Mendigos
El tren est¨¢ a punto de partir; los viajeros no se han sentado a¨²n, buscan huecos en donde colocar revistas a la espera del rumor de la m¨¢quina que anuncie la salida. Es en estos breves instantes, y a veces un poco antes de que el tren arranque, cuando se abre la puerta del vag¨®n y una chica aparece en el umbral. No el nada de particular, ni pobre ni de mediano pasar; viste niqui y vaqueros, ni muy viejos ni reci¨¦n estrenados, hoy que la arruga es bella.La chica, desde la puerta, echa un vistazo a los viajeros, calculando cu¨¢nto dinero llevar¨¢n encima y hasta d¨®nde llegar¨¢ su caridad. Luego, con cierto aplomo arrogante, comienza su serm¨®n: "Se?ores", dice, "nos encontramos sin trabajo". No explica qui¨¦n la acompa?a en el temido desempleo, si marido tradicional, amigo moderno o compa?ero. "Pedir no es ninguna deshonra cuando se necesita", a?ade en el mismo tono, "por eso les rogamos nos ayuden". Y se queda plantada, mirando el interior del vag¨®n como los revisores contando a los viajeros. ?stos, tras la primera sorpresa, han echado mano al bolsillo o a la cartera: algunos, deseando no quedar como avaros; otros, porque la historia que cuenta la chica podr¨ªa ser verdad.
Con aire altivo y a la vez profesional, se desliza a lo largo del pasillo, recoge sus limosnas y desaparece. A poco, el tren arranca y cruza ante un mar de barracas donde viven gitanos. Muy de ma?ana, se lavan y peinan sus mujeres, que, con el inevitable ni?o en brazos, perpet¨²an una tradicional mendicidad. Una vez en la ciudad, eligen calle y barrio donde sembrar su eterno lamentar, su voz quebrada, como siglos atr¨¢s. Ya se sabe: se trata de la leche del ni?o, o bien que estall¨® la bombona de butano o cualquier otra calamidad. Si el donante es ingenuo y pregunta qu¨¦ dan a cambio, se irritan, sus ojos echan fuego e incluso alguna amenaza con llamar a la polic¨ªa. Bastante favor hacen aceptando un dinero que no sacar¨¢ de pobres ni a ella ni al ni?o, que llora agarrado a su pecho.
Otra vez son dos adolescentes menores de edad las que desde la acera hacen se?as intentando que los coches se detengan, dispuestas a cualquier cosa, menos ¨¦sa que reservan para el novio, que de d¨ªa duerme y de noche espera. Aparte de eso, saben hacer de todo, confiesan con un rostro en el que no hay siquiera asomos de maldad o de moral particular.
Aparte de travestidos y bujarrones, a veces para a los transe¨²ntes un muchacho junto a su inm¨®vil moto. Se acerca y explica que se qued¨® sin gasolina. ?Podr¨ªan prestarle para echarle una poca? Otros, a la puerta de unos almacenes, piden para un bocadillo; llevan un d¨ªa sin comer y adoptan un tono convincente o amenazador, seg¨²n juzguen el genio del posible mecenas. En otras ocasiones, se trata de dos muchachas mayores normales, vestidas y calzadas como tantas, o alg¨²n se?or de edad los que piden un pr¨¦stamo para poder cenar, alej¨¢ndose luego, murmurando "gracias", qui¨¦n sabe si camino de una barata pizzeria, de un bar o rumbo a alguna escondida discoteca.
Tambi¨¦n existe la amenaza directa del muchacho invisible, nervioso, que, tras surgir de las tinieblas, te sigue sin mostrar la cara, convertido en voz que a la vez te exige y te amenaza. ?ste pide 30.000 pesetas para sacar de la c¨¢rcel a un amigo. Cuando al fin se consigue alcanzar la cola de una farmacia de guardia, al punto desaparece, se evapora, qui¨¦n sabe si en busca de nuevos clientes. En la fila, el reci¨¦n liberado siente en el gesto de los que aguardan cerca de sus coches encendidos la misma sensaci¨®n de solidaridad que los colonos americanos cuando pasaban a formar parte de una caravana que les llevaba a cruzar seguros desiertos repletos de indios.
