La doble moral del fr¨ªo
Los mendigos y desamparados de las grandes ciudades deben estar contentos: si todav¨ªa no murieron de hambre o de fr¨ªo a causa de la nieve, el hielo y la intemperie, pueden aspirar a ser recogidos por los servicios del Ayuntamiento, siempre y cuando ¨¦ stos lleguen a tiempo. Mendigos impacientes en las grandes ciudades -digamos:Madrid y Barcelona- murieron en las calles heladas, con una mueca de fr¨ªo en el rostro, una sonrisa maligna y burlona, su ¨²nico triunfo.No se sabe todav¨ªa con exactitud cu¨¢l es la temperatura precisa a partir de la cual se pone en marcha la misericordiosa tarea de recoger a mendigos y desamparados un momento antes de que, mueran de fr¨ªo. Pueden ser los ocho o los diez grados bajo cero, eso depende de la ciudad, del Ayuntamiento y, en ¨²ltimo t¨¦rmino, como siempre, del presupuesto, pero tiene que ser lo suficientemente bajo como para que un hombre o una mujer puedan morir helados (de pie, acostados o dec¨²bito dorsal), y en caso de dudas (si s¨®lo sufren un paro cardiaco transitorio o una par¨¢lisis facial reversible), siempre es preferible dejar morir a unos pocos (digamos cuatro o cinco) l¨¢ntes de iniciar la campa?a de recogida, para no cometer errores o generosidades. (En ¨¦poca de crisis industrial, cualquier generosidad es un exceso, lo que los griegos Hamaban hybris, o sea, pasi¨®n. La sociedad industrial rechaza la pasi¨®n por antiecon¨®mica: gasta y no produce.)
Sea como sea, el criterio de las ciudades es diferente y, por una cuesti¨®n de un par de grados, el que muri¨® en una pod¨ªa haberse salvado en la otra, pero es sabido que los mendigos son reacios a desplazarse a trav¨¦s de las fronteras de las ciudades: casi siempre permanecen fijos en el mismo lugar o en un corto espacio que conocen bien, con lo cual despiertan la envidia ajena ("Dichosos ellos, que no tienen que preocuparse por nada").
Morir de fr¨ªo no es nada escandaloso: hace poco ruido, no atrae a las moscas y dem¨¢s insectos y despierta la piedad tard¨ªa, que, como se sabe, es m¨¢s c¨®moda que la previa. Pero tiene un inconveniente, que nuestros generosos hombres p¨²blicos han sabido apreciar: afea el paisaje urbano de las grandes ciudades. Un hombre o una mujer teflidos de azul, con los brazos enrojecidos e hinchados y las piernas paralizadas, no es un espect¨¢culo agradable, ya sea en la penumbra de un portal, en la puerta de un cine, de un bingo o de un restaurante c¨¦ntrico. Por lo dem¨¢s, no se trata s¨®lo del ¨¢ngulo est¨¦tico de la cuesti¨®n, que ya Jonathan Swift hab¨ªa observado en el siglo XIX, cuando se refiri¨® al melanc¨®lico aspecto que luc¨ªan los andenes y las calles de Londres repletos de mendigos, que causaban una desagradable impresi¨®n a los turistas. Hay otra cuesti¨®n. El noble ciudadano que abandona alegremente la mesa de un restaurante de moda, que es, adem¨¢s, un contribuyente y un votante, es decir, un hombre ¨²til a su patria, y se topa bruscamente con un hombre te?ido de azul agonizando en un portal, puede ser atacado s¨²bitamente por un brote de conciencia, acceso del cual los poderes p¨²blicos y los f¨¢cticos deben protegerlo, por ser inconveniente para el ¨¢nimo, la digesti¨®n y la marcha natural de los procesos, que, como todo el mundo sabe, es lenta, cautelosa, sabia, moral, mayoritaria y renga.
Aunque en ¨¦poca de receso econ¨®mico estos accesos son cada vez menos frecuentes (nos vacunan contra ellos el Gobierno, cauto; los partidos pol¨ªticos, cautos; las organizaciones sind¨ªcales, cautas, y los medios de comunicaci¨®n, cautos), retirar de la circulaci¨®n a unos cuantos mendigos en las noches heladas de Madrid o Barcelona (s¨®lo si la temperatura ha bajado lo suficiente) es una medida prudente, barata, y goza de la estimaci¨®n p¨²blica. Sobre todo si se tiene en cuenta que no bien el term¨®metro suba cuatro o cinco grados, los devolveremos sanos y salvos a su situaci¨®n anterior y natural, es decir, a la intemperie, a la mendicidad y el desamparo, luego de haber cumplido una noble tarea de misericordia y embellecimiento de la ciudad.
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