Orgullo mal entendido
Don Rodrigo Calder¨®n, el mayor orgulloso de nuestra historia, ha sido desenterrado en estos d¨ªas tras permanecer bajo las losas casi tanto tiempo como Shakespeare. Como, al contrario que fuera de Espa?a, aqu¨ª se tiene poco respeto por los muertos, la sepultura de don Rodrigo ha sido abierta ahora en el convento donde hall¨® refugio huyendo de la curiosidad malsana de su tiempo. Ha tenido menos suerte que el genio ingl¨¦s contempor¨¢neo suyo, pues un sabio y embajador germano, esgrimiendo razones cient¨ªficas, ha removido sus cenizas haciendo caso omiso de intenciones, deseos o contratos.De su muerte poco se sab¨ªa, sobre todo que subi¨® de tal modo al cadalso que acu?¨® un dicho famoso: "M¨¢s soberbio que don Rodrigo en la horca". Y, sin embargo, no fue orgulloso, sino "honrado en la horca", como se dijo entonces. Luego aquella reputaci¨®n acab¨® convertida en fama cuando la dignidad se transform¨® en puro desgarro, tan del agrado de los espa?oles. Se dir¨ªa que hab¨ªa nacido para volar sobre los dem¨¢s mortales, convirtiendo su vida en puro gesto, en mero af¨¢n de figurar. Su mala suerte consisti¨® en irse a dar frente a frente con otro vanidoso en busca de un lugar junto al rey, cosa que consigui¨® a la postre tras despejar su camino alejando toda clase de competidores y enemigos. Ya reci¨¦n muerto el anterior monarca, el conde duque de Olivares fue a vivir a palacio dispuesto a conquistarse al heredero, para lo cual ya hab¨ªa conseguido que su mujer fuera nombrada camarera mayor.
Era aquel nuevo d¨¦spota hombre de presencia imponente, tal como su oponente; de mirada en alarma constante, como temiendo graves amenazas que s¨®lo al fin de su vida hab¨ªan de hacerse realidad. Inculto pero listo, inestable pero capaz de robarle horas al sue?o, pose¨ªa, sin embargo, los dos m¨¢s graves rasgos espa?oles: su orgullo, su optimismo a ultranza y su modo brusco, cuando no agresivo, de decir las cosas, aparte, claro, su pasi¨®n por el mando.
Todo ello, sobre todo su arrogancia, conquist¨® al pueblo, que siguiendo el ejemplo del rey le entreg¨® su destino. El nuevo se?or a su vez quiso no defraudarle, aunque para conseguirlo tuvieran que rodar las cabezas de sus antecesores, pues, como saben bien los espa?oles, una tan s¨®lo en tierra es capaz de borrar toda clase de envidias y rencores.
As¨ª cay¨® la de don Rodrigo, no en la horca, como quiso el vulgo, sino bajo el hacha del verdugo, que, tras la ejecuci¨®n, la alz¨® en su diestra para que todos pudieran contemplarla. De sus otros rivales, alguno salv¨® la vida gracias a su capelo, que, sin embargo, no les libr¨® del destierro, mientras otros vieron sus ping¨¹es haciendas requisadas. Sin embargo, faltaba el plato fuerte, la guinda de aquel pastel falsamente justiciero que pretend¨ªa
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Orgullo mal entendido
Viene de la p¨¢gina 9salvar al pa¨ªs castigando a los culpables de pasados desmanes. El valido los sustituy¨® por un plantel de familiares y amigos dispuestos a sacar tajada del todav¨ªa rico erario nacional, a costa de acabar con el anterior ministro hasta llev¨¢ndole ante los tribunales. El marqu¨¦s de Siete Iglesias hab¨ªa cosechado por igual, a lo largo de su mandato, vanidad y riqueza, aunque no tanta como cargaron sobre sus espaldas los jueces, que a toda prisa les toc¨® juzgar. Como siempre sucede, faltas reales pero leves se unieron a otras imaginadas pero mucho m¨¢s graves, que alzaron la tarima sobre la que cay¨® ejecutado. Puestos a cargar tintas, se le lleg¨® a acusar de hechicer¨ªa, y si no se aire¨® su af¨¢n de nepotismo es porque, a m¨¢s de no ser ninguna novedad en los tiempos en que corr¨ªan, el mismo conde duque lo practic¨® con tal aplomo y constancia que no pasaba d¨ªa sin repartir en torno alg¨²n despojo de sus enemigos.
