento de la mitificaci¨®n burguesa de la masculinidad como exterioridad, logro y negocio. Las mujeres eran los seres -casi enseres- bellos que se quedaban en casa con las criadas y los ni?os.
El domiseda lanifica ("Se ha quedado en casa y ha hilado") que Ortega y Gasset cuenta haber visto inscrito en el sepulcro de una mujer romana recoge el ideal de virtud femenina de este tiempo. Una vida laboriosa, en casa, consagrada a la maternidad m¨¢s esforzada ("tener los hijos que Dios mande"): siete hijos en el caso de Rafaela Ibarra, m¨¢s cinco de una difunta hermana, m¨¢s seis de otra parienta fallecida. Dieciocho criaturas en total. De ah¨ª le viene el apelativo de "ti¨ªta" universal de su familia. Con esa fama lleg¨® hasta m¨ª, como legendaria t¨ªa-abuela de mi padre. ?Qu¨¦ hay de santidad en todo esto? A esto, seg¨²n la noticia period¨ªstica, hay que a?adir que "tras la muerte de su esposo hizo voto de castidad, dedic¨¢ndose a diversas iniciativas de car¨¢cter social y apost¨®lico, llevando su acci¨®n a hospitales, casas de maternidad, c¨¢rceles de mujeres y j¨®venes sin trabajo o en peligro moral". Rel¨¦ase con atenci¨®n esta lista de "iniciativas diversas". Al hacerlo se advierte que constituye casi una enumeraci¨®n completa de los malajustamientos de unos cuantos cientos de mujeres a las exigencias de la sexualidad burguesa, a la raz¨®n de Estado del poder, del dinero, del ¨¦xito. "Mire usted, do?a Rafaela, que me meti¨® mano el se?orito y me echaron a la calle", oir¨ªa contar Rafaela Ibarra. La calle, la puta calle. La exterioridad ignara e ingrata, en paralelo ir¨®nico con la exterioridad exitosa de los hombres de su familia y su clase. Otra exterioridad ¨¦sta, enturbiada y amarga, sin salidas, sin respetabilidad, sin intimidad, sin ¨¦xitos, hecha toda, como una cosa, de partes extra partes. El robo frente al negocio; los hijos naturales frente a los leg¨ªtimos; las prostitutas al servicio de los hombres frente a las criadas al servicio de los se?ores. Lo que Rafaela Ibarra, "desde su acomodada posici¨®n", contempl¨® en primer lugar fue el parecido que un¨ªa esos dos mundos aparentemente tan dispares. Intuy¨® que entre las criadas y las putas, los ladrones y los negociantes, los hijos ileg¨ªtimos y los leg¨ªtimos hab¨ªa una filiaci¨®n natural. Y se atrevi¨® a extender su propia maternidad a todos ellos. "Madre Rafaela", oir¨ªa decir ahora, "mire usted, que estoy de seis meses y no me quiere reconocer a la criatura". Rafaela Ibarra se empe?¨® en conocerlos y reconocerlos a todos. Y as¨ª, su fundaci¨®n, Los ?ngeles Custodios, con ese nombre tan decimon¨®nico y tan ?o?o, fue un acto de rebeld¨ªa muy puro. Fue negar que hubiera fracasos irrecuperables y mujeres perdidas en el coraz¨®n de una sociedad encandilada por el progreso, por el bienestar, por el ¨¦xito. No quiso que se perdiera nada ni nadie. Hizo de tripas -las tripas de su sociedad- coraz¨®n. Pag¨® los platos rotos de su clase. Pero esa rebeld¨ªa fue, a la vez, un acto muy humilde. Rafaela Ibarra no se sali¨® de lo corriente (al fin y al cabo, "los pobres" -e ir a socorrerlos, catequizarlos, vestirlos- estaban de moda en la buena sociedad de aquel tiempo). Lo ¨²nico extra-ordinario que ella puso fue fijarse, con especial, con maternal cuidado, en aquel mismo espect¨¢culo de desamparo y de miseria que cualquier dama amiga suya pod¨ªa advertir el d¨ªa dedicado a la catequesis o a visitar a los pobres.
?Qu¨¦ hay de santidad en lo que hizo Rafaela Ibarra? ?Qu¨¦ se quiere decir al decir que era santa? ?Ten¨ªan acaso obligaci¨®n todas las damas bilba¨ªnas de ocuparse de todas las j¨®venes sin trabajo?
Quiz¨¢ sea conveniente recordar aqu¨ª la distinci¨®n de Max Scheler entre norma y prototipo. La norma expresa principios generales del deber ser general cerca de un determinado contenido valioso; el prototipo es la persona, a la vez ideal y concreta, que los encarna. Rafael Ibarra, sin duda, encarn¨® t¨ªpicamente los valores que, en abstracto, manten¨ªa su clase. Pero a ello a?adi¨® la originalidad sorprendente de encarnarlos protot¨ªpicamente ella misma en persona. "No hay recti-
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tud material alguna en la norma obligatoria", dice Scheler, "sin la bondad esencial de la persona que la propone". Si se examina la vida de Rafaela Ibarra salta a la vista una creciente singularizaci¨®n de virtudes comunes, normales. Dir¨ªase que se especializ¨® personalmente en ellas. Dice Iris Murdoch -a quien esta mezcla de rebeld¨ªa y humildad interesar¨ªa profundamente- que s¨®lo en el ejercicio de nuestras virtudes (por pocas o por insignificantes que sean) somos realmente originales. Y es que en la virtud estamos mucho m¨¢s solos que en el vicio. Hay que inventarlo todo, rehacer el mundo de pies a cabeza. Una de las cosas del mundo que el virtuoso (sin llegar nunca a saberlo) rehace con su esfuerzo son las normas.
Llega a decir Scheler que los prototipos son, incluso gen¨¦ricamente, anteriores por su esencia a las normas. Yo creo que tiene toda la raz¨®n. En la cima del monte de la perfecci¨®n no hay ya camino, "pues para el justo", como dec¨ªa san Juan de la Cruz, "no hay ley".
Es muy probable que Rafaela Ibarra no se conociera a s¨ª misma; con 18 criaturas a la espalda es muy probable que no se detuviera en el semblante "que en el ¨ªntimo espejo se recrea". Debi¨® de tener el encanto -bien poco socr¨¢tico, por cierto- de la casi completa ausencia de conciencia refleja. Quiz¨¢ crey¨® que se limitaba a cumplir con su deber cuando estaba en realidad invent¨¢ndolo y fund¨¢ndolo. Me temo que, como la idea misma de perfecci¨®n, no resulte Rafaela Ibarra una santa atractiva hoy en d¨ªa. Yo recuerdo una de sus fotograf¨ªas: una mujer todav¨ªa joven, de ojos negros hundidos en una carita ovalada y muy blanca. Y el encanto casi animal de una criatura extasiada.
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