Palacios y jardines
"El Buen Retiro", dijo la condesa D'Aulnoy en su viaje por Espa?a, "es una residencia real situada a las puertas de Madrid. El Conde Duque de Olivares quiso construir un peque?o edificio que llam¨® La Gallinera, con objeto de guardar en ¨¦l algunas de las aves raras que le hab¨ªan regalado y, como iba con mucha frecuencia a verlas, la situaci¨®n de aquel lugar, sumamente agradable, le indujo a levantar all¨ª un peque?o palacio".As¨ª pues, un d¨ªa, m¨¢s all¨¢ de las modestas tapias de la villa, fueron alz¨¢ndose apresuradamente dorados chapiteles sobre ladrillos, maderas y adobes. Todo el pa¨ªs, sus oficios m¨¢s diversos, fue llamado para satisfacer el capricho del valido dispuesto a no perder el favor real. Su ambici¨®n hizo crecer veloz un jard¨ªn donde s¨®lo escoria hab¨ªa, haciendo plantar en ¨¦l renuevos de rosales y olorosas petunias. La tierra en torno fue incautada, allanada, apisonada. Cada d¨ªa llegaba de la villa el maestro mayor, cargado con sus planos grandes y minuciosos, que, junto al perfil del edificio, se?alaban plazos que era preciso cumplir aun apurando las horas de trabajo.
De la villa ning¨²n rumor llegaba y, sin embargo, sus vecinos se preguntaban cada ma?ana cu¨¢nto vendr¨ªan a costarles aquellas torres, cu¨¢nto ser¨ªa preciso pagar a tantos carpinteros, alba?iles, jardineros por tanta prisa repentina. Pues, no contentos con su proyecto primitivo, los arquitectos reales idearon no s¨®lo jardines nuevos, sino estanques para galeras de recreo y hasta un teatro cuyo escenario, abierto al parque, habr¨ªa de acoger a los mejores cantantes. Todo ello deber¨ªan costearlo nuevos impuestos sobre la sal, la carne y el pan, hasta la ins¨®lita suma de 20.000 ducados. Muchos de los que all¨ª trabajaban acabar¨ªan destinados al nuevo palacio. A ellos se deber¨ªa a?adir un nutrido ret¨¦n de jardineros sacados de los mil hombres que todav¨ªa restan buscando trabajo y prisioneros de batallas recientes. Ganar¨¢n tres reales diarios, "la mitad deber¨¢n entreg¨¢rsela para comer y la otra mitad se les retendr¨¢ para vestirlos, porque no los halle desnudos el invierno".
Piensan los que de ello entienden que para alzar los cimientos hubiera sido preciso recoger tierra en oto?o, dejarla al aire y cocerla al sol un a?o entero, esperando despu¨¦s a que el deshielo matara sus semillas volvi¨¦ndola est¨¦ril, pues s¨®lo as¨ª pueden hacerse buenos tapiales. Pero es in¨²til; en Madrid siempre la prisa se impone. Quiz¨¢ en unos meses el viento y la lluvia acabe derrib¨¢ndolos, pero es preciso poner el ramo el d¨ªa se?alado. As¨ª acaban los peones levantando su muralla. A pesar de su porvenir dudoso, vista desde la villa, es un muro dorado surgiendo de polvo que la ci?e, de setos plantados en un abrir y cerrar de ojos.
?Cu¨¢nto habr¨¢ que pagar por cada pared de oro falso, cada dintel de m¨¢rmol, cada balc¨®n abierto a la llanura? Nadie lo sabe o lo controla; de todos modos, ser¨¢ preciso concluir de una vez, subir de nuevo los impuestos para mayor gloria del rey. Tambi¨¦n se ignora si el monarca, gal¨¢n de noche, devoto de d¨ªa, conoce a cu¨¢nto ascienden los gastos del regalo que su valido le prepara. Su adem¨¢n nada dice, ni su rostro grave con el mech¨®n tan rubio cay¨¦ndole sobre la frente apuntando al sol de oro que luce sobre su pecho. Todo ¨¦l se parece a su estatua de bronce, reci¨¦n colocada en la puerta mirando al horizonte, sin un gesto de alegr¨ªa o de cansancio, como abarcando el reino entero.
