'De nobis ipse silemus'
Es muy sencilla, como toda regla de oro. Y f¨¢cil de cumplir siempre que el sujeto est¨¦ atento y no se deje arrastrar a las numerosas tentaciones que a lo largo del d¨ªa le invitan a transgredirla. Nos la ense?aban en el colegio como norma primera de la buena educaci¨®n, esa escurridiza buena educaci¨®n que, siendo tan dificil de construir con f¨®rmulas fijas y de aplicaci¨®n universal, se resuelve con la obediencia a una limitada letan¨ªa de sentencias, gestos y actitudes que, bien administrados, deber¨¢n producir el efecto deseado. Pero con frecuencia s¨®lo conseguir¨¢ una apariencia, pues qu¨¦ duda cabe que bajo el gesto refinado se puede esconder la conducta m¨¢s soez, y viceversa. En contraste, la f¨®rmula de S¨¦neca (*) no es de las que sirve, ciertamente, para lograr un efecto ni para que de su pr¨¢ctica un interlocutor cualquiera deduzca que est¨¢ hablando con una persona bien educada; lo m¨¢s probable es que deduzca que est¨¢ hablando con un t¨ªmido, un timorato o un "vencido da vida". En tal caso, el interlocutor no s¨®lo se equivocar¨¢, sino que muy probablemente tendr¨¢ que avergonzarse de su equivocaci¨®n."De nosotros mismos, mejor es no hablar". Pocas f¨®rmulas de la buena educaci¨®n conozco que tengan tanto valor disciplinario; y aquellas otras, tan ¨²tiles, no dejan de tener con ella un parentesco: "escucha m¨¢s que habla", "piensa tres veces lo que has de decir", "procura no suplicar", "nada de superlativos", "no demuestres nunca que no saben de que est¨¢n hablando", "pocas censuras, pero menos elogios". Se dir¨ªa que parten todas de un modelo com¨²n, de un tipo de caballero que, procurando no molestar al vecino, se acoge antes que a otra cosa a la reserva, que se mantiene a la espera, que prefiere el segundo al primer plano y que, un tanto avaro de s¨ª, los beneficios de la sociabilidad los invierte en su secreta cuenta de ahorro antes que en la deuda p¨²blica. Tal vez un tipo poco transparente, pero que nunca colocar¨¢ su yo en el centro de la reuni¨®n, como Ortega dec¨ªa de Unamuno.
En alguna parte he le¨ªdo lo que escribi¨® Walter Benjamin hacia 1932: "Si yo escribo un alem¨¢n mejor que el de la mayor¨ªa de los escritores de mi generaci¨®n es porque en buena parte lo debo a la obediencia, durante 20 a?os, de una ¨²nica y breve regla. Ella reza: no utilizar nunca la palabra yo". As¨ª que S¨¦neca o Kant y Benjam¨ªn coinciden: cuanto m¨¢s utiliza un sujeto la palabra yo, menos participa de esa educaci¨®n, llamada antiguamente buena. Pero hay m¨¢s: el abuso del yo no denuncia solamente unas pobres maneras y conduce a un estilo literario de poco fuste, sino tambi¨¦n, y contra las apariencias y efectos inmediatos, produce tal debilitamiento del yo que lo llega a convertir en un no-yo. Hay gente por ah¨ª que antes de enunciar una solemne vulgaridad la tiene que preceder de un "como digo yo..." -la m¨¢s perfecta f¨®rmula de descortes¨ªa, s¨®lo comparable a ese insultante "como usted bien dice..."-, ignorante de que no hay tal yo, sino la vituperable usurpaci¨®n y apropiaci¨®n de un id mec¨¢nico y an¨®nimo con el que rellenar un ego tan vac¨ªo y tan menesteroso que no sabe lo que es propio y lo que es de dominio p¨²blico.
La menci¨®n reiterada del yo puede llegar -como toda pr¨¢ctica repetitiva y artesanal- al refinamiento y a la adicci¨®n; a ello se debe que buena parte de la escena p¨²blica espa?ola est¨¦ ocupada por verdaderos virtuosos de la autocomplacencia que hacen de las numerosas variaciones sobre su persona aut¨¦nticas piezas de bravura, admirables en cuanto demostraciones de su capacidad t¨¦cnica para llevar su yo a las regiones m¨¢s distantes. El artificio que en los ¨²ltimos tiempos ha desarrollado el chico de la calle -apoyado sin duda por la entrevistadora de turno- para llevar su yo a donde no llega su cuerpo (artificio que sin duda habr¨ªa dejado al buen Benjamin de un aire, suspirando por una vuelta al populachero yo) es sustituirlo por su cargo o por su nombre propio, bien sea el del DNI o el de guerra. Pregunta la entrevistadora:"Y qu¨¦ piensa P. M. acerca de ... ?". A lo que P. M., sin el menor titubeo para el aprovechamiento pro domo sua de la tercera persona, responde: "Pues ya que me lo preguntas, te dir¨¦ que P. M. cree sinceramente que...". Ya no es el yo, sino su P. M. o su ectoplasma colocado fuera de ¨¦l y en el centro de la reuni¨®n, como hac¨ªa Unamuno al decir de Ortega. Tan se sale del yo que en ocasiones la respuesta establece claramente la distinci¨®n entre los dos sujetos: "Pues yo creo que P. M., sinceramente...".
