Sobre la guerra nuclear
Cuando una sola potencia -en este caso, Estados Unidos- dispuso de armas nucleares, y se comprob¨®, en Hiroshima y Nagasaki, que sus efectos eran devastadores y punto menos que terror¨ªficos, surgi¨®, en algunas llam¨¦moslas mentes, la idea de que tales armas pod¨ªan servir para amenazar con borrar de la faz de la tierra a cualquier potencia enemiga. En manos de un solo pa¨ªs estas armas no eran meramente disuasivas, sino eminentemente persuasivas, o, mejor dicho, plenamente acobardantes: el pa¨ªs amenazado por ellas no parec¨ªa tener otro remedio que someterse a todas las exigencias del ¨²nico poder nuclear, so pena de arder por los cuatro costados.Con m¨¢s de un pa¨ªs disponiendo de las susodichas armas, y con el arsenal de las mismas creciendo en proporciones alarmantes, la idea de una posible persuasi¨®n, acaso seguida por un efectivo uso, fue prestamente abandonada. La menos intimidante noci¨®n de disuasi¨®n entr¨® en la historia y ha venido funcionando durante algunas d¨¦cadas; en todo caso, no ha habido, como muchos temieron (y otros deploraron), una guerra nuclear.
?En qu¨¦ consiste esta disuasi¨®n? Hay dos versiones de ella. Una, la m¨¢s com¨²n, es la amenaza de que todo ataque nuclear ir¨¢ seguido de un contraataque, y que aun si la fuerza del ¨²ltimo puede haber disminuido a causa de la destrucci¨®n de sistemas de lanzamiento (terrestres, a¨¦reos o mar¨ªtimos), ser¨¢ a¨²n lo suficientemente violenta y devastadora para que el atacante lo piense muchas veces antes de apretar los famosos botones. Nadie va a ganar una guerra semejante. La otra versi¨®n, m¨¢s apocal¨ªptica, consiste en amenazar, en este caso pr¨¢cticamente a todo el mundo, con alguna versi¨®n de la llamada m¨¢quina del d¨ªa del juicio final (por ejemplo, sepultando miles de megatones de armas nucleares en alg¨²n agujero abierto al efecto y haciendo volar de este modo la corteza terrestre). Ambas versiones figuran, con todos sus detalles, en el ponderoso volumen de Hermann Kalin, publicado en el a?o 1960, con el t¨ªtulo Sobre la guerra termonuclear. El autor reconoce que la disuasi¨®n ¨²ltimamente mencionada es excesiva, porque el que se decida a armar la susodicha m¨¢quina quedar¨¢ persuadido de antemano de que no val¨ªa la pena tratar de persuadir al supuesto contrincante.
Algunos han pensado que no era menester ir tan lejos, y que podr¨ªa recurrirse al uso de las tituladas armas nucleares t¨¢cticas, limit¨¢ndose as¨ª la guerra nuclear. Aunque ello producir¨ªa a¨²n varios millones de v¨ªctimas, los miembros de esta escuela (parad¨®jica, o c¨®micamente, calificada de escuela de pensar) deben de haber, inconscientemente, resucitado, y llevado al paroxismo, un verso de Espronceda: "Que haya (millones de cad¨¢veres m¨¢s), ?qu¨¦ importa al mundo?". Pero se ha observado juiciosamente que, una vez puestas las armas nucleares en marcha, nadie puede asegurar que sea posible detener el proceso: las maniobras t¨¢cticas desembocan f¨¢cilmente en operaciones estrat¨¦gicas. Otros (en la m¨¢s reciente actualidad) han pensado que se podr¨ªa armar un sistema defensivo en el espacio capaz de tumbar cualquier cabeza o combinaci¨®n de cabezas nucleares antes de alcanzar los blancos, pero este asunto est¨¢ todav¨ªa, para decirlo en los t¨¦rminos apropiados, muy en el aire; un sistema defensivo total es problem¨¢tico y, adem¨¢s, es sabido que todo sistema defensivo comporta el perfeccionamiento de nuevos sistemas ofensivos.
?Nos quedaremos, pues, en la disuasi¨®n ya tradicional? ?Miles, en rigor decenas de miles, de armas nucleares frente a frente, tratando de que en ning¨²n momento se altere la llamada balanza del terror? ?La proliferaci¨®n nuclear con la excusa de que cuantas m¨¢s cabezas nucleares haya y m¨¢s numerosos y perfeccionados sean los sistemas de lanzamiento por ambos lados (suponiendo que haya s¨®lo dos), menor ser¨¢ la tentaci¨®n de hacer uso de ellos? ?O un intento de reducci¨®n y control que, de todos modos, va a dejar un n¨²mero suficiente de artefactos para seguir con la necesidad de una disuasi¨®n mutua?