A los profesionales, los del mu?¨®n triunfante blandido en al aire como bast¨®n de mando, es preciso a?adir los que se acercan al coche detenido a susurrar sus peticiones o a ensuciar sus cristales pretendiendo lavarlos, y alg¨²n que otro solitario dispuesto a sacar de cualquier modo con que pagarse un trago de co?¨¢ o vino. Pero ¨¦stos son los de anta?o, mendigos galdosianos que igual alquilan ni?os que plazas en secretos mercados.
El caso es mendigar. Lo que antes fue una lacra, hoy es un privilegio, aunque tal vez en este pa¨ªs se diera, qui¨¦n sabe, desde su nacimiento.
Si hemos de creer a los que lo han estudiado, Espa?a fue, en gran parte, un pa¨ªs de mendigos y sopa boba que les suministraba algunas ¨®rdenes religiosas. As¨ª, conventos y hospitales surg¨ªan alzados, mantenidos por ricos can¨®nigos; y de tal modo aquella forma c¨®moda de vida fue creciendo que el n¨²mero de mendigos llenaba de asombro a los viajeros llegados de fuera. A m¨¢s de 70.000 llegaban, seg¨²n Campomanes, los menesterosos, sin contar los pobres vergonzantes, aunque el recurso de pedir limosna llegara a hacerse tan usual como antes el trabajar. Los cie-
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gos, al menos, pod¨ªan lograr un mediano pasar recitando oraciones o vendiendo coplas, pero los m¨¢s no ten¨ªan tanta suerte. Las mujeres esperaban la noche para pedir caridad o hacerla en las esquinas por un m¨¦dico precio a sus muy numerosos clientes. Tal fue la plaga de busconas, ladrones y falsos tullidos que el rey Felipe V quiso aplicarles pena de muerte; pero fue in¨²til, ni siquiera los ilustrados consiguieron otra cosa que impedir a la Iglesia sufragar con sus rentas aquel sinf¨ªn de tropel¨ªas en las que naufragaba el reino. El siglo XIX no arregl¨® las cosas; no hay sino echar una ojeada a los grabados de Dor¨¦ en su viaje por Espa?a para ver las nubes de mendigos asaltando a los extranjeros en calles y fondas apenas echaban pie a tierra desde la inevitable diligencia; incluso algunos militares sol¨ªan pedir limosna con la que completar un sueldo escaso a todas luces, pues pedir una misericordia a los dem¨¢s lleg¨® a ser una forma com¨²n de ir tirando en tanto resistiera el cuerpo. Del paro intermitente al habitual, de ¨¦ste a la pura desgana, de la desgana a la mendicidad, fue forj¨¢ndose una cadena que mantuvo a los espa?oles viviendo de su fantas¨ªa, mas sin gran cosa que llevarse a la boca. Ha sido como si un destino particular descargara sobre nosotros el peor de los vicios, dorado por el don de improvisar, capaz de tapar tantos de nuestros errores.
Hace no demasiados a?os, s¨®lo se permit¨ªa la mendicidad en tiempos de Navidad. Entonces, aquella turbamulta resucitaba, volv¨ªa a la superficie en salidas de metro o esquinas de bancos; mas diversas circunstancias la han hecho despertar otra vez. El af¨¢n de mendigar se dir¨ªa que crece cada d¨ªa; s¨®lo ha mudado el modo, es decir, la superficie; el resto se resiste a cambiar; incluso se ha perdido el valor de la antigua dignidad a fuerza de llamarle hipocres¨ªa. El honor, la palabra, son cosas superadas, de otros tiempos. Puede que sea as¨ª; a fin de cuentas, cada siglo impone las suyas, que a veces duran lo que un soplo de viento, pero aqu¨¦llas, al menos, no sirvieron nunca para perpetuar un pa¨ªs d¨¦ holgazanes simp¨¢ticos viviendo eternamente a costa del trabajo de unos pocos.
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