De esa suerte, P. M. se desplaza, se libera de la c¨¢rcel corporal donde se hallaba encerrado; no conoce l¨ªmites, es ubicuo, est¨¢ y no est¨¢ y se puede hablar de ¨¦l como si de un tercero se tratase. Tal desdoblamiento entre P. M. y su yo establece una relaci¨®n en algo parecida a la que media entre el ventr¨ªlocuo y su mu?eco. Toda la gracia de ¨¦ste consiste en ser descarado e incorporar la vox populi; en convertirse en portavoz de una masa cuyo pensamiento todo el mundo acoge, pero nadie expresa; en decir lo que su amo no se atrever¨¢ nunca
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a decir por boca propia. La mejor raz¨®n de existencia del desdoblado P. M. reside en la posibilidad de decir de P. M. lo que su yo -por un m¨ªnimo de pudor del que adolece hasta el chico de la calle- nunca se atrever¨ªa a decir. El dodppelg?nger sale de s¨ª para hablar de s¨ª, a la manera de quien tiene que redactar su propio paneg¨ªrico, pero con desverg¨¹enza. Paneg¨ªrico quiere decir, etimol¨®gicamente, aquello que es apto para que lo oiga toda la asamblea; todo lo contrario de la exposici¨®n de m¨¦ritos, que aburre a la mayor¨ªa.
Una curiosa f¨®rmula que se lleva mucho hoy d¨ªa, un paso hacia adelante en el virtuosismo del yo, es la participaci¨®n en beneficios. El panegirista descubre un hombre digno, valiente, decisivo, y se vuelca sobre ¨¦l. Por el escotill¨®n nos viene a decir que le une con ¨¦l buena amistad; una misma sensibilidad, ideales comunes, acaso los mismos adversarios forman una hermandad que -no puede ser de otra manera- insufla en el panegirista las mismas virtudes y le convierten -se comprende sin necesidad de leer entre l¨ªneas- en un hombre digno, valiente y decisivo. El primer l¨ªmite de la perfecci¨®n -en la etapa artesanal- se alcanza cuando P. M., hipostasiado, pasa a entrevistar a ese dechado de perfecciones, un gesto refrescante al que P. M. se presta en la fundada sospecha de que por un d¨ªa no conviene hablar de s¨ª mismo y en la seguridad de que la egolatr¨ªa adquirida ser¨¢ el mejor salvoconducto de una ficticia generosidad. La entrevista discurre por los cauces ordinarios, pero en un momento oportunamente elegido se vuelven las tornas: es el dechado de virtudes quien, con gracia y desenfado, canta las alabanzas de P. M., se muestra honrado y hasta sorprendido de su visita y llega a rozar la adulaci¨®n, a la que P. M., en una ¨²ltima pirueta, se resiste, pues le basta con dejar constancia de la admiraci¨®n que despierta en amplios sectores del p¨²blico. Sin duda, la postrera fase de la etapa artesanal nos regalar¨¢ con la pr¨®xima entrevista que celebrar¨¢n P. M. y su yo, a cual m¨¢s locuaz.
Algunos antiguos fabricantes (y a¨²n quedan algunos en Europa) se negaron desde siempre a hacer la propaganda de su producto por entender que cualquier aseveraci¨®n sobre su calidad encierra la sospecha inherente a toda afirmaci¨®n unilateral; la virtud, dec¨ªan nuestras abuelas, no tiene por qu¨¦ ser premiada, pues de sobra sabe d¨®nde est¨¢ su negocio y toda recompensa rompe el contrato que la sustenta. Por el mero hecho de concederse, el premio puede desvirtuar la acci¨®n, pensada para ¨¦l y no por s¨ª misma.
La propaganda desvirt¨²a el producto que vendido a voces pierde el silencio de su calidad. Ofuscado por su doble, el virtuoso del yo marcha a ciegas hacia la destrucci¨®n de sus impulsos y hacia su reducci¨®n paulatina al silencio. Al final, la norma de la buena educaci¨®n se impone y P. M. termina por no hablar de su yo, hastiado de s¨ª mismo. Pero ha costado toda una vida artesanal y una larga carrera, un tanto in¨²til, que, guiada por la norma desde un principio, habr¨ªa sido muy distinta, probablemente m¨¢s serena.
*Jaime Siiles me inform¨® en una ocasi¨®n de que procede de Kant, y no tengo por qu¨¦ dudarlo; atribuir¨¦ m¨ª error a esa costumbre pedag¨®gica que busca la cimentaci¨®n de toda sentencia moral en un proverbio latino, como el ingeniero ha de descubrir la terra firma de Vitruvio para levantar sobre ella su obra.
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