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Lo ¨²ltimo es, por supuesto, m¨¢s deseable (o, si se quiere, menos indeseable) que lo primero. Pero cualquiera de las soluciones propuestas ha de tener en cuenta lo que va pareciendo cada vez m¨¢s probable: que cualquier uso de armas nucleares, aun reducido a un supuesto m¨ªnimo, puede producir efectos realmente devastadores para pr¨¢cticamente todos los habitantes del planeta.
La tesis del invierno nuclear es conocida: las explosiones de armas nucleares m¨²ltiples en la atm¨®sfera reducir¨ªa peligrosamente la capa de ozono, con las conocidas consecuencias de un considerable aumento de rayos ultravioleta, y aunque pudiera formarse de nuevo una capa de mono al cabo de algunos a?os nadie sabe cu¨¢ntos), ello bastar¨ªa para -literalmente- hacer la vida imposible. Otros¨ª (y sobre todo): la explosi¨®n de armas nucleares, aun si pudiera eliminarse la radiaci¨®n subsecuente, cubrir¨ªa el planeta, o una parte sustancial del mismo, con residuos que durante mucho tiempo -el necesario para eliminar la fotos¨ªntesis de plantas y con ello casi todas las especies vivientes- producir¨ªan una noche en la cual ni siquiera podr¨ªa decirse que todos los gatos son pardos, porque no habr¨ªa gatos que pudieran contarlo.
Bien: algunos ponen en duda, o cuando menos en cuarentena para ulterior examen, estas posibles consecuencias. O se?alan que si la tesis del invierno nuclear se confirma (te¨®ricamente), cabe a¨²n perfeccionar tanto las armas nucleares como, y especialmente, los sistemas de lanzamiento, que s¨®lo queden destruidos puntos muy bien circunscritos entre los blancos propuestos. ?Ser¨¢, pues, todo ello una in¨²til alarma? ?Habr¨¢ que seguir adelante con los armamentos nucleares, ¨²nicos capaces de producir la disuasi¨®n?
Supongamos que las alarmas sean excesivas, que no haya invierno nuclear, sino, a lo sumo, una especie de oto?o por el que la humanidad acaso tenga que pasar antes de que llegue de nuevo la primavera.
Todos los estudios, c¨¢lculos y c¨¢balas que puedan hacerse a este respecto tendr¨¢n que contar, qui¨¦ranlo o no, con dos hechos.
Uno es que los blancos a alcanzar no se hallan nunca completamente aislados en virtud de la estrecha interacci¨®n que en las guerras modernas hay entre objetivos militares y objetivos de mantenimiento del aparato militar: la base econ¨®mica e industrial es tan importante como la espec¨ªficamente b¨¦lica. Es improbable, pues, que haya algo as¨ª como una guerra nuclear limpia; las guerras han sido casi siempre sucias, ?c¨®mo no va a serlo una que cuenta con medios de destrucci¨®n muy por encima de cualesquiera otros empleados hasta la fecha?
El otro hecho es que los sistemas de equilibrio tanto humano como natural del globo son sumamente delicados. No se puede alterar uno un poco sustancialmente sin los dem¨¢s sufran. Pueden producirse, pues, conflagraciones en cadena que den al traste no s¨®lo con la delgada capa de civilizaci¨®n alcanzada, sino tambi¨¦n -lo que es a¨²n m¨¢s peligroso, con la no menos delgada capa de mantenimiento de las estructuras ecobiol¨®gicas. Es cierto que en el curso de la evoluci¨®n han tenido lugar cat¨¢strofes descomunales que han alterado la faz del planeta (la extinci¨®n de muchas especies, incluyendo los dinosaurios, hace unos 65 millones de a?os, fue una de ellas). Pero cabe preguntar hasta qu¨¦ punto se puede perder el juicio como para reescribir el verso de Espronceda y proclamar: "Que haya millones de especies menos, ?qu¨¦ importa al mundo?".
Cierto general afirm¨® que una guerra consiste en matar enemigos, porque cuando se ha matado un n¨²mero suficiente de ellos ya no pueden seguir luchando. La guerra ha terminado. En una contienda termonuclear no s¨®lo se pone fin a enemigos -y a amigos-, sino tambi¨¦n a las condiciones que los hacen posibles. Ha terminado la guerra, y todas las guerras. Como se dijo una vez de Varsovia, "la paz reina en el mundo". Curiosa manera de eliminar las guerras.
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