De todos modos, el nuevo rey se revel¨® como gran cazador tanto como amador de d¨ªa; no llevaba cinco meses en el trono y ya escapaba a disparar el arcabuz en la Casa de Campo, abandonando su trabajo, condenando a don Rodrigo a pena de muerte entre el alborozo de la gente, que, como siempre, cre¨ªa que rodando cabezas se iniciaba el camino del bien.
As¨ª, una ma?ana vio Madrid cruzar al reo camino de la plaza Mayor, engalanada tal como sol¨ªa para tan esperadas ocasiones. Un p¨²blico vestido de, fiesta se agolpaba en pie, en ventanas y balcones, desde horas antes dispuesto a no perder un solo detalle de la fiesta, como si se tratara de alg¨²n hereje protestante o uno de aquellos iluminados nacionales que tra¨ªan a media Andaluc¨ªa contrita y revuelta.
Don Rodrigo, en cambio, a pesar de su capuz y de la caperuza negra con la que fue cubierta su cabeza, parec¨ªa ajeno a la gente, a la nutrida tropa de alguaciles que le segu¨ªa, como si poco le importara la muerte, que le esperaba afilando el hacha en su estrado de tablas. Tras ¨¦l clamaba el pregonero: "Esta es la justicia que manda hacer el rey nuestro se?or a este hombre porque mat¨® a otro alevosa y clandestinamente, y por otra muerte y otros delitos que de su proceso resultan; por lo cual le manda degollar. Quien tal hizo, que tal pague".
Don Rodrigo no pudo sino callar dentro de su caperuza, en tanto el conde duque segu¨ªa las acusaciones atento y el rey despachaba su ¨²ltimo ciervo en los montes de El Pardo. A fin de cuentas ?qui¨¦n no hab¨ªa matado a alg¨²n hombre en su vida? Todas las muertes, si bien se miran, resultan alevosas, pues todas son traidoras, y, respecto a los dem¨¢s delitos que el preg¨®n ni siquiera detallaba, ?c¨®mo iba a recordarlos si su ascensi¨®n fue tan r¨¢pida como la de sus acusadores? Bien a las claras ve¨ªa que su pecado m¨¢s grave era que, y en cuesti¨®n de validos, sobraba ¨¦l o el conde duque; lo dem¨¢s eran salvas destinadas al pueblo, que acab¨® pidiendo a gritos su muerte. Mas ese mismo pueblo, de por si tornadizo, oyendo acumular sobre su cabeza tal cantidad de faltas acab¨® poni¨¦ndose de su lado, adivinando en ¨¦l una v¨ªctima donde antes, s¨®lo viera un tirano, sobre todo oy¨¦ndole clamar camino del cadalso: "?Es esto afrenta? Esto es afrenta y gloria", con lo cual acab¨® de ganarse la entera multitud. Subi¨® altivo las gradas que le llevaban a una muerte cierta, pidi¨® perd¨®n al confesor y, tras besarle los pies, abraz¨® al verdugo dej¨¢ndose atar y vendar los ojos en tanto murrriuraba una oraci¨®n. Luego se dej¨® colocar la cabeza sobre el tajo y, pas¨® a rriejor vida degollado.
As¨ª, seg¨²n afirman las cr¨®nicas y Aguado Bleye en su manual, muri¨® el marqu¨¦s de Siete Iglesias, trocando su dignidad en fanfarroner¨ªa ante un pueblo que, t¨² a pesar de todo, s¨®lo se conmovi¨® cuando el verdugo le mostr¨® su cabeza como un negro trofeo de guerra.
Ahora, al cabo del tiempo, ha vuelto su cuerpo a la luz, y resulta que fue un hombre bien dotado, de estatura poco corriente para entonces, y que, momificado por la sangre perdida mientras estuvo expuesto a la curiosidad de la multitud, su cad¨¢ver no ha perdido prestancia. De tal guisa le hubieran visto las monjas de Porta Coeli en Valladolid si hubieran abierto su sepultura; mas, al no ser as¨ª, la mayor¨ªa vivi¨® y muri¨® sin conocerle a lo largo de tres siglos, guardando s¨®lo memoria de su alevosa ejecuci¨®n. ?l, por su parte, se salv¨® de contemplar una Espa?a camino de la ruina, empe?ada en eternas contiendas, despoblada, v¨ªctima de una desastrosa econom¨ªa motivada en parte por la conquista de Am¨¦rica. Nada de ello sufri¨® gracias a su arrogancia y a que tampoco le dol¨ªa Espa?a. S¨®lo pens¨® en s¨ª mismo, en su triunfo y su gloria, como camino del cadalso un d¨ªa, quiz¨¢ d¨¢ndose cuenta de que en su pa¨ªs siempre prim¨® un gesto antes que una decisi¨®n, como en el caso del conde duque de Olivares.
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