En Crimea no se perdi¨® Europa
En febrero de 1945 en Yalta, pen¨ªnsula sovi¨¦tica de Crimea, se reunieron los tres hombres m¨¢s poderosos de su tiempo. Un arist¨®crata ingl¨¦s, Winston Spencer Churchill, que a los 70 a?os era el mayor de los presentes; un patricio norteamericano Franklin Delano Roosevelt, el m¨¢s joven del tr¨ªo con 63; y un georgiano de humild¨ªsima extracci¨®n social, Josef Stal¨ªn, que a los 65 a?os alcanzaba el c¨¦nit de su carrera.Churchill no pod¨ªa imaginar que en Yalta estuviera viviendo los ¨²ltimos meses de su vida pol¨ªtica ¨²til. A punto de ver la derrota de Alemania, el premier brit¨¢nico perder¨ªa las primeras elecciones de la posguerra unos meses m¨¢s tarde y no volver¨ªa al poder hasta 1951, para desempe?arlo con modesta distinci¨®n y frecuentes ausencias mentales hasta 1955, fecha de su retirada de la escena pol¨ªtica.
El presidente norteamericano Roosevelt era hombre muerto a su llegada a la pen¨ªnsula sovi¨¦tica. El secretario del Foreign Office Anthony Eden, presente en las conversaciones, le describi¨® como una figura espectral en la que la figura apenas recubr¨ªa al cad¨¢ver inminente. Lo cierto es que el mal de Roosevelt era mortal pero intermitente y que en las nueve sesiones plenarias de Yalta el hombre de Nueva Inglaterra experiment¨® s¨®lo una reca¨ªda que oblig¨® a su m¨¦dico a prescribirle un r¨¦gimen especial. A su vuelta a Estados Unidos, sin embargo, era visible que le habitaba la muerte y hasta su fallecimiento el 12 de abril siguiente apenas pudo abandonar la silla de ruedas, veh¨ªculo de su poliomielitis hist¨®rica.
Stalin hac¨ªa el completo. Nunca se hab¨ªa sentido mejor, aunque muriera tan s¨®lo ocho a?os m¨¢s tarde, y por primera vez en el curso de la guerra recib¨ªa a sus compa?eros de armas sabi¨¦ndose en la posici¨®n de quien concede y de quien niega. Los aliados ignoraban que estaban a punto de prevalecer tanto en Europa como en el Pac¨ªfico. Por eso ped¨ªan la continuaci¨®n de la ofensiva sovi¨¦tica m¨¢s all¨¢ del Oder, para quebrantar el poder de Hitler que a¨²n alineaba 300 divisiones en los dos frentes continentales, y la intervenci¨®n contra el Jap¨®n en Manchuria. En enero anterior el gabinete de guerra brit¨¢n¨ªco estimaba que la guerra no concluir¨ªa hasta fin de a?o y, por inveros¨ªmil que parezca, el saga2 Churchill acudi¨® a Yalta temiendo que la URSS firmara una paz por separado con Alemania.
Roosevelt fue un gran pol¨ªtico para Estados Unidos, un hombre de una visi¨®n internacionalista para su tiempo y su pa¨ªs, en la que se mezclaban el realismo y la utop¨ªa, pero que carec¨ªa del conocimiento sobre el terreno que le permitiera dominar en Yalta. Porque hab¨ªa hecho un tour de joven en bicicleta por Alemania se consideraba un experto en asuntos centroeuropeos, y Polonia era para ¨¦l un nombre asociado a los miles de votos de la minor¨ªa polaco-norteamericana. Churchill ten¨ªa el conocimiento, la astucia y la intuici¨®n, pero no estaba estructurado para comprender que los d¨ªas del Imperio se acababan. Por eso, Roosevelt se complac¨ªa en contemplarse como el mediador entre los dos extremos: el bolchevismo al que hab¨ªa que seducir con los d¨®lares y el ejemplo americano, y el imperialismo al que hab¨ªa que arrastrar a la emancipaci¨®n de situaciones insostenibles.
Roosevelt se cre¨ªa eje de un tri¨¢ngulo; Churchill pugnaba con clarividencia conservadora por la formaci¨®n de un frente a dos contra el sovi¨¦tico, aunque no pod¨ªa desprenderse de sus prejuicios imperiales; y Stalin sab¨ªa que sus dos interlocutores ser¨ªan sus enemigos de ma?ana, aunque uno de ellos lo ignorara y el otro lo temiera. En sus conversaciones privadas los dos anglosajones se refer¨ªan a Stalin como t¨ªo Joe; el americano pensando que all¨ª era ¨¦l quien repart¨ªa las cartas, y el brit¨¢nico recelando que no las hubiera marcado antes. El zar sovi¨¦tico, al tanto de? mote, dijo una vez a Milovan Djilas que "Churchill era capaz de robarle a uno un kopek del bolsillo"; que si bien Roosevelt s¨®lo se molestar¨ªa por cantidades importantes, a Churchill no hab¨ªa que quitarle nunca el ojo de encima.
Mucho se ha escrito sobre la ingenuidad de Roosevelt en Yalta, sobre c¨®mo fue enga?ado por Stalin ante la impotencia de Churchill, para dar cauci¨®n al actual reparto de Europa, cuando lo cierto es que los acuerdos de la pen¨ªnsula sovi¨¦tica no hac¨ªan mas que recubrir de ret¨®rica una realidad militar. Los tanques rusos de Zukov estaban en el Oder y los norteamericanos de Patton invernaban en el Rin. No fue un presunto cad¨¢ver quien renunci¨® a media Europa, un despiadado georgiano quien manipul¨® a nadie, ni un imperialista camino de la jubilaci¨®n testigo de la componenda. Yalta no determin¨® la paz. Fue la guerra la que determin¨® Yalta.
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