Finalmente, el nuevo palacio se concluye; ya se alza por encima de los pardos tejados que le ci?en. Para inaugurarlo y que el conjunto sea del agrado del rey se ha arreglado el gran patio fingiendo un jard¨ªn que no existe todav¨ªa: se han cubierto los muros con tapices, espejos y cuadros; los pasillos, con azulejos complicados, y con pendones, el sal¨®n principal, donde brillan las alegor¨ªas de los reinos que forman el m¨¢s grande imperio de la Tierra. A¨²n faltan por cubrir los suelos con alfombras y los muros con reposteros, pero no importa, a la postre el rey nada dir¨¢, apenas mover¨¢ los labios tras lanzar una ojeada.
El monarca, fr¨ªo y tranquilo, como siempre, ha llegado hasta su propia imagen, que en bronce y a caballo le da la bienvenida a la entrada del parque. Apenas se distingue uno de otro tras del mar de nobles que le acompa?a, llenando un palenque improvisado para lidiar en ¨¦l una vez concluida la visita. All¨ª, a caballo y lanza en ristre, va el esfuerzo de guerras olvidadas, de batallas perdidas, de soldados maltrechos y conquistas sin fin. Las lanzas y ca?as encierran la furia horizontal de los d¨ªas sin gloria, de las mezquinas horas en un palacio viejo antes de nacer capricho de un rey vac¨ªo y sin historia. Toda la impedimenta de las guerras cuyas noticias llegan demasiado tarde, lo que habr¨¢ de pagarse a los correos, las cuentas de las obras, las joyas que se regalar¨¢ a las damas al final del banquete, la m¨²sica, los confites, los guantes y libreas, ?c¨®mo se pagar¨¢n? Nadie lo sabe, pero lo adivina. Quiz¨¢ por ello, m¨¢s all¨¢ de los jinetes del rey, cabalga tambi¨¦n el ¨ªmpetu frustrado de un pueblo, por caminos de polvo, bajo nubes de odio.
Pas¨® el tiempo y el palacio fue cumpliendo mal que bien con su destino, hasta que un d¨ªa muri¨® el rey. En el viejo alc¨¢zar, en el extremo opuesto de la villa, se hizo subir a su aposento un pedazo de la santa Cruz. Hubo consulta de seis m¨¦dicos; incluso sali¨® en procesi¨®n la imagen milagrosa de Atocha, mas, a pesar de todo, de los santos ¨®leos y del cuerpo del mismo san Isidro, el mal fue en aumento, hasta que el pulso huy¨® definitivamente.
Vistieron al monarca con el h¨¢bito de San Francisco sobre la camisa que ten¨ªa, le calzaron y colocaron sin embalsamar en su ata¨²d de brocado con su cetro y corona.
As¨ª el jard¨ªn qued¨® en silencio para siempre, el palacio olvidado, el d¨ªa se fue borrando poco a poco y nadie volvi¨® a cruzar la puerta del gran sal¨®n de reinos, cuyos cuadros acabaron en el vecino Museo del Prado. Las pinturas se transformaron en fusiles y hasta en el autom¨®vil donde mataron a Eduardo Dato. Las terrazas se poblaron de ca?ones junto a carros armados y el palacio qued¨® convertido en museo, no de pintura, sino del ej¨¦rcito, que a su vez y a su debido tiempo ser¨¢ trasladado al Alc¨¢zar de Toledo. Hoy parece que los cuadros de Vel¨¢zquez y de Mayno vuelven al sal¨®n para el que fueron pintados. Es justo que as¨ª sea, pues aquellas primeras colecciones reales fueron en un principio museos particulares y de este modo pasar¨¢n definitivamente al pueblo en la vecina casa universal del Prado.
Del parque, en cambio, seguir¨¢ quedando poco, y del palacio, menos todav¨ªa; s¨®lo el vago recuerdo de un capricho, un valido, un reino y un rostro que retrat¨® Vel¨¢zquez lleno de abulia y de melancol¨ªa.
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